POR TANIA PLEITEZ VELA

Si bien nuestro trabajo, como profesorxs y críticxs de las literaturas latinoamericanas, es estudiar múltiples representaciones, desde diversas estéticas y géneros, recursos retóricos e imaginerías que aparecen en narrativas plurales, creo que es importante no olvidar el sustrato, el sedimento, que las contiene y, sobre todo, recordar que las rupturas estéticas no están suspendidas, sin asidero, inconexas, en un mar de expresiones artísticas. Se trata también de considerar que unas vidas, sean imaginadas o no, existen en un orden social que ha colocado al capital en la centralidad de la vida, un orden a menudo caracterizado por la miseria, la injusticia, las jerarquías y la explotación.

Judith Butler nos interroga sobre qué es aquello que hace que algunas vidas sean vivibles en su precariedad mientras que otras no lo son; por qué algunas vidas valen más que otras, qué es lo que cuenta en dicha valoración. Como afirman Jordi Solé Blanch y Asun Pié Balaguer en su introducción al libro Políticas del sufrimiento y la vulnerabilidad (2018), a pesar de que «la vida se enfrenta a su propia negación», históricamente también han emergido formas de resistencia no solo para hacer la vida posible sino también deseable, para apropiarse de «una narratividad del dolor» que articule un nuevo discurso o una nueva «gramática política», y que hable desde la vida sin negar el sufrimiento, convirtiéndolo, más bien, en «la palanca de una fuerza colectiva» que abra espacios para estimular «experiencias de politización del malestar social».

El foco, pues, reside en estudiar las formas en que elaboramos nuestras pesquisas literarias para identificar en los textos, sean literarios, visuales, artísticos, etc., algo que va más allá del entramado de violencia con que se suele asociar a América Latina. Me refiero al vínculo, a la posibilidad que se gesta al lado de la violencia. En lugar de mostrar únicamente un apocalipsis sin salida, más bien me interesa que juntxs pongamos la atención en aquello que hace la vida deseable, sobre todo para aquellas personas que han sido colocadas «fuera de la norma».

De aquí emerge mi apego a resituar una idea de Centroamérica, y El Salvador en particular, desde sus expresiones artísticas y culturales para evidenciar lo que he llamado «repertorios de gestión de vida». Ante la óptica fatalista que se fabrica en torno al Istmo, me he visto interpelada a evidenciar las grietas por donde se gestiona la vida para hacerla factible. El gran reto es conformar una caja de herramientas de análisis que nos permita evidenciar los matices, los vértices, las pequeñas esquinas, donde tienen lugar ejercicios de vitalismo crítico y creativo que afrontan la vulneración de derechos humanos desde la posibilidad, esa palabra que a propósito he repetido, y repetiré, en varias ocasiones en este texto. Con esta palabra resonando se cuestiona una noción de «fin de mundo» no situado, es decir, un fin de mundo filtrado por el cedazo colonialista que se presenta como espectacularización de la violencia. Me interesan las narraciones distópicas o las ficciones apocalípticas desde una lectura que considere las raíces históricas y estructurales de América Latina, así como la colonialidad que permea a nuestros territorios y a sus relaciones, desde las cotidianas hasta las globales. Entonces, ¿a cuáles «gramáticas políticas» han recurrido las autoras de El Salvador, en los últimos años, para reformular «narrativas del dolor» y, así, brindarle centralidad a las formas que adquiere la gestión vital? Mi planteamiento no quiere subrayar las ya conocidas concepciones de fe o mito. Tampoco una utopía privilegiada o privilegiante o «ingenua». Porque estas propuestas artísticas surgen de un conocimiento profundo del dolor, la rabia, la herida, la historia. Por eso, más bien me apoyo en lo concreto, en esos pequeños encuentros, aunque sean efímeros, que hacen que, incluso en circunstancias desalentadoras, se geste la posibilidad.

En el libro de cuentos Olvida uno (2006), de Claudia Hernández (1975), aparecen una serie de migrantes en Nueva York que conversan, se reconocen, se miran, se acompañan, aunque sea solo un instante. Los espacios de cada cuento están habitados por un tipo de vínculo que se identifica mediante el contacto, la conversación, sea casual o premeditada, lo que permite afrontar la frivolidad y el utilitarismo. En sus tres últimos libros, Roza tumba quema (2017), El verbo J (2018) y Tomar tu mano (2021), que fueron «cocidos a fuego lento» a partir de testimonios recolectados por la autora a lo largo de aproximadamente 25 a 30 años, se evidencia una comunidad de mujeres que profesan afectos. El primer libro trata sobre las mujeres de una familia rural, de diversas generaciones, cuyas vidas fueron afectadas por la guerra civil salvadoreña, iniciada a finales de los años setenta y finalizada en 1992. El verbo J aborda la migración de Jasmine y las violencias que se precipitan sobre su cuerpo y subjetividad sexodisidente. Tomar tu mano se refiere a historias de mujeres sobrevivientes de la violencia infringida por sus maridos paramilitares −o sea, integrantes de los llamados escuadrones de la muerte durante la guerra civil−, vulneraciones que tienen lugar en el espacio del hogar y en un contexto nacional de violencia política y social.

En una entrevista que le hicimos Elena Ritondale y yo, la narradora salvadoreña nos explicó que ella no escribe sobre la violencia, sino sobre «lo que florece al lado de la violencia, que a veces es tan chiquito, pero aun así tiene una fuerza para sobrevivir en medio de esa locura». Durante la presentación de Tomar tu mano también enfatizó que es «muy fácil distraerse por el ruido de la violencia y la guerra. Pero si abres los ojos y agudizas el oído, te das cuenta de que están sucediendo muchísimas cosas alrededor, sea sobrevivir, sea florecer. […] Eso es lo que como sociedad civil nos mantuvo vivos». Los tres libros tienen un común denominador: son corales y, como rasgo destacado, las diferentes voces narrativas se trasponen entre sí o se complementan, retratando un entramado de subjetividades: lo que no dijo una, lo completa la otra, en una cadena colectiva que transfiere la palabra: memoria colectiva. Es así como Hernández rompe con el relato habitual del conflicto armado para destacar la amistad, el acompañamiento, incluso en las circunstancias más desalentadoras. En los entresijos de la narración fragmentada, que en realidad es un relato in continuum, emerge la resistencia y, juntas, iluminan el tejido de cuidados, los vínculos persistentes. Actos cotidianos que fracturan y desbordan los marcos de las violencias, que crean torsiones, brechas, y resignifican lo pequeño, lo más profundo.

Por otra parte, incluso cuando se plantea la destrucción: ¿no podría leerse esta como una alegoría del deseo por un nuevo comienzo permeado por un conocimiento acumulado que reinicia el ciclo? Quizá la destrucción, el fuego, pueda representar la renovación, donde se gesta una vida alternativa, tal y como se observa en «Yo cocodrilo» (2008) de Jacinta Escudos (1961). En el cuento, una niña se rebela contra la tradición de la mutilación genital femenina, y se metamorfosea en cocodrilo y, junto a sus amigos-cocodrilos, destruye una aldea que ejerce este violento ritual patriarcal. El relato termina con la niña concretando su sueño de ser dueña de su cuerpo, convertida, ahora de manera permanente, en cocodrilo, y acompañada de su nueva comunidad de reptiles semiacuáticos.

Elena Salamanca (1982), historiadora y escritora, vincula literatura, performance, memoria y política en el espacio público. En ensayos como «El derecho a la felicidad: 30 años huérfana» (2021), «La herida en la historia: apuntes para historizar el dolor propio» (2016) y «País de huérfanos» (2016), relaciona la memoria histórica con su espacio íntimo, específicamente, el asesinato de su padre, hecho que ocurrió en los años de la guerra. Por lo general, el gesto autorial de Salamanca corre paralelo a gestos de cuidado y comunitarios, como cuando durante la pandemia de COVID-19 compartió en acceso abierto su Muerda con voracidad, Diario de un recetario para cuarentena (2020). Leamos sus motivos: «En esta cuarentena, decidí hacer un recetario porque no tengo talento para cocinar y es algo que ahora debo hacer por mí diariamente, los tres tiempos. Es tiempo de autocuido. Cocinar, además, me acerca a la memoria de mi abuela y de las demás mujeres que han estado sometidas a la división social y de género del trabajo. Gracias a sus sacrificios, y a veces a su olvido, yo puedo ahora dedicarme a escribir y pensar. En palabras de Virginia Woolf, esas mujeres que han cuidado a otras y a los hijos de otras han permitido que la hermana de Shakespeare pueda nacer». En el Diario, además de compartir recetas, relata aspectos sobre la enfermedad de Lyme, que ella padece, «una de las enfermedades más caras, ignoradas y difíciles de diagnosticar». De esta manera, hace visible lo que la mirada capacitista suele ignorar, al mismo tiempo que urde la trama del cuidado alimenticio, corporal y afectivo.

Por otro lado, Salamanca, en su Letanías para Mélida Anaya Montes (2018), se refiere a quien fuera maestra, sindicalista y una de las fundadoras del grupo guerrillero salvadoreño, Fuerzas Populares de Liberación: la Comandante Ana María. El 6 de abril de 1983, en Managua, la sindicalista, de 53 años de edad, fue asesinada mientras dormía; recibió 96 puñaladas con un picahielo y, además, un balazo. Al principio se dijo que había sido la CIA, pero ocho meses después se publicó un comunicado oficial que señalaba al líder guerrillero Cayetano Carpio, el Comandante Marcial, como autor intelectual. Para entonces, Carpio ya se había suicidado, en fecha 12 de abril. Sin embargo, ciertos aspectos del crimen todavía no se han esclarecido.

El 20 de abril de 2018, a 35 años del primer comunicado del asesinato, Elena Salamanca y el poeta Herberth Cea (1987) leyeron las letanías que la historiadora escribió y lo hicieron frente al monumento de Mélida Anaya Montes para «romper el discurso maternal y martirial con el que la ha narrado la izquierda». Las letanías derivan de las frases y palabras que aparecieron en los comunicados oficiales de izquierda, en el periódico sandinista Barricada, que, mediante capas discursivas, contribuyeron a confeccionar esa imagen de la Comandante Ana María. En las letanías se utilizaron los adjetivos y las formas retóricas del relato patriarcal, cristiano y oficial, y esto se entremezcla con escritos históricos de Anaya Montes sobre la reforma educativa salvadoreña de 1967. Fue así como Salamanca, acompañada de Cea, quiso cuestionar el discurso romántico en torno a la figura de la maestra, los epítetos de santa que pulverizan el legado intelectual de Anaya Montes. Además, las letanías se intercalan con un «ruega por nosotros» para confrontar al discurso cristiano del martirio que fue utilizado por las organizaciones políticas, uno que contribuye a invisibilizar la violencia interna de la guerrilla. Emerge un nuevo significado del ritual católico, como ya ha señalado Silvia Gianni, porque el «ruega por nosotros» se usa para protestar por la impunidad del crimen, para resituar el lugar que las mujeres ocupan en la historia y para cuestionar el relato histórico-patriarcal que ha convertido a la sindicalista en una heroína materno-martirial, sin una resolución ni reparación contundente del crimen, y sin reconocer su legado intelectual e histórico-político. Cada letanía es una representación alegórica de cada picahielazo, o sea, una letanía por puñalada, revelando así la saña con que fue asesinada. El hecho se perfila como un feminicidio político, en palabras de Salamanca, añadiendo que un «relato sacralizado de las mujeres las anula de su identidad política y es injusto en perfiles tan cruciales para la historia reciente como el caso de Mélida»; así que «decidimos revertir el lenguaje para deconstruir ese relato de impunidad y evidenciar el uso político de la biografía». Frente al monumento, diversas personas y transeúntes acompañaron la lectura con el «ruega por nosotros», encarnando un acto comunitario de cuestionamiento y reparación, un «rezo» colectivo –como lo definió Gianni– que, mediante una subversión del lenguaje y el rito, le devolvía a Mélida Anaya Montes su trayectoria social, política e intelectual.

En el cuento «Huelga de barberos», escrito por Michelle Recinos (1997) e incluido en su libro Sustancia de hígado (2023), aparece un narrador que, mediante un diario de 60 días, relata la instauración y las dinámicas del estado de excepción vigente en El Salvador desde el 27 de marzo de 2022. La voz narradora habla en primera persona y corresponde a un hombre que trabaja en un taller mecánico automotriz. Al principio todo le parece bien, pero, poco a poco, va adquiriendo conciencia de lo grave de la situación, cuando empiezan a encarcelar a sus vecinos y los soldados se van apoderando de las calles, al mismo tiempo que los medios de comunicación oficiales celebran el estado de excepción. Lo interesante del relato es que, debajo de lo obvio, emerge el susurro, palpita el murmullo de la conciencia colectiva. Los vecinos comentan, los clientes del comedor intercambian impresiones, aunque de manera discreta. En un momento, se hace referencia a una manifestación: «Era un video corto que mostraba una protesta en nombre de Pedrito Lena. “Cabrita somos todos”, decía en una de las pancartas que alcancé a ver en la pantalla quebrada del Motorola de mi compañero». Así, vislumbramos algo que se está gestando, algo que por ahora no termina de salir a la superficie, «por su bien», como le dice el soldado-barbero, bajito, a uno de los jóvenes al que le rapa el cabello. Los gestos de protesta están ahí, no como protagonistas de la narración, pero se escucha su rumor, su posibilidad.

En los últimos años, las protestas sociales en El Salvador se han canalizado por medio de marchas masivas que han denunciado los feminicidios, la ley bitcoin, el creciente número de desaparecidos, la criminalización y estigmatización de jóvenes, la exclusión de algunos grupos sociales, la pobreza, la privatización del agua, la deslegitimación que el presidente ha hecho de los Acuerdos de Paz y ciertas prácticas autoritarias del gobierno, entre otras cosas. Las colectivas feministas y lesbofeministas son algunas de las que más han cuestionado al actual gobierno, no solo en las calles mediante marchas, sino también en columnas y artículos de opinión publicados en los medios virtuales La Brújula y GatoEncerrado o en la revista Alharaca. De ahí que la mención a las protestas en el cuento de Recinos sea un recordatorio de que el avance de la represión y la militarización no está siendo recibido de manera completamente pasiva por la población salvadoreña.

La novela gráfica de ciencia ficción botánica, La comunidad del compost (2024), de la artista Gabriela Novoa (1991), me sirve para retomar el discurso que elaboré al principio, sobre la posibilidad, la gestión del sufrimiento, individual y colectivo, para hacer la vida deseable. En palabras de la artista, su obra habla de «cuerpos que se regeneran, transforman y resisten frente a las guerras, los genocidios y las múltiples violencias que viven en sus territorios desde la poética del compostaje: residuos que construyen abono, que fertilizan y regeneran la tierra». Asimismo, «busca crear una alianza con la naturaleza y el pasado para construir mejores futuros, surgiendo así las hibridaciones (los y las hijas del compost: mitad humano y mitad orquídea), cuerpos con la capacidad ecológica para transformar su territorio». Durante su proceso de investigación, Novoa se encontró con las Orchis Militaris, llamadas así porque uno de sus sépalos parece casco de soldado. «Me obsesioné con este tipo de orquídeas y me pareció tan fuerte que incluso en mis sueños y utopías estaban invadiendo… por eso construí esta novela gráfica que luego animé con el celular para al menos sacarlos de mi cabeza lo más pronto posible». La artista, precisamente, dio a conocer su texto el 7 de mayo de 2024, justo el día en que se cumplieron 200 años de la creación de las fuerzas armadas en El Salvador, porque, decía Novoa, «sueño con que exista un repelente que acabe con la militarización y podamos vivir sin miedo». Además, sostenía que la obra había surgido del diálogo con sus estudiantes, porque todas compartían la misma inquietud. De ahí que en la novela se diga lo siguiente:

En 2021, el gobierno anunció la creación de la primera Bitcoin City del mundo para atraer inversionistas, la cual hasta ahora no se ha construido. Dijo, además, que se explotaría la energía derivada del volcán Conchagua para llevar a cabo la minería bitcoin; esta criptomoneda es de curso legal en El Salvador desde hace tres años. Así, la propuesta de Novoa aborda el pasado y el presente histórico de El Salvador al mismo que tiempo que los enlaza en un diálogo sobre las relaciones de lo humano y lo no-humano. Por ejemplo, en las imágenes a continuación1, se hacen alusiones al dictador Maximiliano Hernández Martínez y a la matanza de 1932, en la que fueron exterminados miles de campesinos indígenas. Mediante la inclusión de un periódico, una fotografía y un sello postal intervenidos, el tirano y los soldados aparecen caracterizados como Orchis Militaris. También se menciona el actual estado de excepción, en vigor desde marzo de 2022. Frente a la opresión y el autoritarismo de ayer y hoy, se relata la resistencia de la comunidad del compost, cuya protesta también tiene una genealogía: de la «desobediencia» de las madres que buscaron a sus desaparecidos a la de las hibridaciones, mitad humanas, mitad orquídeas.

Novoa inserta la historia en la era del wasteocene, como la llama Marco Armiero. El impacto del capitalismo globalizado y las responsabilidades diferenciadas, políticas y económicas, a partir del poder adquisitivo, ha provocado que se basuricen aquellas vidas que «no valen», que «sobran», y que se despoje a una naturaleza «ahistórica». Una cultura androcéntrica, arrasadora, obsesionada por el consumo, la riqueza, el poder y la dominación, que fomenta relaciones desechables. Sin embargo, con su poética del compostaje, Novoa abre un resquicio hacia la posibilidad de fertilizar, abonar.

El filósofo Timothy Morton, en una conferencia de 2017 en Barcelona, señaló que el pasado es también futuro, son dos trenes en vías paralelas moviéndose en direcciones contrarias, pero siempre, en algún momento al cruzarse, ambos escuchan el rumor mutuo de sus máquinas. Ese momento, en que ambos se cruzan, vendría a ser el presente. Historia, llaga abierta, que, sin embargo, se sueña políticamente desde la posibilidad, no para cerrarse, sino para convertirse en cicatriz narrada, transmitida. La piel de la memoria y el relato colectivo traducidos a procesos escriturales que experimentan con la palabra, la imagen, la performance. Las historias de esas fibras que componen y trastocan la vida. La contingencia. Lo inminente.

1. Las imágenes se reproducen con la autorización de Gabriela Novoa.