1.
«Personalmente creo que la literatura no puede hacer un cambio social por sí sola. Lo que cambia es la política. Lo que puede hacer la literatura es hablar de estas cuestiones con una determinada voz». Estas palabras de Mariana Enriquez (1971), con quien estuvimos conversando en junio de este año en ocasión de una jornada de estudio en la Universidad de Padua, son las que nos acompañaron, y en cierta medida nos guiaron (y ¿por qué no? también desafiaron), en la ideación de este dossier en torno a la reflexión sobre el vínculo entre compromiso y escritura de mujeres. Sabemos que la tensión hacia la dimensión política es fundacional en las literaturas nacionales de América Latina: queriendo hacer un poco de arqueología del compromiso, recordemos que para los intelectuales románticos la literatura ejercía en primer lugar una función cívica, pues debía educar al pueblo y formar a los ciudadanos/as de los recién nacidos estados, por lo que desempeñaba una función ancilar ante la política. Ya en otro momento histórico, también los modernistas, desde lo alto de su torre de marfil, subrayaron la función ideológica de la poesía –como demuestran los poemas «anti-imperialistas» de Rubén Darío o de José Martí–. En la misma línea, unas pocas décadas después, encontramos a un nutrido grupo de vanguardistas, sobre todo cercanos a la izquierda, que combinaron la búsqueda estética y la lucha por la igualdad social: el peruano José Carlos Mariátegui es quizás el ejemplo más brillante de esta convergencia.
Sin embargo, fue en la segunda mitad del siglo XX cuando la alianza entre política y literatura se hizo más evidente (aunque también más problemática): primero con la revolución cubana de 1959, comienzo de una temporada utópica que, al menos en una primera fase, ofreció a los pueblos e intelectuales latinoamericanos un horizonte colectivo en el que reconocerse y hacia el que conectarse con nuevo ímpetu, reactivando el panamericanismo bolivariano; luego, con las sangrientas dictaduras cívico-militares que, en las décadas de 1960, 1970 y 1980, de Brasil a Nicaragua, de Bolivia a Paraguay, destrozaron a América Latina. Para escritores/as e intelectuales (términos que se convirtieron en sinónimos en esa época) el compromiso ya no era una opción: era una obligación. Así como también era una obligación convertir ciertas posturas en acciones.
Una vez reinstauradas las democracias, el legado de estas dictaduras es una inmensa literatura testimonial, que se encarga de relatar la experiencia del horror de los crímenes de Estado. Así, la dimensión ética y militante de estas escrituras, que se proponen hacer visible lo que había sido ocultado, enunciar lo que se había silenciado, constituye una marca decisiva de las letras latinoamericanas del siglo XX.
Una dimensión ética análoga atraviesa y modela las escrituras que aquí nos conciernen: de México a Brasil, de El Salvador a Chile, observamos cómo diferentes autoras están proponiendo representaciones y paradigmas inéditos, desafiando el statu quo. Asistimos entonces a una sorprendente inversión de lo que se argumentaba en las décadas entre el 1990 y el 2000, cuando, por ejemplo, Carlos Cortés planteaba que «la literatura latinoamericana (ya) no existía» (1999) o Jorge Volpi declaraba «el fin de la literatura latinoamericana» (2004), con la caída del Muro de Berlín y la globalización que habían disuelto las coordenadas histórico-políticas que permitían pensar la literatura de la región como categoría supranacional y denominador común. Un cuarto de siglo después, ante el recrudecimiento de las desigualdades como consecuencia de las políticas económicas neoliberales y neocoloniales en el Sur Global, con nuestras democracias e izquierdas en crisis, con una derecha en auge, con tejidos sociales debilitados; con necropolíticas y violencias patriarcales normalizándose y gozando de impunidad, y con un cambio climático cada vez más amenazante, se está produciendo –nuevamente– un verdadero proceso de politización de la cultura y el arte. Creemos que esta marcada convergencia de la estética con la ética es lo que está caracterizando a muchas de las escrituras contemporáneas de mujeres más representativas y contundentes de América Latina. Desde esta idea articulamos estas reflexiones.
2.
Definitivamente superada la resaca posmoderna que parecía haber producido una literatura más propensa a interrogar los mecanismos de su propia construcción que a indagar en los oscuros pliegues de la realidad, palabras como «política», «compromiso social», «ideología», «militancia», han vuelto a resonar en la crítica y en las prácticas literarias. Todos ellos términos que están siendo frecuentemente asociados a la producción de las escritoras latinoamericanas contemporáneas, al punto que no dejan de aparecer mesas y paneles en congresos y ferias centrados en la pregunta sobre cómo las autoras actuales están contribuyendo con sus escrituras al debate sobre los temas urgentes del presente. Pregunta que orienta y motiva las consideraciones que aquí desarrollamos, y a la que le sumamos otras más, como: ¿de qué manera las escrituras de mujeres participan políticamente –o no– de las contingencias y violencias sociopolíticas de las cuales emergen? Es decir, ¿cómo se materializa en la escritura de mujeres de hoy un compromiso político, una complicidad, un posicionamiento, una implicación con la realidad y sociedad de la que emana?, ¿permite la escritura gestos de resistencia?, ¿qué tipo de compromiso(s)/implicaciones se da(n) en la literatura en la actualidad?, ¿con quién –o qué– se comprometen/afilian exactamente las escritoras hoy? Y, por ir más lejos, ¿pueden las letras contribuir a la construcción de otro futuro posible?
Buscando un pensar en colectivo, comunitario, y situado, invitamos a reflexionar con nosotras a tres autoras latinoamericanas –Sara Uribe (México), Laura Ortiz (Colombia) y Daniela Catrileo (Chile)– y a tres académicas latinoamericanas –Tania Pleitez Vela (El Salvador), Bethania Guerra (Brasil) y Cristina Burneo (Ecuador)–, a quienes les compartimos estas preguntas que nos inquietan y que atraviesan este dossier y este texto en sí. Cada una de ellas, desde sus diferentes lugares de enunciación, plantea diversas aproximaciones y enfoques desde y hacia dónde mirar, o qué interrogar, a la hora de abordar estas escrituras. Nos proporcionan algunas respuestas, como también nos abren a más interrogantes, con las cuales nos interesa ir dialogando.
Aclaramos que en este intento por abordar esta premisa de escritura de mujeres y compromiso en América Latina hoy, nos fue imposible no retomar planteamientos que nos acompañan desde hace décadas. Como la de Nelly Richard y su pregunta de si tiene sexo la escritura, o las dificultades y desafíos de la propuesta de Diamela Eltit de «desbiologizar la letra». Como el hincapié que hace Rosario Ferré en «La cocina de la escritura» de atender al efecto de las experiencias de las mujeres en sus textos; o el llamado apremiante de Gloria Anzaldúa en su carta a las escritoras tercermundistas a olvidarse del cuarto propio y a escribir en la cocina, encerrada en el baño –o en el zulo propio como alude hoy Dahlia de la Cerda–. O las tretas del débil que plantea Josefina Ludmer, en tanto práctica de resistencia en la que se enfrentan los campos del saber y del decir, ese «no decir pero saber, o decir que no se sabe y saber, o decir lo contrario de lo que sabe»; o esa escritura del afuera, de la que habla Sylvia Molloy, cuando se escribe entre lenguas, desde o en el desplazamiento. Éstas entre otras ideas de muchas, muchas, intelectuales de la región que, sin duda, resuenan en las letras de mujeres latinoamericanas y que son parte de su genealogía. Y es que vemos que el compromiso también puede radicar en el trenzar, al tiempo que escarbar, una memoria que conecta generaciones de mujeres, tal y cómo nos lo recuerda Daniela Catrileo cuando plantea que «lo político reside en su forma transgresora de hacer/tejer comunidad», de ahí a que en la escritura, en tanto trenzado de palabras –escritas y orales–, lo político esté en el «reconocer desde qué lugares es posible nuestra obra, qué voces cobija en su anudamiento, qué parte del mundo encarna», ya que así «comprenderemos que la voz nunca es tan propia, sino que está colmada de ecos, lenguas, plantas».
De cara a lo anterior, fue inevitable, asimismo, situarlas en el tsunami feminista –siguiendo las metáforas acuáticas y a Gabriela Jáuregui– que ha estado emergiendo desde el Sur en los últimos años; en esas mareas violeta y verde, protagonizadas por mujeres, cuerpos feminizados y subjetividades sexo-disidentes. Más aún cuando varias de las autorías y obras se están desarrollando en continuidad y en diálogo con la respuesta que diversos movimientos sociales, y los feminismos en particular, están presentando ante este contexto de violencia extremada, en búsqueda de cambios. Es decir, inscribirlas en esa «potencia feminista» de la que habla Verónica Gago, en tanto «capacidad deseante», que «implica que el deseo no es lo contrario de lo posible, sino la fuerza que empuja lo que es percibido colectivamente y en cada cuerpo como posible». Ante esto, hacemos nuestras las preguntas que se formula Tania Pleitez en torno a observar cómo las autoras –en su caso de El Salvador– atienden en sus obras a la «posibilidad que se gesta al lado de la violencia», cómo las formas artísticas y literarias reformulan las narrativas del dolor, a qué gramáticas acuden las escritoras para hacer que, «incluso en circunstancias desalentadoras, se geste la posibilidad», se «gestione la vida», como ella lo llama. Aclaramos, no obstante, que rechazamos la idea de que toda autora, escritora, es de por sí feminista, o de que su escritura debe plasmar una agenda feminista. Nos inclinamos más bien en pensar en lecturas y aproximaciones con perspectivas de género. Lecturas complejas que no dejan de abrir problematizaciones.
Por otro lado, también nos resulta importante recordar que la vocación hacia el compromiso/implicación/participación en la literatura, así como su atención a la contingencia, no son una novedad, ni tampoco un episodio aislado en las letras de la región. Con ello nos referimos a que, si bien el posicionamiento político que asumen muchas de las autoras actuales es tal vez un unicum del último cuarto de siglo, consideramos necesario pensar en este fenómeno en relación con otros momentos de la historia del Abya Yala y de su historiografía literaria, y sobre todo, de su contrahistoria, de sus insurgencias. En este sentido, emerge ese compromiso ya no sólo con las demás mujeres sino que también con «la historia, [y] con la palabra antes negada», como lo plantea Bethania Guerra, y de ahí esa necesidad de recuperar esas nomenclaturas –en su caso, desde autoras prietas de Brasil–, como Améfrica Ladina, doloridad, escribivencia, «que permiten un giro hacia una postura que desplaza lo blanco, lo patriarcal y lo europeo» para construir «discursos y poéticas que ponen en el centro una manera de hacer política desde bases otras». Asimismo, la urgencia de preguntarnos por la escritura de los cuerpos racializados y disidentes y no sólo sobre la racialización y la disidencia.
Es decir, nos resistimos a pensar estas letras y sus autorías de forma aislada, sin sus antecedentes, sus ancestras, sus mujeres referentes; o en un presente desconectado o que no mira al futuro. De ahí a que leamos ciertas manifestaciones artístico-literarias actuales como parte de una arraigada tradición latinoamericana, que hoy adquiere formas y estéticas propias y originales.
3.
Estos últimos años estamos observando cómo las violencias que laceran a todas las naciones del continente entregan condiciones materiales comunes que son el humus donde, desde autorías de mujeres, nacen y prosperan escrituras disidentes, desobedientes. En esta línea, el arte activista, también llamado «activismo artístico», «prácticas artísticas críticas», «artivismo», «arte comprometido» –todas ellas etiquetas con las que no dejamos de sentir cierta incomodidad, o duda por la manera cómo condicionan o delimitan la recepción de las obras– resulta una poderosa herramienta para la expresión y la acción política, al fusionar la creatividad artística con la protesta social. Y nos es imposible no remitir a él cuando nos preguntamos de qué manera se está plasmando –o no– en la escritura de mujeres latinoamericanas la preocupación –ya sea a modo de crítica, denuncia o visibilización– por las diversas formas de opresión y discriminación que atraviesan las subjetividades, refiriéndonos, particularmente al sexismo, clasismo, racismo, extractivismo, capacitismo… O cómo se posicionan, sitúan, las autorías al respecto; así como de qué manera la elección de la voz o las voces narrativas o líricas, de los géneros, formatos, registros –escriturales u orales–, son clave a la hora de articular los asuntos que no les son indiferentes. Frente a este punto, nos remitimos a Sara Uribe cuando, al abordar de dónde surgen los «procesos de politización de la escritura» se pregunta, «¿desde qué territorio escribo? ¿Por qué elijo escribir sobre lo que escribo? ¿Cómo atraviesa mi cuerpo aquello sobre lo que escribo? ¿Para quién escribo? ¿Con quién escribo? ¿Qué repercusiones éticas tienen cada una de mis decisiones estéticas?».
Partimos de la base de que, en sus diversas formas –literarias, musicales, escénicas, fílmicas–, en América Latina hoy esta experimentación artística, como estrategia de confrontación, debate y denuncia, está siendo clave en las actuales producciones culturales en las que se dejan entrever posicionamientos feministas, decoloniales, ecologistas, antirracistas y anticapitalistas. Puntualizamos aquí, que nos acercamos a estas escrituras atendiendo a la perspectiva interseccional, liderada inicialmente por los feminismos negros, y que ha sido clave en los feminismos contemporáneos del Sur, por lo que no dejamos de observar cómo repercuten en la producción de varias de las autoras actuales, los trabajos de Angela Davis, bell hook, Audre Lord, Gloria Anzaldúa, María Lugones, Silvia Rivera Cusicanqui, Yuderkis Espinosa, Ochy Curiel, Rita Segato, entre el de muchas, muchas otras.
Una muestra de cómo estas demandas se están manifestando en diferentes expresiones y prácticas artísticas ideadas y realizadas por mujeres la encontramos, por ejemplo, en las performances «Un violador en tu camino» (2019) de LasTesis, o en «Presencia» (2017) y «Manada» (2018) de Regina José Galindo, o en «Zapatos rojos» (2009) y «Mi cabello por tu nombre» (2014) de Elina Chauvert; en los documentales Tempestad (2016) de Tatiana Huezo o Caribbean Fantasy (2016) de Johanné Gómez Terrero. En lo que compete a «lo literario», observamos cómo tanto en textos de corte realista o fantásticos; en obras de ficción especulativa o de esa «ficción visionaria» de la que habla la artista brasileña Jota Mombaça; como en textos híbridos, «fuera de sí», «inespecíficos» –siguiendo a Florencia Garramuño–, o «desapropiados» –como propone Cristina Rivera Garza– la escritura, la imaginación y el archivo se articulan en relación con las luchas del pasado y presente para pensar otro futuro posible. Relacionado con esto, Laura Ortiz se pregunta si la ficción no es sino más que «otra forma de lo verdadero», para luego señalar que «la especulación poética siempre es política. Opera en la grieta del discurso. Opera en la posibilidad. La especulación poética des-automatiza, ofrece una piel para tocar», y es quizás ese gesto de des-automatizar, de invitarnos a tocar pieles y romper con la «ceguera aprendida, cultural y discursiva» donde radica el compromiso.
Así lo vemos en las crónicas o ensayos Chicas muertas (2014) de Selva Almada, Por qué volvías cada verano (2018) de Belén López Peiró, El invencible verano de Liliana (2021) de Cristina Rivera Garza; en las novelas Caparazones (2010) de Yolanda Arroyo, Distancia de rescate (2014) de Samanta Schweblin, La mucama de Omicunlé (2015) de Rita Indiana, Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor, Cometierra (2019) de Dolores Reyes, Las malas (2019) de Camila Sosa, Los cristales de la sal (2019) de Cristina Bendek, Mugre rosa (2020) de Fernanda Trías, Huaco retrato (2021) de Gabriela Wiener, Tomar tu mano (2021) de Claudia Hernández, Fiebre de carnaval (2022) de Yuliana Ortiz Ruano, o Indócil (2024) de Laura Ortiz. O en el libro híbrido La compañía (2019) de Verónica Gerber Bicecci, el poemario dramático Antígona González (2012) de Sara Uribe, o la pieza de poesía visual Intervención Mapuche – Obra 18.314: Mari pura warangka küla pataka mari meli (2018) de Daniela Catrileo; por nombrar algunos de los muchos, muchos ejemplos que se nos vienen a la cabeza.
No obstante lo anterior, hay asuntos que nos preocupan, sobre todo en nuestros intentos por ejercer una lectura crítica y no ingenua ni romantizadora o exotizadora de los textos; y mucho menos de la violencia; así como tampoco una lectura que los condicione a la implicancia, y tiene que ver con cuánto influyen en la posibilidad de un compromiso en estas escrituras el mercado, los grandes sellos editoriales, los premios, la academia de la que somos parte, etc. Acogemos aquí las palabras de Cristina Burneo, quien, en su revisión de lugares y plataformas de escritura colectiva que dejan constancia de lo que ella llama «escribir en deliberación», advierte de cómo ciertos textos «corren el riesgo de ser capturados por formas asimilacionistas de traducción –todo se traduce a activismo– o por el aplanamiento de la experiencia en narrativas formulaicas promovidas por el mercado editorial que lavan el feminismo de su potencia». Más concretamente, nos preguntamos, ¿qué posibilidad de involucramiento se da dentro de un sistema neoliberal que convierte en producto-mercancía también las instancias más progresistas y revolucionarias, neutralizándolas? «Ya sabemos lo hábil que es el mercado para desactivar políticamente las luchas» –repara Laura Ortiz en su texto.
4.
Pensar en este tipo de producciones literarias de mujeres –en las que la escritura se presenta como un eficaz instrumento de resistencia, visibilización, empoderamiento y denuncia contra las diversas formas de opresión que vinculan el género, la raza y la clase, al tiempo que condicionan y afectan a las mujeres y cuerpos feminizados– implica pensar en la relación entre la dimensión pública de los cuerpos enunciantes, las autorías, y la dimensión pública de los textos, las obras literarias. Es decir, en la escritura como un ejercicio político, la escritura como un proceso de participación política. Ante esto, nos adherimos a las palabras de Cristina Rivera Garza cuando dice que «independientemente del tema que trate o de la anécdota que cuente o del reto estilístico que se proponga, el texto es un ejercicio concreto de la política» al ser la propia utilización del lenguaje «una práctica cotidiana de la política».
Con ello, irremediablemente nos resuenan las palabras de Jacques Rancière de que «la literatura hace política en tanto literatura», al intervenir en las formas de (in)visibilidad y modos de decir/callar, al intervenir en ese «reparto de lo sensible». Hacen eco también las reflexiones de Edward Said en torno a los/as escritores/as e intelectuales, los lugares que ocupan –si aislados y solitarios o públicos y colectivos–, y sus funciones –si apolíticos, combativos u opositores–. Pero, sobre todo la pregunta que se hace de por qué en determinados contextos «los individuos y los grupos prefieren escribir y hablar ante el silencio».
Con esto en mente, nos aproximamos a estas escrituras de mujeres y sus autorías desde la idea de que surgen ante el hastío. Ante el hastío de los silencios que operan tanto como cómplices como invisibilizadores y normalizadores de las violencias. Ante el hastío de los silencios que colaboran con la amnesia histórica, o que encubren las negligencias y crueldades de los estados e instituciones. De ahí que sea recurrente preguntarnos cómo intervienen las emociones –el dolor, la rabia, el miedo o el resentimiento– en la movilización de estas escrituras.
Nos aproximamos también a estas textualidades desde la idea de que asumen un compromiso: el evitar «que la conciencia mire hacia otro lado o se adormezca» como lo señala Said; rechazar esa «indolencia» o «indiferencia militante» de la que habla Cristina Rivera Garza, que impide dolerse con nuestro entorno, implicarse con él.
Con todo lo anterior, y como este mismo texto deja en evidencia, nuestros acercamientos a estas producciones literarias de mujeres en América Latina hoy, en tanto lectoras de ellas, están más atravesados de interrogantes que de certezas. Y, debemos decirlo, también de preocupaciones. Preocupaciones en cuanto a atender ya no sólo a los posicionamientos a la hora de escribir, a de dónde surgen estas obras –a si agota o no la escritura, en tanto comprometida-implicada-dolente, la acción política– sino a desde dónde y cómo estamos leyendo los textos: ¿qué le estamos pidiendo a la escritura/la literatura de mujeres como lectoras/es?, ¿no estamos cayendo en exigirle a la escritura/la literatura un compromiso con la sociedad que puede quitarle su autonomía, y con ello caer en instrumentalizarla?, ¿acaso la empatía, el reconocimiento, las políticas identitarias, el compromiso con… se están transformando en condiciones clave para el disfrute –y valoración– de la literatura? Quizás, entonces, la pregunta va por otro camino: más que en el compromiso de la escritura, en el compromiso de la lectura.