POR SARA URIBE
Svetlana Alexievich, premio Nobel de Literatura, cuya obra recoge los testimonios de mujeres en la guerra. Fotografía: Wikicommons.

Miro por la ventanilla del avión. Aparto mis ojos del libro que voy leyendo. En un par de semanas presentaré San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas (2024), de Marcela Turati. La frase con la que la periodista abre este coro de voces que da cuenta de dos de los episodios más cruentos del siglo XXI en México –la masacre de los 72 migrantes y el descubrimiento de las fosas de San Fernando– es contundente: «el alma se me desprendió en Matamoros […] estoy segura de que se quedó detenida en un retén del estado de Tamaulipas, después de que me asomé a unas fosas clandestinas recién descubiertas». Separo la vista de la escritura porque, mientras avanzo, rememoro con un escalofrío cómo fue vivir en Tampico y Ciudad Victoria –a dos horas y media de San Fernando– las dos décadas más violentas de Tamaulipas. Volteo el rostro porque la narración de los crímenes infligidos sobre cuerpos y territorios, sobre comunidades vulneradas e inermes por el Estado y el Segundo Estado,1 me interpela. Me hace consciente de que mi propia corporalidad pudo ser una de esas que fueron dislocadas y arrojadas bajo la tierra o una de esas otras que jamás se volverán a ver, a tocar: que se quedarán en el limbo de las personas que no están ni vivas ni muertas, sino desaparecidas.

Me refugié en ese pequeño recuadro de cristal porque el horror del daño me hacía querer huir de la lectura. Al poco rato volví porque quería saber si todo aquello que habíamos imaginado acerca de lo ocurrido en San Fernando durante la guerra sorda e informal,2 que tuvo su periodo más álgido de 2006 a 2016, había sido así de terrible como nos lo habíamos representado en el imaginario colectivo. Pero no. Leyendo a Turati supe que había sido mucho peor. El de San Fernando es un paisaje saturado de escenas de capitalismo gore –noción que Sayak Valencia sustenta en una episteme hiper violenta que hace «usos predatorios de los cuerpos, todo esto por medio de la violencia más explícita como herramienta de necroempoderamiento»–. Un territorio en el que –como apunta Achille Mbembe en su Necropolítica (2003) para hablar del periodo histórico de la Revolución Francesa, pero que bien podría aplicar al presente– el terror se erige «como componente […] de lo político».

«Me pregunté muchas veces si hay cosas que no deben escribirse», se cuestiona Turati. También se interroga: «en qué momento permití que esta historia me habitara». Lo cierto es que si la periodista no hubiera dejado que esta historia se filtrara y residiera en su escritura no tendríamos acceso a las voces de quienes vivieron y todavía siguen experimentando las consecuencias de lo que la necropolítica ha hecho en Tamaulipas, México y Latinoamérica, no sólo en términos de expolio y extractivismo, sino –como conceptualiza Sergio Villalobos-Ruminott– a través del mecanismo constitutivo de acumulación de las guerras contemporáneas.

Fui y vine todo el vuelo del libro a la ventanilla. Una y otra vez quise escapar. Cuando por fin aterrizamos no podía dejar de escuchar el murmullo de voces y de historias en mi cabeza. Se parecía demasiado a la sensación auditiva que tuve cuando terminé de leer La guerra no tiene rostro de mujer (1985) de Svetlana Alexiévich. Zumbido. Enjambre. Ruido blanco.

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Alexiévich escribe que la guerra que cuentan las mujeres es siempre narrada desde focos alternos: «los relatos de mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras». En México, quienes escriben la guerra son las madres y las brigadas de búsqueda de las personas que han sido víctimas de desaparición forzada. Al mismo tiempo que rastrean a sus seres más queridos, van produciendo ese otro lenguaje de la guerra que describe Alexiévich.

En su artículo «Los jornaleros forenses: crónica de un nuevo oficio en un país de fosas» (2019), Paula Mónaco Felipe y Wendy Selene Pérez han narrado cuál es el protocolo que se sigue en las búsqueda y excavaciones de la brigada El Solecito, en Veracruz. Cuando se encuentra un cuerpo sin vida se lleva a cabo un registro riguroso, puntual. Una persona anota meticulosamente, en cuadernos maltrechos, cada uno de los restos y objetos hallados y extraídos. En estas libretas se detallan «datos que las autoridades pasan por alto y podrían ser cruciales para un familiar. La ropa del ser querido al momento de morir, su cinturón, la playera con marca y taller». Una de las escribas de la brigada es Rosalía Castro Toss, una odontóloga que dejó de ejercer su práctica luego de la desaparición de su hijo y ahora es la encargada de realizar estas anotaciones. Rosalía apunta: «Camisa de tirantes Rea. Un par de zapatos Settia negro #9. Un par de calcetas gris. Restos de basura y toalla y vendas. Papel de baño. Un boxer negro T6 Ferrys Active. Playera de tirantes Optima T/40. Pantalón de vestir T/40 o 44 negro. Bolsa negra c/tejido».

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Alguna vez oí decir a la poeta mixteca Patricia Celerina Sánchez que todo acto de escritura es un acto político. En el contexto actual esta aseveración no puede ser más certera: escribir hoy día en México es una tarea que hacemos en el contexto de más de 4.800 fosas, 350.000 muertos y 100.000 desaparecidos. La literatura de mi país coexiste con relatos y narrativas de Estado y de Segundo Estado cuyos alcances sobre los cuerpos son atroces e impunes. Asimismo, cohabitan con las escrituras de las madres que buscan entre la ruina y el escombro los restos de sus corporalidades más amadas. ¿Cómo puede o podría un poema, un cuento, un ensayo, una obra de teatro, una novela, escapar a las implicaciones éticas y políticas de escribir en tiempos de lo que Ileana Diéguez ha llamado la «gramática neobarroca de la violencia» y Villalobos-Ruminott la «época de la reproductibilidad técnica del cadáver y la era de la desaparición de la desaparición?» A este respecto, Diéguez lanza una pregunta más que pertinente a las artes escénicas y yo la redirijo hacia mi campo de trabajo: ¿cómo se dialoga desde la literatura con los miles de cuerpos rotos y ausentes? Por su parte, Cristina Rivera Garza, en Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (2013), nos cuestiona: «¿Qué significa escribir hoy en ese contexto? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?

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Estoy en el auditorio de la Escuela Nacional Preparatoria 2 de la UNAM. Frente a mí hay 200 estudiantes, de entre 15 y 20 años, que han leído mi libro Antígona González -una reescritura de la Antígona de Sófocles, enmarcada en la guerra y las miles de desapariciones forzadas en Tamaulipas y narrativamente ubicada en torno a las fosas de San Fernando-. Cuando llega el momento de las preguntas me resulta cada vez más claro que lo político no sólo radica en lo que escribo. Lo político es un ethos inherente a la condición de ser una escritora mexicana, morena, clasemediera, cuir. Lo político es la pregunta siempre abierta y en ramificación que me plantea el hecho de que la escritura sea en sí misma una investigación que hacemos a partir del lenguaje: ¿desde qué territorio escribo? ¿Por qué elijo escribir sobre lo que escribo? ¿Cómo atraviesa mi cuerpo aquello sobre lo que escribo? ¿Para quién escribo? ¿Con quién escribo? ¿Qué repercusiones éticas tienen cada una de mis decisiones estéticas? ¿Por qué elijo los campos semánticos, los recursos estilísticos, los procesos y los archivos investigativos con los que sustento mi escritura?

Una estudiante me cuestiona qué fue lo más difícil de escribir este libro. Otra me pregunta si narrar todas estas violencias tuvo alguna consecuencia o resonancia en mí, en mi cuerpo. Otro más me inquiere cómo le hago para determinar las palabras exactas para expresar estas historias de duelo. Todas éstas son preguntas absolutamente políticas. También lo son las últimas que me lanzan desde las butacas: ¿cómo le haces cuando tienes un bloqueo creativo? ¿Qué puedo hacer si yo también quiero escribir, pero no sé cómo hacerlo? ¿Cómo decides qué incluir en tus libros y qué dejar fuera? ¿Cómo sabes cuando un poema está terminado?

Soy escritora cuando escribo, pero también cuando mi escritura suscita una conversación con audiencias lectoras. Más aún cuando se trata de personas muy jóvenes, cuando sé que lo que les responda influirá en la configuración de sus imaginarios. Así que les digo que busquen escribir en compañía, que susciten lecturas de ojos ajenos confiables. Que, si pueden, asistan a talleres, pero que no dejen jamás que un tallerista les violente. Que nadie les diga que no pueden escribir. Que nadie edite o comente sus escrituras sin cuidado y sin respeto. Que se procuren de personas que les propongan acompañarles en sus viajes escriturales partiendo de la duda, de las preguntas, de la incertidumbre creativa más que de las certezas.

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De acuerdo con Jacques Rancière, y en palabras de Verónica Cecilia Capasso, el arte es político «en la medida en que, al igual que la política misma, irrumpe en la distribución de lo sensible, generando nuevas configuraciones de la experiencia sensorial». Es decir, cada obra literaria abre un espacio que determina qué temáticas y formas tienen la posibilidad de ser leídas y entendidas como literatura; de igual manera, hace visible quiénes pueden figurar discursivamente y quiénes no. La escritura es una enunciación política de la realidad. Luego entonces, me interesan aquellas enunciaciones que configuran atmósferas donde el estallido, el disenso y la irrupción de lo no literario permea los bordes del sistema literario para ensancharlo, para dejar atrás la autonomía y dirigirnos, de la mano de Josefina Ludmer, hacia una literatura posautónoma en la que lo no literario tenga la posibilidad de devenir literario.

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Soy escritora cuando doy mi clase de Literatura y género en el Sistema Universitario Abierto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Este semestre empezamos con los poemas «Minas de oro» de Xel-Ha López Méndez y «Pensamientos de una muchacha en el Estado de México» de Diana del Ángel. El texto de López Méndez comienza diciendo: «Éramos dos y estábamos solas / y estábamos juntas / y estábamos /muertas. // Siglo XXI / Sudamérica / las minas de oro». Se trata de un poema que se enmarca en el caso de las jóvenes argentinas María José Coni, de 22 años, y Marina Menegazzo, de 21, quienes habían emprendido un viaje con la intención de recorrer Sudamérica y en la última etapa de su recorrido fueron asesinadas en Montañita, Ecuador, en 2016. Los cabezales de los diarios dijeron una y otra vez que las chicas viajaban solas. En el poema de Del Ángel la voz enunciante de una mujer joven del Estado de México hace alusión a la precarización de los cuerpos femeninos en una de las entidades con más feminicidios en México. Además, hace visible la normalización y la indiferencia en torno a estas violencias de género: «Cualquiera me mira y sabe / que soy poca cosa / que como yo hay miles /que no tengo señas particulares / ni un color de ojos notable […] Los que me miran saben / que cuando grite / vendrá a todos la sordera. / De mí no quedará nada. / Piensan: poca cosa». Luego leemos «¿Dónde están las escritoras?». Un ensayo de Lina Meruane en el que asevera que escribir acerca de la presencia, pero sobre todo de la ausencia de las escritoras latinoamericanas contemporáneas en el paisaje literario es un ejercicio incómodo. Abordamos después Chicas muertas de Selva Almada, libro en el que se narran feminicidios que revelan que «adentro de tu casa podrían matarte. [Que] el horror podría vivir bajo el mismo techo que vos». Más adelante comentamos «Una carta a escritoras tercermundistas» de Gloria Anzaldúa y nos cuestionamos quién o cuándo se nos concedió el permiso de escribir. Además, reflexionamos que cuando no hay la posibilidad de un cuarto propio lo que queda es escribir donde se pueda, en un estado nómade que suponga robarle horas al trabajo y a la vida misma para hacerlo. Proseguimos con Jimena González y su poema «Las otras» en el que rastreamos las contranarrativas que imagina y nos ofrece para confrontar y reescribir las narrativas violentas en su genealogía. A excepción del texto de Anzaldúa (escrito en 1980), todas las lecturas del curso son literatura del siglo XXI. Para el ensayo final del semestre les dejo leer El invencible verano de Liliana de Cristina Rivera Garza, en espera de ver cómo interpretan la producción de presente de esta obra literaria.

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A estas alturas del texto les propongo un ejercicio especulativo. Imaginemos que una institución cultural pública organiza un foro acerca del compromiso político en la literatura. A esta conversación invita a dos escritores y dos escritoras. El día del coloquio una de las escritoras avisa que no puede asistir porque uno de sus hijos está enfermo y no tiene con quién dejarlo. Uno de los escritores enferma y tampoco llega a la charla. Al final, quedan sólo dos participantes y cuando empiezan a dialogar se revelan sus posiciones antagónicas.

Como si de un cliché se tratara El Escritor Erudito despliega su postura: «a mayor contenido político en una obra, menos literatura la habitará». Habla del compromiso político en la literatura como una impostura temática que lleva a los pobres escritores –en masculino siempre porque en todas sus intervenciones sólo cita y habla de escritores– a incluir temáticas políticas en su escritura impelidos por la presión del contexto y, por ende, el resultado son obras forzadas, malogradas. Si hay un lugar para la política en la literatura es sólo desde el activismo del autor, señala. Jamás conceptualiza lo político en la literatura desde el aspecto estético formal.

Por su parte, la escritora aguafiestas –siguiendo la noción de la feminista aguafiestas de Sara Ahmed– no puede ni quiere evitar hacer explícito el disenso. Así que después de exponer cómo, frente al creciente número de feminicidios en su país, algunas escritoras han configurado –a través de poéticas políticas del lenguaje– operaciones reconstitutivas en su escritura para reivindicar y para hacer reverberar los cuerpos violentados y ausentes que atraviesan su propia materialidad y sus escrituras, la escritora aguafiestas cierra su participación diciendo: «¿qué pasaría si por cada mujer asesinada o desaparecida escribiéramos un poema que trajera de vuelta, que convocara, aunque fuera sólo un poco, de manera alegórica o metonímica, su cuerpo, su historia, su presencia, a nuestro aquí y ahora, a este presente? ¿Cómo cambiaría el panorama de nuestra literatura entonces? Estoy cierta que habría mucha inconformidad. Mucha incomodidad también. Que, a los guardianes del canon y la pureza de la literatura, que a quienes creen que el arte debe defenderse a ultranza de ser permeado por asuntos éticos y políticos, no les gustaría en absoluto esta idea».

Mientras la escritora aguafiestas discurre, El Escritor Erudito revisa su teléfono, apunta cosas en un papel, casi podría creerse que está escuchando y se prepara para abrir la posibilidad del diálogo, que contestará algo. Pero cuando toca el turno al Escritor Erudito, éste elude olímpicamente la posibilidad de la problematización. Vuelve a hablar sobre sí mismo y cumple con su rol de sordera cuyo mensaje a la escritora aguafiestas es: «lo que dices no es audible, no está sujeto a interlocución».

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Estoy en una cafetería en la colonia Narvarte viendo cómo pasan los aviones sobre mí. Tú estás bajo un árbol, frente a un río, a miles de kilómetros de distancia. Te digo al teléfono que estoy escribiendo un ensayo que me hace cuestionarme cómo lo político participa y hace posible mi escritura, mientras tú me cuentas tus dudas acerca de qué vas a hacer en el presente y desde fuera del país con tu escritura. Hablamos cerca de una hora sobre todo lo que significa escribir en el presente. Al final te reitero que no creo en el compromiso político con mayúsculas, que me parece una noción demasiado patriarcal y siglo XX. Te digo que creo en los pequeños pactos que hacemos con nuestros cuerpos y nuestras escrituras para continuar respirando: en esa micropolítica del discurso y la acción que es hacer literatura de lo que te atraviesa, de lo que te interpela, de lo que como a Turati te habita y reside en ti. Te digo que creo en procesos de politización de la escritura que no necesariamente tienen que ver con lo temático, sino con la forma, con las preguntas éticas que están detrás de las decisiones escriturales que tomamos. Te digo que creo en procesos de politización de la escritura que parten de la urgencia por sobrevivir con la que escribimos las mujeres del siglo XXI.

1. Término acuñado por Rita Segato para referirse al poder y economía paralelas del crimen organizado, quien tiene potestad y acción directa para controlar y quebrantar las vidas.

2. Segato se refiere así a las nuevas formas de la guerra con un alto grado de informalidad e inestabilidad, que generan un terror difuso que ya no proviene del enfrentamiento entre Estados, sino de agentes del Estado encargados de la seguridad pública y entidades paraestatales vinculadas a las mafias y al crimen organizado.