1. Mito de origen
Hay una pregunta que los escritores, en entrevistas, conversaciones informales, deben responder tarde o temprano: «¿cómo descubriste tu vocación?». Las respuestas, a veces pensadas concienzudamente, otras dichas al vuelo, pueden revelar un pasado mítico, en el que circunstancias adversas o favorables desembocan en el noble acto de la escritura. Hay quienes aseguran haber descubierto su vocación por casualidad, y luego relatan cómo un día llegaron a una biblioteca persiguiendo una pelota de basquetbol, por decir algo. Hay otros que dicen que fue obra de un temperamento obstinado o caprichoso. E incluso hay quienes aseguran haberla aceptado como se acepta un don divino. Sergio Pitol (Puebla, 1933 – Xalapa, 2018), en esta arbitraria, ociosa tipología, correspondería al universo de los escritores con un mito de origen, llamémosle, fatalista: aquellos que aseguran que, en caso de no haber descubierto la literatura, hubieran, sencillamente, muerto: «Estoy seguro de que, si no hubiera leído a Verne, yo me hubiera consumido».
Dice Pitol: «Tuve una infancia muy dura: mis padres habían muerto cuando yo tenía 6 años; mi padre murió de meningitis y mi madre ahogada. También murió una hermanita a las dos semanas de la muerte de mi madre. Mi salud fue endeble. Contraje la malaria, una malaria persistente y consultiva, de la cual mucha gente no se libra, y yo creo que la lectura me salvó la vida». Sergio Pitol, que vivía en un insalubre ingenio azucarero de Veracruz llamado Potrero —«un nombre tan distante a la elegancia»—, recibió, de manos de sus tías, Dos años de vacaciones, de Verne, y El llamado de la selva, de Jack London. Dice que, con el paso del tiempo, Verne lo haría viajar al centro de la tierra y distraerse de las conversaciones de los adultos que lo rodeaban, conversaciones sobre lo que ocurría en Potrero y que a él le parecían obscenas, grises y terribles: «que se habían robado a la hija de no sé quién, y yo pensaba, “qué vida tan siniestra cuando el mundo permite aventuras audaces”».
Es curioso. Podemos hacer a un lado si la literatura es, para algunos, un destino tan inevitable como la muerte. Lo que todos los escritores pueden elegir, en cambio, es el relato —el mito— que contarán el día que, consagrados o en ciernes, alguien les pregunte, «¿cómo descubriste tu vocación?». ¿Por qué Pitol habrá elegido, alguna vez, a sus tías y a Verne en vez de a su abuela, Catalina Deméneghi?
2. Las fuerzas secretas de la razón
Sergio Pitol llegó a Barcelona una calurosa madrugada de junio de 1969. Desconocía la ciudad, pensaba trabajar en una traducción por dos semanas, entregársela a su editor, y luego seguir su camino a Polonia, primero, y a Inglaterra, después. Le dijo al taxista que lo llevara a un hotel barato, bien ubicado, un hotel, dijo, donde pudiera concentrarse en la traducción de Cosmos de Gombrovicz… o en sus diarios… o en su novela, pero lo dijo sonriente, como si el taxista fuera, ya no vamos a decir su amigo, su cómplice. Uno que lo había estado esperando, sólo a él, afuera de la estación de tren aquella medianoche de junio, inusualmente calurosa, a la que Pitol salió limpiándose el sudor de las manos en los pantalones. El taxista, claro, no aceptó la propuesta de conversación oblicua; más importante aún, no dijo qué razonamientos lo llevaron a elegir ese hotelucho en la calle de Ecudillers donde dejó al mexicano con sus velices cargados de libros y cuadernos de trabajo.
Tenía acostumbrado Pitol, por entonces, trazar en su diario proyectos que reflejaban su interés por la escritura, y en él también anotó que Barcelona le parecía «ruidosa, ensordecedora y delirante en su hiperactividad»; por la ventana, por la puerta, se filtraban «todos los ruidos del barrio». Cómo podía suponer ese hombre de treinta y seis años que alguien —una voz autorizada en la materia— llegaría a decir que su Diario de Escudillers, a la postre publicado, no tendría nada que pedirle a otros libros de los bajos fondos barceloneses —como Diario de un Ladrón— y cómo iba a imaginar Sergio Pitol que Juegos florales, la novela que congelaba su instinto y atrofiaba su inspiración lingüística, haciéndolo sentir que estaba pagando un grave pecado que desconocía, sólo llegaría a ser terminada una década después.
Menos mal que tenía, vamos a decirlo así, un as de escritura bajo la manga. En su diario solía registrar un «tumulto de cápsulas temáticas» que pudieran convertirse en tramas. Y algunas de ellas, gracias a las fuerzas secretas de la razón, comenzaron a trenzarse. Quién sabe si las relecturas de Thomas Mann lo habían influido de algún modo; lo había influido, sin duda, un viaje que había hecho a Montenegro el año anterior después de un terremoto. Ciertas imágenes que vio lo hicieron imaginar el cuento de un malogrado escritor mexicano que moría en uno de sus constantes viajes. Poco después, cuando vio Rashomon de Kurosawa, se potenció una idea que estaría presente en sus novelas porvenir: «la difícil, o imposible, consecución de la verdad».
Allí estaba Kurosawa. Allí estaba La montaña mágica. Allí estaban ciertas imágenes de Montenegro después de un terremoto. Sólo un escritor sabe, o puede llegar a saber, el cúmulo de azares, imprevistos, circunstancias que deben ocurrir para que de repente llegue a su cabeza la idea de algo que pueda convertirse, algún día, con suerte, en una novela: «A veces, esa primera incitación aflora y turba por un instante o durante varios días al eventual autor […]. Nadie puede prever el tiempo que tardará en madurar el estímulo inicial».
Allí estaba Barcelona donde se respiraba, cómo decirlo, «cierto reflujo del pasado anarco-libertario», y allí estaba, por último, Sergio Pitol, desempolvando una idea de novela y sintiéndose, en sus palabras, «el buen salvaje y el mal salvaje al mismo tiempo». Los tugurios que divisaba desde la ventana solían tentarlo y muchas noches cedió a la tentación; otras, se quedó en el hotelucho de Escudillers para «darle un llegue» a su novela. Lo escrito, cuando era indulgente consigo mismo, le parecía «una vacilada»; cuando no, «una estupidez mayúscula». El 27 de julio se le ocurrió que la «vacilada» o «estupidez mayúscula» podía ser titulada con un verso de Hamlet que, ese día, no pudo recordar cabalmente: «La música de una flauta» o algo así.
El verano catalán duraba entonces, según Enrique Vila-Matas, una eternidad.
3. La primera muerte de Sergio Pitol
Sergio Pitol vivió muchas anécdotas en Barcelona, aquella ciudad a la que había llegado por una corta temporada, y en la que quedó atrapado por dos años y medio debido, en primer lugar, a la falta de recursos para seguir con su viaje y, en segundo, por las amistades de Beatriz de Moura y Carlos Barral, quienes lo invitaron a colaborar en sus respectivas editoriales, como director de una colección —Los Heterodoxos— en Tusquets, y como parte del consejo de lectura, en Seix Barral. En ese tiempo también tradujo libros de Lowry, James, Vittorini y Gombrovicz, entre otros: «Creo que el secreto del traductor es encontrar la respiración del autor al cual se traduce. Sin eso, aunque se conozcan las dos lenguas, se hará una traducción en un lenguaje muerto».
Pero de las anécdotas, o por lo menos de las registradas en sus diarios, mis favoritas son dos de naturaleza íntima. La primera: el 11 de septiembre de 1969, justo el día que logró dejar el hotelucho de Escudillers para instalarse en un departamento más cómodo, alguien —Francisco Zendejas— publicó en un periódico mexicano que Pitol había muerto. Amigos y familiares se echaron al suelo para llorar de rodillas la muerte de ese joven talentoso, que sólo había publicado dos libros de cuentos y una autobiografía, y que, en vez de seguir con su trayectoria literaria, se había empecinado en viajar de forma compulsiva. Luego, cuando habían llorado lo suficiente, se les ocurrió que la noticia podía ser falsa y lo buscaron para comprobarla.
A Pitol, para quien los barrios bajos barceloneses habían sido un dulce infierno, le tomó prolongados minutos constatar que estaba vivo, algunos días liberarse de la incómoda y temible posibilidad de que la nota periodística contuviera algún vaticinio, y semanas decidir, en el simbólico caso de que una parte de sí mismo hubiera muerto, cuál de todas podría haber sido. No fue Pitol quien llegó a despejar la duda para la posteridad. Fue Max Aub, que en ese tiempo realizó un viaje a España después de 30 años de exilio y que, luego de comer con Pitol, escribió que le había parecido más ancho, más alto, más entero y más seguro que antes: los viajes, lejos de matarlo, le habían sentado bien.
Quién sabe de dónde sacó Zendejas la noticia de la muerte de Pitol. El hecho, para bien o para mal, es que el escritor mexicano estaba vivo: había muerto, tal vez, el joven inseguro, incapaz de escribir una novela, solamente, pero el mismo Pitol no había terminado de enterarse.
4. Parezco Lezama
Dice Pitol que en Barcelona experimentó —o por lo menos se acercó— el estado de libertad: «Bajo un régimen autoritario por antonomasia, el de Franco, no permití que mi libertad interior se alterara». A la postre, llegaría a considerar que, de no haber vivido en esa ciudad bulliciosa y sustanciosa en los debates, no hubiera sido escritor; a finales de 1969, seguía manteniendo su propia literatura como algo secreto.
Hoy sabemos que Pitol, un defensor de las tramas, de las formas clásicas de la narrativa, llegó a sentirse intimidado por la «tiranía» de la revista francesa Tel Quel, que le parecía terrible, y los experimentalismos. Temía estar escribiendo una novela del siglo xix: «Si decías que te gustaban Dickens o Galdós, pensaban que eras un papanatas, un aldeano o un provocador». Tal vez por eso descarriló la escritura de esa novela que iba a titular con un verso de Hamlet y se entregó, inútilmente, a los experimentalismos que deleznaba.
De joven, a los 24 años, había hecho un pequeño viaje al entonces inaccesible pueblo de Tepoztlán, donde escribió su primer cuento en una casa donde no había luz eléctrica ni distracciones. Desde entonces había adquirido el hábito de no escribir en el lugar donde vivía, sobre todo si se trataba de una gran ciudad. Le pidió a Beatriz de Moura y a su esposo, el arquitecto Óscar Tusquets, que le prestaran una casa en Cadaqués donde se retiró para concentrarse en su escritura. Había planeado una novela —o más bien «texto», porque no tendría trama aparente— sobre Barcelona: tenía esa idea en la cabeza y no pensaba en nada más: un hombre perseguido que siente que Barcelona y su arquitectura son un gran vientre materno: «algo muy de carne que lo acoge y a la vez lo tritura».
Sabemos que, hacia finales de 1969 e inicios los setenta, Sergio Pitol sentía que por fin estaba saliendo de esa crisis total que incluso lo llevó a comer compulsivamente: «Parezco Lezama», le escribió, en una carta, a su amiga Myriam Acevedo. Las cosas iban mejor. Se sentía entusiasmado por aquel proyecto experimental del que no quedó ningún registro, salvo, tal vez, la vaga idea del vientre que acoge y tritura: la autodestrucción como una de las posibilidades creativas. De Barcelona, ni sus luces.
O, y me disculpo por el psicoanálisis ramplón: ¿Barcelona, en aquel proyecto, representaba la madre que acoge e impide la creación? Pitol pensaba que tenía una idea de escritura cuando lo que tenía, en realidad, era una vaga teoría de aquello que le estaba impidiendo escribir su novela.
5. Mitos de orígenes
Es común, o por lo menos puede pasar, que los autores adopten, cambien, reformulen sus mitos de origen, amparados en la ductilidad de la memoria, o amparados en que uno puede convertirse en escritor por diferentes motivos y hablar de sólo uno a la vez, o incluso amparados en que uno está en su derecho de decir lo que le venga en gana respecto a sus orígenes.
En una búsqueda no exhaustiva de mitos de origen de Sergio Pitol hallé otros, similares al anterior, con ligeras variaciones. Por ejemplo, en una entrevista, a propósito de El tañido de una flauta, dijo: «De vez en cuando había funciones de cine [en el Potrero], que eran grandes acontecimientos: ir allí, en aquella época que había una gran cantidad de películas que podían ser vistas por adultos, pero eran también el deleite de los niños […], me provocaba una gran felicidad. El cine de los treinta y de los cuarenta, los años de mi niñez y juventud, fue definitivo para que me convirtiera en escritor».
En un texto sobre los misterios de la creación artística, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos en 1995, escribió un mito más: «la definición de mi destino, mi ser hacia y para la literatura, se lo debo a la Facultad de Derecho [de la UNAM], y concretamente a un maestro, don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría del Estado». El maestro, según Pitol, lo alentó a leer a Góngora, a Balzac, a Sófocles y a Dostoievski, y lo alentó, de igual modo, a aprender distintas lenguas, viajar y, sobre todo, vivir: «Disfrutaba de los relatos que le hacíamos, inventándole algunos detalles, exagerando otros, de nuestros recorridos nocturnos por un circuito de antros de los que parecía un milagro salir ilesos».
Poco tiempo después, en un viaje a Venezuela, el joven Pitol se entregaría a la escritura de sus primeros poemas de amor que pensó publicar tan pronto como regresara a México: «Mi ángel de la guardia me protegió y me salvó para la literatura. Perdí los poemas y, cuando volví a leerlos, treinta años más tarde, quedé petrificado; decir que eran deleznables sería elogiarlos. De haberlos publicado, lo más probable es que mi trato con las letras se hubiera resentido de manera mortal».
Con esas ideas, el escritor mexicano iba a complicar la naturaleza metamorfoseable de los mitos de origen —por lo menos del suyo— para siempre: no basta con que ciertos accidentes biográficos —felices o infelices— nos inclinen a la lectura, las narrativas audiovisuales y ni siquiera a la escritura. Hace falta, también, una epifanía de naturaleza interna, aún más accidental: el contacto con la intuición. En Barcelona, muchos años más tarde, comprendería que su compromiso con la escritura iba a ser posible sólo en la medida en que aceptara «que el instinto debía imponerse sobre cualquier otra mediación. Era el instinto quien determinaría la forma». ¿Qué le impedía acercarse a su instinto?
Vamos a creer en todos los motivos que propiciaron que Pitol se convirtiera en escritor, o, con mayor precisión, en la clase de escritor en que se convirtió para nuestro deleite: sobrevive a la delicadeza infantil gracias a que sus tías le regalan un libro de Verne; rudimentarias carpas se levantan en Potrero para proyectar El libro de la selva; un abogado le da clases de Teoría del Estado por medio de Dostoievski; pierde sus más que deleznables poemas de amor; viaja a Montenegro después de un terremoto; un taxista lo lleva a un hotelucho que estimula sus sentidos. Es como ver seis monedas girando en el aire, esperando que todas caigan en la misma cara. Es, prácticamente, un milagro, pero, por algún motivo, si detenemos el tiempo, a estas alturas de la vida de Pitol, el milagro sigue sin consumarse. Hace falta algo. ¿Qué?
6. Catalina
La otra anécdota barcelonesa, de naturaleza íntima, que me conmueve, ocurrió en 1971, cuando la estancia de Sergio Pitol en España estaba por concluir. Iba a poner el punto final a esa novela que titularía con un verso de Hamlet, había conseguido domesticar su insaciable sed de promesas de amor —el amor entonces no lo halló, acaso ni siquiera lo buscaba— y se alejó del tabaco y del alcohol en la medida de lo posible. Todas las mañanas desayunaba en el mismo café, donde, por entonces, comenzaba a leerse en los periódicos el lenguaje amenazante del gobierno de Carrero Blanco y luego regresaba a su departamento donde exorcizaba aquel lenguaje periodístico con su propia escritura.
Algo lo hacía intuir que era el momento de poner un punto final, también, a sus años catalanes, pero la intuición que lo obsesionaba era más abstracta, acaso una idea que apenas se dibujaba de manera oblicua en sus reflexiones literarias: que uno no busca la forma en la escritura, «sino que se abre a ella, la espera, la acepta, la combate». La forma, esa emisaria de la realidad, debía vencer el combate final; de otra forma, los textos estarían podridos. Confundido por sus propias ideas, Pitol decidió hacer a un lado la novela que titularía con un verso de Hamlet y retomó Juegos florales; volvió a quedarse paralizado. Encajonó, de nuevo, Juegos florales.
El 23 de abril de 1971 recibió la noticia de que su abuela, Catalina Deméneghi, estaba grave de salud. Habló con ella por teléfono y percibió en la voz de la nona deterioro y debilidad. Colgó el teléfono, lloró, vomitó y concluyó que el haberse entregado a una vida de viajero era lo mejor que pudo haber hecho por su nona, quien en su momento deseó que él fuera un próspero abogado y no un intento de escritor peleado con sus abstractas ideas sobre la forma: «Le he causado menos problemas y dolores viviendo lejos que si estuviera en México», concluyó.
El 3 junio se enteró de que doña Catalina, la mujer que lo adoptó cuando murieron sus padres y a quien profesó una admiración sagrada; la mujer que un día de Reyes le regaló veinte libros de «El tesoro de la juventud» y le dijo que tenía que leer uno de ellos; la mujer cuyas anécdotas lo hacían reír hasta revolcarse, cuyos relatos se le clavaron en alguna parte donde se quedaron incrustados hasta inspirarar sus primeros cuentos; la mujer que había visto por última vez mientras ella trataba de leer Ana Karenina, casi ciega, con una lupa, haciendo un esfuerzo por desentrañar el fatal destino de la heroína de la Rusia del xix; esa mujer, pues, había muerto.
El 24 de junio, en Cadaqués, mientras leía Las olas de Woolf, Sergio Pitol terminó su primera novela. «¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta», ese era el verso de Hamlet. La tituló: El tañido de una flauta.
Sólo en una entrevista que concedió a los 71 años dijo, escuetamente, «estoy seguro de que, si no hubiera tenido una abuela como ella, que contaba tantas historias que adornaba novelísticamente, y junto al ejercicio de la lectura en el que ella me inició, no sería escritor».