«Lo que mejor sé hacer es luchar con humor contra la violencia»Por Carlota Gaviño

Fotografía de Miguel Lizana

Alfredo Sanzol, director del Centro Dramático Nacional desde enero de 2020, es uno de los autores dramáticos más importantes del panorama español. Habría que decir, sin duda, uno de los autores cómicos, si el adjetivo no estuviera cargado de todas esas connotaciones que parecen restar prestigio y consideración al trabajo de los comediógrafos. Sanzol es Premio Valle Inclán por La ternura y Premio Nacional de Literatura Dramática por La respiración. Además, ha recibido el Premio Max, el galardón más relevante de las artes escénicas españolas, en la categoría de mejor autoría en castellano, hasta en cuatro ocasiones. La última de ellas, este mismo año, por El bar que se tragó a todos los españoles, epopeya cómica que sigue las aventuras de Jorge Arizmendi, un cura navarro trasunto del padre del autor, a la búsqueda de su verdadera identidad y de la dispensa papal para casarse. 


Esta entrevista se va a publicar en una revista dedicada a la literatura. ¿Qué define para ti la literatura dramática?

La acción. El deseo. Los personajes impulsados por una necesidad que, de no satisfacerse, produce la extinción automática, inmediata, del personaje. El personaje dramático, en cuanto nace, tiene dos posibilidades: vivir o morir.

Entonces, ¿dirías que te dedicas a la «literatura dramática»?

La primera vez que tuve conciencia de estar haciendo literatura dramática fue, creo, hace unos cinco años. Siempre he escrito textos para poner en escena. De lo que tenía conciencia era de hacer teatro, y para hacer teatro alguien tenía que escribir. Así que yo escribía. Las publicaciones de mis primeros textos son horribles porque yo no pensaba que eso le pudiera interesar a alguien como material literario. No le daba un valor como literatura, a pesar de que lo que más me gusta del mundo es la literatura y a pesar de que escribo desde los 12 años. Creo que eso tiene que ver con que la literatura se ha asociado tradicionalmente con la poesía, con la novela; que el teatro o la literatura dramática se asocian en muchos casos con los clásicos, pero no con la literatura contemporánea; y que los guiones de cine y audiovisual, por ejemplo, que nos han influido muchísimo a nosotros como personas de teatro, no se consideran literatura dramática. Tampoco se consideran literatura dramática los guiones que, por ejemplo, Kantor usaba para hacer sus espectáculos, que eran absolutamente visuales. Así que al menos en mi caso, lo último que yo quería hacer era algo que se pareciera a lo que yo consideraba en aquel momento «teatro», salvando Luces de bohemia, que había estudiado en el instituto. Es decir: lo que quería era salirme del canon, salirme de lo que era «literatura dramática», de lo que era «teatro». Además, estaba de moda en los años 90 decir que el teatro no era para leer. Todo falsedades, claro, pero de eso me he dado cuenta ahora. Y eso a pesar de que el texto con el que hice mi primer espectáculo como director es Como los griegos, de Stephen Berkhof, que es actor, director, un hombre de teatro total que escribió, entre otros, ese texto que es pura literatura dramática. Una maravilla de texto en el que las palabras son fundamentales.

Lo último que yo quería hacer era algo que se pareciera a lo que yo consideraba en aquel momento “teatro”, salvando Luces de bohemia, que había estudiado en el instituto. Es decir: lo que quería era salirme del canon, salirme de lo que era “literatura dramática”, de lo que era “teatro”. Además, estaba de moda en los años 90 decir que el teatro no era para leer. Todo falsedades, claro, pero de eso me he dado cuenta ahora

¿Tienes la sensación de que ese cambio con respecto a tu valoración de tu trabajo ha sucedido a partir de un texto en concreto, de una publicación en concreto? 

No. Creo que han sido el público y los propios equipos con los que trabajo los que han valorado mis textos como literatura dramática. Es la valoración que otra gente ha hecho de esos textos, independientemente del espectáculo, lo que ha dado lugar a esa otra conciencia. 

¿Alguna vez escribes sin pensar en el espectáculo, sin tener en mente el estreno? 

Solamente una vez, para un premio. Por lo demás, siempre he escrito con fecha de estreno. Empecé a escribir en la RESAD [Real Escuela Superior de Arte Dramático] y escribía para estrenar en bares. Empezaba a escribir el lunes, sabiendo que el sábado íbamos a actuar en un bar. Así que la única vez que he escrito para leer fue para aquel concurso, hasta que decidimos montar la obra. Creo que debieron ser tres días en total: tres días en toda mi vida en los que escribí para que el texto fuera leído, y no hecho.

Y en todos esos otros casos, ¿sueles pensar en los actores y actrices que lo van a actuar, en las personas que vas a tener delante cuando te pongas a dirigir el espectáculo?

Cuando estoy escribiendo, en lo que pienso es en que estoy creando una realidad. Pienso en términos de realidad, más que de escenario. Aunque a menudo esa realidad en la que pienso tiene algo de teatral. Porque cuando pienso en una isla en la que viven tres leñadores [que es el planteamiento de La Ternura], no hay duda de que eso es muy teatral… No tiene nada de realidad, pero a mí me gustaría que lo tuviera. A mí me gustaría que la realidad se pareciera más al teatro. De hecho, siempre me han gustado las casas o las plazas que son teatrales. Por eso me gusta la arquitectura renacentista, o cuando se urbaniza de una manera teatral. Cuando llegué a Roma, pensé «¡Hombre! ¡Esto sí está bien hecho!», porque la ciudad entera es como un decorado. Y me encantan los paisajes que son teatrales, como en la paisajística inglesa, en la que aparentemente estamos en la naturaleza, pero está todo absolutamente manipulado para que sea teatral. Así que pienso en realidades que son teatrales, pero siempre pienso en la realidad. 

Además, me di cuenta, no sé en qué momento, de que me interesaba más jugar a que lo que estaba escribiendo ya había existido y que, por lo tanto, yo solamente me dedicaba a recordar. Me gusta hacer el esfuerzo de imaginar que estoy recordando lo que estoy inventando, porque esa estrategia te quita mucha responsabilidad.

Con respecto a los actores, aunque he escrito mucho para compañías o para mis actores, al escribir no pienso tanto en que lo va a hacer un actor u otro, sino en los personajes de verdad. Siempre con la confianza puesta en que los actores van a ser capaces de hacer todo lo que yo imagine. En El bar que se tragó a todos los españoles hay casi 50 personajes, y entre nueve actores y actrices pueden hacerlos todos. Siempre he puesto en mis actores una confianza que muchas veces ellos no tenían en sí mismos. Y ese trabajo con los actores ha sido siempre muy divertido, y también ha sido para ellos muy gratificante poder encarnar todo ese material. Así que no pienso en un actor como alguien limitado; aunque es verdad que todos estamos limitados, yo el primero: estoy limitado y no puedo hacer cualquier cosa. Los actores no pueden hacer cualquier cosa, pero yo nunca pienso así. Nunca pienso «yo esto no puedo hacerlo».

Tus personajes son contenedores de una multiplicidad enorme de posibilidades y hay en tus obras cierta reivindicación de las infinitas posibilidades dentro de cada historia, dentro de cada ser humano…

Fotografía de Miguel Lizana

Siempre me ha gustado mucho la capacidad que tiene el teatro de disparar la imaginación, de no ser literal. De hecho, el teatro no puede ser literal porque en cuanto te subes a un escenario ya estás simbolizando algo. Y en cuanto sacas, por ejemplo, el tapón de una botella de agua, ya ese tapón significa o simboliza algo. Es imposible ser literal. Eso me encanta del teatro: la capacidad transgresora y de abrir posibilidades que tienen el teatro y la literatura dramática. Porque las palabras son bestiales a la hora de crear imágenes en el teatro y eso siempre me ha encantado. Me encanta escuchar a los actores diciendo palabras. Y a mí me encanta leer en voz alta. Yo escribo y al minuto ya se lo estoy leyendo a alguien. Porque necesito escuchar cómo suena, y sobre todo necesito ver la cara del otro al recibirlo. 

Toda la literatura tiene una base en la tradición oral brutal. De hecho, muchas veces les recuerdo a los chavales que la literatura la hace gente que escribe. O sea, que hay un acto físico en el acto de escribir. Decía Paco Umbral que el acto de pulsar las teclas de la máquina de escribir era sensual y a mí me parece totalmente cierto. No puedes escribir con telepatía. Tienes que hacer algo. Tienes que mover el cuerpo para escribir, o tienes que hablar, si lo dictas. Tienes que hacerlo. Toda esa parte de tradición oral de la literatura me interesa muchísimo. De hecho, las bases de la literatura universal La Ilíada, La Odisea, El Quijote, la Comedia de Dante, La Celestina… todo se entiende mucho mejor si lo lees en voz alta.

En el proceso de escritura, ¿cuál es tu relación con ese otro que recibe, o con lo que imaginas que será esa recepción? ¿Cómo te relacionas con el público al escribir?

Ese primer «otro» suelo ser yo. Como me aburra algo de lo que escribo… no lo soporto. Me tiene que divertir. Y hablo de divertirme y aburrirme siempre de manera honda y profunda. Porque hay muchas formas de entretenimiento. Sé que la gente se entretiene con muchas cosas diferentes, pero, si algo no me toca, si no me conmueve, para mí no va a ningún lado. Yo siempre tenía el miedo de que, si hablaba de mis cosas, mi trabajo no iba a resultar interesante porque parecía que había que hablar de cosas que le interesaran a todo el mundo. Pero yo no sabía qué le interesaba a todo el mundo. Así que tuve una época de mucha confusión cuando era más joven, hasta que llegó un momento en el que me di cuenta de que, si escribía sobre cosas que en apariencia no me interesaban nada, al final acababa siempre llegando a crear historias, a tocar historias, realmente potentes, que me importaban y que luego importaban a los demás. Ese fue un descubrimiento muy importante dentro de mi creación. Primero darme cuenta de que para llegar a mi inconsciente no podía ir directamente, y luego darme cuenta de que, en cuanto uno habla de algo que le toca, eso toca a la humanidad. Porque la humanidad se diferencia solo en los detalles. Hay una voluntad romántica, idealista, de hacernos creer que somos muy diferentes los unos de los otros, que es realmente desesperante. Porque, si yo he visto películas iraníes, me han contado cuentos chinos, o de Las mil y una noches, me ha conmovido el Mahabharata, ¿de qué diferencias me estáis hablando? ¡Pero si somos una banda de monos que sabemos hablar y escribir, que estamos metidos en el mismo planeta y nos interesa exactamente lo mismo! ¡Lo mismo! Y cuando me dicen «Es que tu teatro es muy español», pienso: «Pero si yo me he chupado toda la vida todas las ficciones de Estados Unidos, ¡y me conozco todos los pueblos de Arkansas!»

Cuando se leyó en Nueva York En la luna, que es una obra sobre la transición española, pensé: «¡Dios mío, qué vergüenza, no van a entender nada!». Y, antes de hacerse la lectura, hablé con la compañía que iba a leerlo y les pregunté: «Tenéis alguna duda sobre el texto? “No”, me dicen. “¿Ninguna?”, repito. Y me dicen: “No”. ¿Sabéis quiénes son Lasa y Zabala?». Entonces se encogen de hombros y me dicen: «Sí, son como Sacco y Vanzetti, ¿no?». Claro. Bueno, exactamente: son dos más entre los asesinados por el estado, como otros 800.000 millones de personas asesinadas por los estados a lo largo de la historia de la humanidad.

Volviendo a la idea de literatura: ¿cuáles son tus libros de cabecera? ¿Qué estás leyendo ahora mismo?

Ana Karenina; Cien años de soledad; el guion de Hannah y sus hermanas, que he leído varias veces; la obra de teatro en la que se basó La tentación vive arriba de Wilder; el Don Carlos de Schiller… Ayer empecé a leer, a releer, El diálogo de los perros. Porque necesitaba algo… Pensé: «necesito algo muy bueno, muy clásico». Y de repente veo en la estantería las Novelas ejemplares. Y digo, ¡esto es! 

A mí me gustaría que la realidad se pareciera más al teatro. De hecho, siempre me han gustado las casas o las plazas que son teatrales. Por eso me gusta la arquitectura renacentista, o cuando se urbaniza de una manera teatral. Cuando llegué a Roma, pensé “¡Hombre! ¡Esto sí está bien hecho!”, porque la ciudad entera es como un decorado

Siempre he leído como diez cosas a la vez… Cuando la gente pregunta, cuando se preguntan los unos a otros, «¿qué libro estás leyendo?», yo siempre pienso «¿un libro solo?» Para mí preguntar qué libro estás leyendo es como preguntar «¿en qué estás pensando?». Y yo me digo «¿te lo cuento todo? ¿todo lo que estoy pensando?». Ahora ya sé que esto que me pasa se llama pensamiento arborescente. Piensas una cosa y eso te lleva a otra, y otra, y otra, y otra. Y con la lectura me pasa igual: leo una cosa que me lleva a otra, que me lleva a otra, que me lleva a otra… Para mí leer solamente una cosa es como estar treinta días aislado con la misma persona; que me pregunten qué libro estás leyendo es como que me pregunten «¿con qué persona estás relacionándote ahora?». Pues, perdóname… con unas cuantas. Entonces, cuando me voy de viaje llevo una mochila solamente con libros, claro…

¿Y cuáles son las personas con las que más te gusta relacionarte en ese sentido? ¿Cuáles son tus autores de referencia?

Siempre que quiero hacer un listado se me olvidan… pero hay algunos a los que vuelvo una y otra vez y a los que tengo en el corazón. A Kantor, a Berkhof, claro. A Lope de Vega, Sófocles, Billy Wilder, Woody Allen, Groucho Marx, Rafael Azcona, Chejov, Molière, Gogol. Y a Ibsen. ¡Qué gran autor de comedias se perdió el mundo! Ibsen es un gran autor de comedia que debió pensar que si sus obras hacían gracia, a aquello que él quería decir no le iba a hacer caso nadie. El pobre es otra víctima de la solemnidad y de la seriedad. Pero yo creo que Ibsen debía ser muy divertido, aunque saliese en las fotos con esa cara. Debía serlo, porque en sus obras hay un ritmo, una cosa… Y, de hecho, Peer Gynt es una obra que amo, y que leí mucho mientras estaba escribiendo El bar. Pinter también ha sido para mí muy importante. Me encantan sus sketches, especialmente ese que dice: «¿Qué queréis? Queremos bronca. Bueno, y Pirandello, Darío Fo, De Filippo y toda esa tradición italiana… Neil Simon, Billy Wilder, Capra…

Con contadas excepciones, todos autores de comedia… ¿Dirías que tú eres un autor de comedias?

Yo soy un autor de comedias, no hay nada que hacer. Claro que el género de la comedia es muy extenso y mi comedia no es pura, en el sentido de que es una comedia que está profundamente basada en el dolor y hecha contra la violencia. Una comedia asociada a la resiliencia, que nace de una visión trágica. Por eso comprendo perfectamente la comedia de Esperando a Godot o las comedias de Azcona. Pienso que hay mucha comedia, mucho humor, que intenta curar heridas profundas y muchas veces inconscientes. A mí, entender en terapia cuáles son mis heridas inconscientes me ha servido para entender qué es lo que estaba escribiendo.

Y ¿cuál te parece que es la necesidad de la comedia? Quizá tenga algo que ver con esta sanación de la que hablas…

Sí, para mí tiene que ver con la necesidad de la libertad. Y la libertad tiene que ver con la necesidad, o más bien, la posibilidad de un mundo diferente. Para mí el humor está asociado al conocimiento. Porque las hipocresías, la codicia, la violencia, todos esos actos del ser humano que intentan someter al ser humano suelen usar herramientas que ponen velos sobre la realidad. Usan la mentira, la manipulación, nos hacen creer que no existen ciertas paradojas. Usan titulares sin oraciones en subjuntivo ni nada que se le parezca. Y las historias que desvelan esas artimañas producen risa y decimos: «¡Ah! ¡Eso es una comedia!». Bueno… es una comedia porque te estás riendo, pero en realidad lo que está haciendo la obra es desvelar esas artimañas y plantear paradojas. Desvelar cosas que, como dice la palabra, «velan», ponen obstáculos entre tú y la verdad.

¿Es esa la seña distintiva de la comedia, su capacidad para desvelar la realidad? 

Sí, es una de ellas, que a mí me interesa especialmente. Pero también hay una comedia muy reaccionaria, que ridiculiza todos los intentos de modernización y de mejora. Una comedia que parece crítica pero que critica solo la parte más superficial del objeto para dejar a salvo la parte profunda. Eso, por ejemplo, es lo que hacían los monigotes de Canal+, que a mí de pequeño me ponían muy nervioso porque hacían como que criticaban a Felipe González o a Jordi Pujol, pero en realidad criticaban solo la parte más superficial para no meterse en lo profundo: para no hablar de los GAL, para no hablar de la corrupción institucionalizada… Decían que era crítica política, y eso no es crítica política. Es «hacer como que se hace» crítica política y hacer en realidad humor reaccionario. Hay mucho humor reaccionario y está muy apoyado desde el poder porque es muy cruel con todo aquello que intenta cambiar el status quo. Pero la comedia que a mí me interesa es aquella que verdaderamente critica, satiriza o pone al descubierto las artimañas que usa el poder para mantenernos sometidos. Y esas artimañas no solamente son las del día a día y el corto plazo. Tienen que ver con la historia: con los prejuicios que heredamos, con las narraciones y los cuentos que nos meten en la cabeza para explicarnos por qué han sucedido las cosas. Ese es uno de mis objetos de narración preferidos.

¿En qué sentido te parece que desvelar esas otras historias o esos otros modos de la historia puede construir la historia colectiva? Da la sensación de que, en obras como El bar, Delicadas, En la Luna o Días estupendos, estás contando historias singulares, que en muchos casos tienen que ver con tu propia historia familiar, pero que a la vez estás construyendo otro modo de la Historia. ¿Cómo se relacionan estas historias con la Historia?

Pues sobre todo a través de la experiencia personal: ver que las explicaciones que da la Historia a los sucesos muchas veces no tienen que ver con la realidad de la experiencia de las personas. Y ver que las explicaciones que da la historia oficial se construyen de tal manera que parece que cierran la discusión, trazan una línea tan definida que inhabilitan las excepciones y las mil variaciones de los asuntos y los temas. Y, sin embargo, cuando creces, te das cuenta de que todas esas historias que te han contado están hablando de las vivencias personales de gente que ha atravesado la Historia de una manera totalmente diferente a como nos la han contado. Y no hay placer mayor que poder generar a partir de esos materiales historias de ficción, pero que tienen en su base las experiencias emocionales de esas personas. 

Y luego están los descubrimientos que vas haciendo en cuanto tiras del hilo de las asociaciones. En muchos casos se trata de ponerse en el lugar de los personajes y tratar de entender. Escribiendo El bar, pensé: «claro, si yo fuera Franco y tuviera una unión tan buena con la Iglesia… Es que tengo un arma buenísima: el secreto de confesión. Tengo los secretos de todas las personas de todos los pueblos de España». Me di cuenta de que ese fue el motivo por el que para el régimen de Franco el Concilio Vaticano Segundo y la deserción de los curas fueron tal desastre. No porque el régimen de Franco estuviera especialmente preocupado por la vida espiritual o el bienestar emocional de sus ciudadanos, sino porque estaba perdiendo espías. Y pienso: pero ¡cómo no se nos habla de esto en el colegio! ¡Cómo no habla de esto la Historia oficial! 

¿Crees entonces que el teatro tiene la capacidad de hacernos entender la Historia de otra manera? ¿Cuál es la capacidad de la ficción para incidir sobre la realidad?

Es imposible entender la historia del ser humano si no conoces la ficción, si no conoces las fantasías. El 80 por ciento de lo que ha hecho la humanidad primero fue una fantasía y luego, mucho más tarde, se convierte en una realidad. 

El ser humano no es más que un animal que imagina. ¿De qué manera tenemos entonces que entender la realidad? Necesariamente como el conjunto de los hechos y los objetos que de alguna manera se pueden tocar, sumados a las asociaciones, imaginaciones y fantasías que crea el ser humano. Todas esas fantasías e imaginaciones se transforman en obras de arte, y ¿existe algún imperio que no haya basado todo su aparato en la creación de un material artístico descomunal? ¡No! ¡No lo hay! La humanidad se expande a través de la contaminación de la fantasía. Nosotros pertenecemos ahora al imperio americano, porque el imperio americano nos ha contaminado con su fantasía. Pertenecimos al imperio romano porque el imperio romano nos contaminó con su fantasía. España tuvo un imperio porque contaminó con su fantasía a todo un continente. Esto es muy bonito y no se habla nunca de ello: en los Estados Unidos de América piensan que la base de su imaginario es anglosajón, pero no lo es. Es una mezcla de lo anglosajón y lo hispano, porque todos los Estados Unidos se crean sobre una base hispana. Y, de hecho, por eso existe como forma artística americana el musical, que es una especie de deformación de la zarzuela. Y otras muchísimas cosas… ¿Qué son Las aventuras de Tom Sawyer sino El Lazarillo de Tormes?

Cuando una sociedad le da la espalda a su cultura, se pone de cara hacia otra. No hay escapatoria. Las sociedades generan imaginarios, y cuanto más espacio se les dé a los imaginarios que genera tu sociedad, más influencia va a tener esta en otras sociedades. Y si no les das espacio, otras sociedades tendrán influencia sobre la tuya.

Fotografía de Miguel Lizana

Muchas de tus obras tienen un declarado contenido autobiográfico. ¿De qué manera funciona en esas obras el binomio realidad/fantasía o realidad/ficción?

Yo no creo que mi teatro sea más autobiográfico que el de otros. Lo que pasa es que yo lo digo. Para eso no tengo pudor. Pero hay muchísima gente que tiene pudor y dice «se me ha ocurrido una historia de una mujer que fue a servir con 15 años a Madrid». Y nunca van a decir que esa mujer es su madre. Pero lo más probable es que sea su madre, su tía, su prima, la madre de su prima. Porque en cuanto el personaje tiene sustancia está tocado por algo personal. ¿Eso le quita valor a lo que se produce de manera imaginativa? No, claro que no. Sería como decir que el David de Miguel Ángel no tiene valor porque Miguel Ángel usó a un modelo de verdad. Y uno diría: «pero ¿qué está usted diciendo? ¿Usted se piensa que Miguel Ángel hizo al chaval que tenía delante? ¡No! Usó al chaval que tenía delante para hacer el David». Todo el mundo usa su biografía para no hacer su biografía, porque lo último que le interesa a uno es su biografía. La biografía de uno es una cárcel de la que hay que escapar y quien no quiere escapar de su biografía es que tiene un ego que necesita terapia. Nadie está contento con su biografía. La ficción intenta resolver ese mar de conflictos, de nudos heredados, de problemas que no sabemos cómo nos han caído encima; de personajes que son nuestros familiares, que traen más problemas; de ciudades en las que hemos nacido, que están llenas de conflictos, de tristezas… Y a todo eso se le llama biografía. Luego hay una parte, un tanto por ciento pequeñito pero de mucha importancia, que es el amor. Y a través de la ficción uno intenta hacer crecer ese amor, unas veces para agrandarlo más de lo que fue en la realidad, otras para darle sencillamente el valor que verdaderamente tuvo.

Para mí son importantes mis acontecimientos biográficos, pero también es muy importante la memoria, no solo la mía, sino la de toda la gente que tengo alrededor. Y también la fantasía, la imaginación o lo que sea, que me permite tener la sensación de que estoy viviendo y al mismo tiempo estoy imaginando cómo podría ser otra vida que no estoy viviendo. Esto es algo que me pasa continuamente, como si experimentase chispazos en los que se cruzan otras realidades. Es decir, me subo a un autobús, veo a un señor e imagino, veo, fantaseo que ese señor se va a parar a hablar con alguien; que, al abrir la puerta de ese autobús, ese señor se va a encontrar en un coche con alguien que hace muchísimo tiempo que no ve y… Es como si la realidad diera patadas hacia adelante. Y eso que escribo de alguna manera da explicación o humaniza, curiosamente, a la realidad. Es algo paradójico. ¿Cómo puede ser que algo que no es «real», como la ficción, dé más contenido a la realidad, o incluso le dé su contenido real? Eso es algo que me alucina. 

En relación con esta manera en la que se abren en tu cabeza las posibilidades de una realidad prácticamente infinita, parece que, en muchas de tus obras, efectivamente, una historia contiene otros miles de historias. El jurado que te concedió el Premio Nacional de Literatura por La respiración destaca que su trama es «tan abierta como compacta». Es cierto que tus tramas tienen siempre muchísima libertad, son tremendamente imprevisibles. Sucede en El bar, en ¡Aventura!, en La calma mágica… ¿Es una voluntad consciente esta de que las tramas pueden dispararse así? ¿Y es en algún sentido eso una reivindicación de la libertad que tenemos para hacer que las cosas sean de otro modo?

Sí, desde luego tiene que ver con mi experiencia vital. Digamos que esa es la estructura de mi imaginación. También tiene que ver con la confianza en que la forma de la obra, aun teniendo que ser delimitada —porque no existe ninguna forma sin límites—, puede contener elementos imprevisibles, o que en apariencia no tienen que ver con el núcleo duro de la obra. A mí eso me encanta. Porque creo que está relacionado, precisamente, con la libertad, sí. 

Hasta En la Luna la mayor parte de tus obras estaban compuestas de historias autoconclusivas en las que presentabas un mosaico de personajes en torno a un tema. Sin embargo, a partir de ¡Aventura! esas historias tienen un desarrollo más largo. ¿Sientes ese cambio como un paso en tu trabajo? ¿Hay una voluntad en ello o simplemente empiezan a aparecer en tu trabajo historias más largas?

El género de la comedia es muy extenso y mi comedia no es pura, en el sentido de que es una comedia que está profundamente basada en el dolor y hecha contra la violencia. Una comedia asociada a la resiliencia, que nace de una visión trágica. Por eso comprendo perfectamente la comedia de Esperando a Godot o las comedias de Azcona. Pienso que hay mucha comedia, mucho humor, que intenta curar heridas profundas y muchas veces inconscientes

La primera obra que escribí fue Cuscús y churros, que era una historia larga. La escribí siguiendo las reglas de un libro que se llama Cómo convertir un buen guion en un guion excelente, gracias al que me enteré de lo que era la trama B; de que una escena tiene que empezar con un valor positivo o negativo, que luego se transforma en negativo o positivo… Me lo pasé muy bien. Cuando yo estudié Dirección de Escena en la RESAD estaba muy mal visto todo esto de la narración. Se decía que el personaje estaba en crisis, que el ser humano había contado ya todas las historias que podía contar… Y sin embargo yo no veía más que historias por todos lados. Pero fue precisamente ahí, en los 2000, cuando empezó a recuperarse el gusto por las historias. Entonces me dije, «vale, he escrito Cuscús y churros, ¿ahora qué escribo?». Todas las historias en las que pensaba me sonaban a cliché: esto ya lo he escuchado, esto ya lo he visto… Pero a mí me gustaban mucho los espectáculos que estaban hechos con sketches. Espectáculos de creadores que nunca admitirían que trabajaban con sketches, como Pina Bausch o Christoph Marthaler. Ellos los llamaban espectáculos de creación. Pero no son más que historias cortas puestas una detrás de la otra, que van creando un mosaico en la imaginación, con elementos que unifican, habitualmente plásticos. A mí esos espectáculos me gustaban mucho y me dije «¡voy a hacer obras de sketches!». Pero claro, por un lado estaban los artistas —que no hacían sketches, hacían espectáculos de creación—, y por otro estaban los que sí hacían sketches, que componían espectáculos cómicos que pertenecían normalmente al mundo de la subcultura y en los que los actores se cambiaban de vestuario para hacer los distintos personajes. Y yo dije, «¡pues yo voy a hacer sketches pero con los actores siempre vestidos igual!». Como para acercarme al arte… Y descubrí que eso era una maravilla porque aparecía una especie de superpersonaje que habitaba muchos personajes. 

También descubrí con el tiempo que esas obras de sketches, si funcionan, tienen la misma estructura narrativa que una obra larga, con momentos en los que hay historias de presentación, historias en las que el personaje está en contacto con la muerte, con un giro en mitad del espectáculo que transforma absolutamente la trama… Hay una serie de normas de narración que tienen algo de clásico y creo que tienen que ver con la naturaleza del ser humano.

Después de hacer Risas y destrucción, vi que necesitaba seguir explorando ese mundo de los sketches e hice Sí, pero no lo soy, Delicadas, Días estupendos… Entonces empecé a trabajar sobre ¡Aventura! e iba a escribir un sketch sobre un grupo de amigos que tiene una empresa y la vende a un empresario chino. Pero aquella historia se fue alargando. Aquellos personajes querían cada vez más sitio. Y ¡Aventura! se convirtió en una obra larga. A partir de ahí he escrito historias largas. Pero siempre pienso que algún día volveré a escribir una de sketches. Dejaré de hacer las obras que hago cuando dejen de hacerse. Hay algo que no quiero decidir, algo que tiene que ver con una escucha a un movimiento orgánico. Me gusta verme como una especie de transmisor de unas energías que desconozco y que me llevan a escribir historias y personajes que necesitan manifestarse. Por eso me encanta Seis personajes en busca de autor. Me parece una obra absolutamente realista sobre la creación, casi hiperrealismo: que sean los personajes los que entren y digan: «oye, tenemos que acabar esto».

Pero en aquella decisión no hubo nada calculado. Yo tuve una crisis muy grande desde que escribí Cuscús y churros y hasta Risas y destrucción. Hay ahí unos cinco años de travesía por el desierto en los que estuve trabajando en la tele, haciendo teatro de calle y continuamente escribiendo y sintiéndome fatal, hasta que me di cuenta de algunas cosas que eran esenciales para mí. Y una de ellas es que la responsabilidad de la producción artística no es al cien por cien del artista. Uno tiene un 50 por ciento de responsabilidad en lo que hace y el otro 50 tiene que ver con cosas en gran medida incontrolables. Sobre todo, me di cuenta de que la responsabilidad principal del artista es la de eliminar aquellos obstáculos que le impiden una expresión plena.

Fuiste de los primeros autores de tu generación que, en un momento muy complicado, en plena crisis de 2008, pudieron dar el salto de las salas alternativas en las que estaba cocinándose toda la dramaturgia contemporánea a los grandes centros de producción nacionales. ¿Tienes la sensación de que eso tuvo alguna influencia en tu trabajo? 

Yo di el salto al Centro Dramático Nacional en el 2008. Y para esa época ya había cierto movimiento de dramaturgia contemporánea. Estaban estrenando asiduamente Juan Mayorga, Sergi Belbel, Lluïsa Cunillé… Pero yo era un poco raro porque era un autor que estaba estrenando en centros públicos, haciendo algo parecido al humor. El humor estaba muy desterrado de la escena oficial. La comedia estaba muy desterrada de la cultura seria. De hecho, me preocupaba mucho eso, porque a mí no me interesaba la comedia mainstream o comercial, pero mi carácter, mi manera de expresarme y de hacer las cosas tampoco era solemne. Así que para mí fue esencial que Gerardo Vera viniera a ver Risas y destrucción y tuviera la confianza para encargarme Sí, pero no lo soy. Porque ningún otro sabía en qué lugar ubicarme. Además, yo siempre he hecho comentarios acerca de la cultura que no son oficialmente aceptados y la gente muchas veces se sentía cuestionada. Yo era un Mel Brooks fuera de sitio… ¡Y a mí ni siquiera me interesa tanto Mel Brooks! Sobre su trabajo pienso: «sí, pero ¿qué más?». Me siento más identificado con la comedia de Woody Allen. Pero lo que yo quería hacer era teatro. El teatro es el lugar donde alucino. Porque el teatro es el terreno de la metáfora. El teatro es metafórico y el cine es literal. 

Ahora, como director del Centro Dramático Nacional desde enero de 2020, estás prestando una especial atención a la dramaturgia contemporánea. ¿De qué manera estás trabajando para apoyar la autoría española?

Estoy haciendo todo lo que puedo. Estamos haciendo una programación que está basada en la escritura contemporánea. Porque siempre he tenido la sensación de que la sociedad española carecía de una voz consolidada de sus autores dramáticos, que carecía de este elemento que es fundamental en el resto de las culturas europeas. Simplemente porque esta voz había sido exterminada concienzudamente durante cuarenta años por una dictadura que tiene entre sus víctimas principales a aquellos que se dedicaban a las artes escénicas antes de la guerra. Y el símbolo de esto es Federico García Lorca. ¿Puede ser que, en 2020, casi 100 años después de la Guerra Civil, aún tengamos que andar con este tema? Pues sí. Esa es aún nuestra realidad.

Desde el Centro Dramático Nacional estamos impulsando la dramaturgia contemporánea española hacia un lugar de plenitud. Y para eso hemos puesto en marcha un programa de residencias para autores y autoras dramáticos; tenemos un consejo de lectura tremendamente activo; programamos los textos de creación contemporánea en las salas grandes tanto del Valle Inclán como del María Guerrero; hablamos con los medios de comunicación para explicar estas iniciativas y su importancia. Arriesgamos. Porque la creación contemporánea supone mucho riesgo. Creo que he sido el primer director de una unidad de producción desde el inicio de la democracia que arrancó su mandato con un texto de creación propia. Y lo he hecho porque he querido ser el primero en asumir el riesgo de que mi primer espectáculo como director del CDN fuera un espectáculo que nacía de cero. Y esto gracias al impulso de Fefa Noia, la directora adjunta, que me animó a hacer eso en lugar de trabajar con un texto de repertorio. Porque yo tenía muchísimo miedo a fallar. La creación contemporánea supone un enorme riesgo, pero los beneficios que aporta a una sociedad son inmensos. Porque cada tiempo necesita crear su propio repertorio.

Fotografía de Miguel Lizana

 

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