«Alta en el cielo, un águila guerrera / Audaz se eleva al vuelo triunfal», canta la operística canción «Aurora», devenida en himno patriótico y argentino a la bandera y eterno y obligatorio hit en actos escolares con voces de niños que no entienden muy bien lo que están cantando. Y sigue: «Así en el alta aurora irradial / Punta de flecha el áureo rostro imita…».
Y, sí, el aventurero y aventurado rostro de Aurora Venturini (1921-2015) en la portada de Esta no soy yo -biografía que le dedica Liliana Viola (Buenos Aires, 1963)- tiene algo (mucho) de altivo y audaz y triunfal y radiactivo y puntiagudo. Y, sí, de áureo: porque pocas veces un nombre propio fue más apropiado a la hora de definir toda una existencia y lo que se escribió en ella con el brillo del más crepuscular de los amaneceres. Porque casi en el final está -si no el principio- sí el conocimiento público de un mito privado por décadas.
Mito que de pronto -por cortesía del premio literario organizado por el periódico Página/12 para festejar su veinte aniversario lanzándose a la búsqueda de una «nueva novela»- saltó a las primeras planas al resultar ganadora en 2007 algo que nadie se esperaba pero que todos deseaban. Una novela nueva. Escrita en apenas dos meses y cuyo manuscrito («No era un manuscrito. Era una cosa», evoca y cataloga Viola, parte del jurado de preselección del premio) puede adorarse ya como a ese rollo de En el camino de Jack Kerouac. Y ahí -entre tachaduras, letras que una máquina de escribir acústica apenas imprime, anotaciones al margen, sintaxis y ortografía alien, y trampa en el espaciado para engañar al reglamento de las bases para concursar- lo que se lee es Las primas. Una brutal y graciosa novela «no ganadora» pero que merecía ser premiada, según Viola y sus colegas pre-seleccionadores (entre los que se contaban Mariana Enríquez y Claudio Zeiger). Y luego de discusión de un jurado dividido por la paranoia (¿jugarreta de autor consagrado?, ¿Aira?) y la preocupación por marcar los límites de lo que es literatura y no lo es y el entusiasmo de enfrentarse a algo único e inesperado, Las primas ganó. Y que sea lo que sea. Y fue. Y entonces la sorpresa de esa casi nonagenaria secreta (escritora no de culto sino de secta de un solo miembro: ella misma) con amplísima obra autopublicada (incluyendo también poesía y ensayos y hasta traducción/reinterpretación de los Los Cantos de Maldoror más libertina que libre) subiendo a recoger galardón. Y agradecerlo con palabras tan poco convencionales como las de su novela y con modales milongueros de Tita Merello. «Al fin un jurado honesto», proclamó Venturini de entrada. Y agregó: «Soy una gran escritora, tal vez la mejor, porque una no se va a desvalorizar; este no es el mejor libro que tengo, tendrían que leer los demás… Yo bronco y escribo ocho horas por día».
Y a partir de entonces Venturini de presa elevándose con belicosa audacia en ganador revuelo para flechar y clavarse en quienes estuvieron en esa ceremonia. Y, enseguida, en los miles de lectores que tuvo a partir de entonces hasta su muerte ocho años más tarde, grafomaníaca hasta el final. Y por el camino declarando -más vengadora que Hamlet y Dantès- cosas del tipo «Un crítico boludo declaró que escribo a partir de frases hechas y no es así; recomiendo al crítico que vaya a lavarse las bolas al Río de La Plata, para disminuir con el fresco la hinchazón de entrepierna y de las manos».
Todo lo anterior se cuenta en los primeros tres capítulos de Esta no soy yo en admirable contrapunto (las deliberaciones de los jurados con el backstage y making of de Las primas) orquestado y dirigido por Liliana Viola. Alguien que, a la altura de la página 52, se descubre -con Venturini aún vivita y coleando y escribiendo sin parar- como la ya escogida futura albacea y dueña de su obra literaria; porque, tan agradecida como demandante, «Ese llamado que hiciste aquella tarde me dio la felicidad que había estado buscando toda mi vida. Te estoy agradecida porque leíste el manuscrito de Las primas y, pudiendo haberlo tirado, no lo tiraste ni lo traspapelaste. Por todo lo que me falta escribir no podés decir que no, porque tengo que seguir publicando cuando ya no esté acá, y quién lo va a hacer».
Así, todo eso y mucho más (al final del libro se consignan títulos de más de una decena de inéditos) en esos últimos años de primera clase que Venturini dedicará no sólo a reconfigurar su obra sino, además, reescribir su vida como modelo para armar/desarmar. Modelo cuyas piezas Viola ordena con rigor clínico no reñido con el más epifánico lirismo convirtiendo para ella a Aurora Venturini en lo mismo que fue Joe Gould para Joseph Mitchell o Frederick «Barón Corvo» Rolfe para A. J. A. Symons. Una enigmática mujer-madeja endemoniada a la que Viola desenreda cada uno de sus nudos con dedos y mano maestra pero cuidándose de «no convertirme en una investigadora de la verdad de Venturini».
Así, Esta no soy yo es la biografía de una mujer abducida por una mujer poseída y posesiva y poseedora de un talento impar. Viola como la por momentos agotada pero fiel misionera de un evangelio predicado hasta el último aliento por una Venturini entendiendo a su vocación como misión. Viola es, sí, una heredera heredada. Y es una suerte que así haya sido; porque Esta no soy yo rebosa de talento para lo que debe ser toda gran biografía: algo escrito como la novela de una vida y que se lea como una vida de novela. Una vida, sí, increíble en todos los sentidos del término. Y, también, una obra increíble (y Esta no soy yo produce la necesidad casi impostergable de lectura y relectura de lo de Venturini). Porque lo que Venturini -invisible pero omnipresente y mutante, como el Zelig de Woody Allen- decidió contar en sus ficciones es lo que, también, decidió que se contase de su no-ficción. Algo que se destiló de forma transparentemente encriptada y no queriendo aceptar parentescos que degraden su originalidad (pero con la familia como leitmotiv y universo entero inexplorado a explorar y lo familiar, los familiares, como aquello que, por visitado frecuentemente es lo que en verdad menos se conoce). Algo tan turbio como transparente en el tríptico/trilogía compuesta por Las primas (y su secuela post-mortem Las amigas), su variación/contraparte Nosotros, los Caserta y en la más claramente psicóticamente autobiográfica y suerte de feroz auto-réquiem/elegía que es Los rieles.
Y Viola ofrece clave exacta del Método Venturini en la página 80: «Desde que en la Facultad de Humanidades le enseñaron un cuestionario infalible para recuperar imágenes de inconsciente, su literatura se convirtió en su altillo. Muchos de sus personajes suben allí, ese lugar de la casa donde se arrumba lo que no sirve pero que por alguna razón no se puede desechar». Así, novelas que podrían acomodarse sin problemas junto a lo de otras «raras de ático» como Emily Brontë, Jean Rhys, Djuna Barnes o Janes Bowles presentando una monstruosa parada de freaks que harían buenas migas y corteza junto a los de James Purdy, John Kennedy Toole, J. P. Donleavy y una Shelley Jackson desatada loca de atar. Todas y todos saliendo de sus jaulas para despistarse en las pistas de un circo gótico de provincias regentado por Edgar Allan Poe y Manuel Puig y cuya carpa se erige en las afueras de La Plata. Esa metrópoli fantasmagórica -que Venturini traduce a Gormenghast/Xanadú arrabalero- que alguna vez se quiso nueva capital de Argentina pero no. Esa metrópoli en la que comulgan -muy venturinianamente- los esqueletos de dinosaurios de su célebre museo con una catedral colosal y esas avenidas diagonales lanzadas a un futuro que nunca llegó. Paisaje desde el que Venturini, protagonista absoluta (siempre lista, como Norma Desmond, para su primer plano) proyecta secundarios de primera. Aquí vienen: su alguna vez amiga y protectora y patrona Eva Perón («Nadie me maltrató tanto como ella, a nadie quise más»), su marido historiador Fermín Chávez, los cameos verdaderos o falsos de amistades como Jorge Luis Borges y Manuel Mujica-Láinez y, en su exilio, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir y Albert Camus y Violette Leduc y -¿romance incluido?- Eugène Ionesco. (Pero lo más paradójico y venturiniano: el momento más emotivo de todos es el reencuentro con anónimo ex alumno de sus tiempos como maestra.)
Venturini tuvo, sí, mucho para contar y tanto qué decir en y acerca de su tránsito -denunciándose como perseguida/ninguneada política por ser peronista hasta la muerte- por las perturbaciones de la memoria y las intermitencias del corazón que provoca la exposición cercana a la amnésica e infartante historia argentina. Sus contradictorias letanías/entrevistas auto-mitómanas y mitomaníacas merecen libro aparte al que anexar perfiles de frente como ese formidable que le sacó Leila Guerriero (a quien Venturini le revela que «Lo que me pasa ahora es un vestigio de lo que me pasó»); o ese encendido prólogo de Alan Pauls a Los rieles («Después de todo, los noventa es una buena edad para seguir haciendo lo que Venturini hizo siempre: aullar y reír»). Y añadirle las entrevistas a Viola donde recuerda in extenso sus duelos/minués verbales con Venturini.
Por suerte, además de vivir mucho, Venturini tuvo mucho para escribir.
Y lo escribió.
Y desde allí desafió: «Quien quiera hacer mi biografía que lea mis libros».
Y Viola recogió el guante y mientras lo alisa y lo acaricia se pregunta: «¿Cómo emprender una biografía cuando su protagonista ha trabajado para monopolizarlo todo desde la primera y la tercera y la segunda persona?»
Aquí está el cómo. Y el por qué.
Estas sí son ellas: biografiada biógrafa y biógrafa biografiada.
En lo personal, me honra y emociona encontrarme en este libro tan conmovedor como desopilante como nota al pie, a sus pies, de rodillas, habiendo sido parte -junto a Juan Ignacio Boido, Juan Forn, Alan Pauls, Sandra Russo y Guillermo Saccomanno y Juan Sasturain- del jurado que juró por Las primas y creyó en Aurora Venturini. Desde ahí y entonces, siento el placer y el privilegio y la felicidad y el agradecimiento de ser otro nombre en su vida y leyenda. El mismo placer y privilegio y felicidad y agradecimiento que se siente al leer Esta no soy yo.