Javier Goñi
A contrapelo
Ipso Ediciones, Pamplona, 2019
96 páginas, 10.00 €
Aun hoy día, cuando, parece, campea cierta desmemoria para todo lo que no sea la Guerra Civil, algunos de los escritores que integran la definida por Azorín como generación del 98 tienen sus partidarios más o menos entregados, como Antonio Machado o, quizás en menor medida, Ramón del Valle-Inclán. Un interés que se traduce en la reedición de algunos de sus libros y en la aparición de estudios dedicados a su vida y obra, así como en la organización de homenajes y conmemoraciones que, a veces, tienen algo de forzado. Sin embargo, entre las filas noventayochistas, donde hay también algunos postergados como Azorín y otros decididamente olvidados como Silverio Lanza o Ramiro de Maeztu, pocos tienen el número de lectores que Pío Baroja y aun menos hay que generen el entusiasmo que suscita el escritor vasco. En camino de celebrarse el siglo y medio de su nacimiento, Baroja tiene una larga corte de fieles que son especialmente numerosos en el mundo vasco navarro quizás por afinidad y cercanía al escritor donostiarra, a la presencia de Itzea, la casa de Vera de Bidasoa, y al mundo en el que se desarrollan algunas de sus obras. Se puede citar, entre muchos de estos entregados, a Miguel Sánchez-Ostiz, autor de páginas esenciales para conocer al escritor, y al menos mitómano pero también imprescindible, Eduardo Gil Bera. Esta afinidad navarra ayuda a explicar la existencia de la pamplonica editorial Ipso y de la colección, de rotundo título, «Baroja & Yo», que no es otra cosa que una gran monografía dedicada al escritor formada, a modo de capítulos, por una serie de títulos encargados a ilustres y entregados barojianos.
Tras más de dos decenas de títulos y autores publicados, ahora le ha tocado el turno a Javier Goñi, navarro, periodista cultural conocido y escritor más que secreto, discreto, de larga y prestigiosa trayectoria, de la que basta con citar su paso por las redacciones del suplemento cultural de Informaciones, el inolvidable Informaciones de las Artes y las Letras, y de su labor como crítico y reseñista en Babelia. A todo ello se debe añadir su actividad al frente del pionero blog literario El pizarrín, luego recogida en el volumen titulado Milhojas de sentido, y el libro Cinco horas con Miguel Delibes. De él se podría decir que es un condenado al culto barojiano desde su nacimiento entre otras razones por las derivadas de su interés por la narrativa, pero también a causa de su apellido paterno, Goñi, que también es el cuarto del escritor admirado, aunque probablemente llamándose Heredia o García mostraría idéntica entrega a la obra de Baroja. Ahora, su contribución a la apoteosis barojiana impulsada por la editorial Ipso la ha titulado A contrapelo, una paráfrasis del À rebours de Joris-Karl Huysmans, el manual del decadentismo que protagoniza el inolvidable Jean Floressas des Esseintes, en la que Javier Goñi ha sustituido el universo dandi de entrega a los sentidos y al refinamiento por un recorrido barojiano y personal. Y es que en este A contrapelo hay mucho de experiencia familiar y de recuerdos personales, unos elementos que, si en Baroja aparecen con frecuencia, en este texto de Javier Goñi son una referencia fundamental.
Estamos ante una obra que responde perfectamente al nombre de la colección pues, ciertamente, en el texto hay mucho de Baroja, como corresponde a la devoción que le inspira al autor y al sentido de la colección pamplonica. Sin embargo, todavía hay más del escritor, del propio Javier Goñi, de ese «Yo» que constituye la segunda parte del nombre de la colección. Y es que este libro de Pío Baroja le ofrece a Goñi la posibilidad de confesarnos su interés por escritor, sí, pero, sobre todo, le permite contarnos su educación sentimental y literaria, su descubrimiento del autor de Camino de perfección, sus lecturas y sus libros, la formación de su biblioteca, la aparición de sus amores y las ciudades que enmarcan su biografía. Todo en un recurso clásico que lleva al relato desde la adolescencia temprana a la actualidad en un recorrido literario y discretamente vital en el que los elementos personales, a veces íntimos, dotan al texto de un contenido memorialístico que le convierte en mucho más que en un libro de apoteosis barojiana.
En su A contrapelo, Goñi lleva a cabo su particular à rebours —también es sinónimo de retroceso— a los orígenes con Baroja como guía; un recorrido por medio de cuatro capítulos de título expresivo que dan idea del tono del libro. En el primero, «Los Goñi», desgrana el mito del apellido navarro y, como no, sus lazos con Baroja; luego, «Lecturas buenas y malas», que contiene, entre otros, un episodio estupendo dedicado al singular manual de literatura del Padre Garmendia de Otaola, Letras buenas y malas, un tomo rojinegro que confirma que el medio es el mensaje, en el que naturalmente se incluye a Baroja en el grupo de los malos. Después se encuentra «La dulzura de la vida», dedicado a sus veinte años, en el que hay páginas especialmente literarias e íntimas como las referencias a Pamplona y los besos, o las dedicadas a su viaje a París y a una novia —que es un poco la novia de todos a esa edad en la que nos creíamos que estábamos entre Apolo y el Che—. Como es esencial, no falta el enlace entre Baroja y la biografía gracias a la lectura de El árbol de la ciencia, la novela más representativa del 98 según los críticos, por la saga de los Goñi —del padre al nieto, Mateo Goñi, pasando por el autor— a idéntica edad. Por último, está el capítulo «La España del Fanodormo», un hallazgo afortunado para definir la posguerra por medio de un somnífero que, a la vista de la reacción mostrada por el usuario Pío Baroja, producía indudable adicción. Un capítulo en el que describe con gracia y pulso narrativo de magnifico estilo, la vida durante la posguerra en la casa de la calle de Ruiz de Alarcón, gélida y algo difícil, y el reguero de visitantes ilustres que acudían, incluido el día del entierro del propio Baroja.
Javier Goñi, buen conocedor del escritor vasco y de su obra, busca y encuentra la conexión barojiana con su biografía y lo hace con acierto, demostrando que eso de las casualidades con frecuencia no son tales, sino etapas encaminadas a un destino. Es lo que sucede con la presencia de Baroja en el balneario de Cestona o en la donostiarra calle Oquendo, ambos lugares ligados a la familia Goñi, o con la esquiva y paradójica relación de un padre lector con las obras del autor vasco, que no hace otra cosa que empujar al hijo a la obra de un escritor entonces considerado impío pero de indudable atractivo.
Una mirada à rebours que señala la condición esencialmente incorrecta, individualista y algo nitzscheana, del autor de Vidas sombrías ante todo lo que le rodea, desde la literatura y la sociedad a la política, la religión e incluso las mujeres. Una actitud que enlaza con la preocupación existencial que es una constante en la obra de Baroja. Entre las referencias barojianas en que se detiene Goñi, destacaría por interés personal las referidas a la trilogía que forma La lucha por la vida y las obras dedicadas a la Guerra Civil, de las que cita Ayer y hoy y el controvertido Comunistas, judíos y demás ralea. Una etapa en la que destaca la capacidad de adaptación de Baroja y su independencia, su actitud convencionalmente incorrecta que tan irritante resulta a algunos y que resume el famoso y salmantino «lo que sea costumbre» ante ese juro o promete, probablemente apócrifo. También resalta Goñi un episodio por el que siempre me he interesado y al que hace ya décadas Editora Nacional en su colección de «Visionarios, heterodoxos y marginados» —nunca sabré por qué se incluyó al general carlista en ella— dedicó una monografía escrita por Alfonso Bullón de Mendoza. Se trata de la audaz expedición del general Gómez, en 1836, realizada en plena Guerra Carlista por el interior peninsular bajo control isabelino, a la que Baroja dedica un largo capítulo en sus memorias tras haber seguido su itinerario como también ha hecho recientemente Enrique Gil Bera, el irreverente biógrafo que tanto ha irritado a los barojianos. Es un acontecimiento que va más allá de lo bélico y que es digno de John Ford, de hecho no es opuesto al recorrido por territorio confederado de una brigada de Caballería de la Unión narrado en Misión de audaces, de título original The Horses Soldiers, o del Anabasis de Jenofonte, donde el vagar de los hoplitas griegos al servicio del persa Ciro el Joven por tierras de Siria y Asia Menor intentando regresar a la Hélade tras su derrota en Cunaxas, parece un precedente del recorrido del carlista Gómez.
Hay en A contrapelo una referencia a su particular «conquista de Madrid», ese viaje trascendental para el escritor al que se refería Azorín y que no es otra cosa que el obligatorio viaje a la capital, inesquivable para el que quiere conquistar la gloria literaria y que muchas veces tiene como destino la bohemia o, incluso, la más arrastrada golfemia, que han descrito de Valle-Inclán a José Esteban. Un recorrido desde las orteguianas provincias que, como tantos otros desde Pérez Galdós, realizaron y, en cierto modo, aún siguen realizando tanto escritores y periodistas que han convertido a Madrid en la puerta del Parnaso. Como uno más, Goñi nos cuenta su llegada a la capital para estudiar y convertirse en periodista, siempre Baroja en mano, menos de un siglo después de que lo hicieran los del 98, y lo hace con distancia y gracia, que es como se cuentan ciertas cosas.
El fervor barojiano de Goñi, como él mismo describe, parece que incluso lo tiene en cuenta el destino. Así lo parece cuando una noche en el populoso cruce de las madrileñas calles Goya y Velázquez se encontró en un contenedor una fotografía de don Pío procedente del estudio de Alfonso que parecía esperarle y que acabó en sus manos, no sin cierta pugna con unos personajes que podrían ser la actualización de los que protagonizan La busca. Leyendo el episodio se diría que estamos ante un caso de justicia barojiana. Y es que en A contrapelo hay humor, contenido e inteligente, tanto en los asuntos tratados como en la manera de describirlos y que se desborda en ocasiones con brillantez.
Es el de Javier Goñi un libro elegante y de tono lírico; una proclamación de su inclinación a don Pío, pero también de su entrega a la literatura y al libro, lejos de ese misticismo un poco cursi, como de bibelot, que despliegan aquellos que se quedan en el continente, con el objeto y sus propiedades, un interés que inevitablemente siempre tiene algo de afectado y de periférico de la realidad literaria que le origina y que no es otra cosa que el contenido. Libro, decíamos, elegante por ser, en equilibrio, algo melancólico a fuer de nostálgico, y mostrar un humor fino, sin dejar de lado su conocimiento de la obra de Baroja, un saber del que no hace alarde y del que desdeña discretamente con elegancia azoriniana. Todo con una prosa notable que tiene episodios y giros brillantes, de madurez afortunada, como el dedicado al telegrama aparecido en un tomo shakesperiano de Luis Astrana Marín, que contiene dos palabras mas que sugerentes —Vera de Bidasoa y Ricardo—, que es casi un microrrelato. Es A contrapelo un libro intimista en el que la memoria personal, el yo, vale tanto, si no más, que lo dedicado a Baroja, cuya lectura sirve de motivo al autor para recorrer su juventud y evocar a personajes de perfil literario como esa Isabel que tiene algo de los adolescentes de Férmina Márquez, la conmovedora novela de Valery Larbaud, o del Pedrito de Andía de Sánchez Mazas, y que hace soñar al lector con primaveras pasadas en la misma época.
Un libro el de Goñi que confirma aquello de que, en literatura lo que no es nostalgia es plagio, como proclamaba el controvertido y casi incitable César González Ruano. Más o menos lo mismo que decía Ramón Gómez de la Serna cuando señalaba que «toda obra ha de ser principalmente biográfica y si no lo es, resulta teratológica». Con ambos escritores, es decir consigo mismo, y desde luego con Pío Baroja, cumple Javier Goñi.