Emilio Gentile
Mussolini contra Lenin
Traducción de Carlo A. Caranci
Alianza, Madrid, 2019
312 páginas, 22.00 €
Una leyenda urbana, de las tantas inventadas por Benito Mussolini, dice que él y Vladimir Lenin se trataron en Ginebra, en la primera década del siglo xx. En rigor, lo que hubo es que tenían una amiga común, Angélica Balabanoff, socialistas los tres. Es muy probable que compartieran horas en la biblioteca pública ginebrina, aprovechando la calefacción durante los inviernos. Vivían pobremente, estaban en la emigración, Vladimir intentaba descifrar la Ciencia de la lógica de Hegel y Benito releía a Nietzsche.
De todos modos, el asunto da para una escena de esas novelas y esas películas en que dos personajes famosos se encuentran por casualidad, saben todo lo que los libros de historia dirán de ellos, ponen cara de famosos, sólo pronuncian frases famosas y demuestran que han nacido para vivir biografías consistentes en viñetas famosas.
El libro de Gentile hace lo contrario y llega a conclusiones similares. Roma y Moscú, el veinteañero italiano y el cuarentón ruso, fascismo y comunismo son vidas paralelas y definen buena parte del siglo xx que, al igual que toda época, necesita protagonistas. El historiador rastrea sus incontables documentos, sobre todo periodísticos, ordena etapas y describe con sutileza el entretejido de sus dichos y sus hechos. La suya es una dickensiana Historia en dos ciudades con el patético fondo de una guerra montada sobre un sangriento fangal por la civilización más refinada de los tiempos.
Proveniente del populismo ruso, Lenin se hizo marxista confiando, justamente, en la omnipotencia de la teoría marxiana. En verdad, se internó en una selva salvaje de sectas que vivían una relectura de Marx y que lo ponían en cuestión a la vez que revalidaban su vigencia, un doble juego entre lo anticuado y lo actualizable del maestro. Al fondo, la fuerte y vaga intuición de una catástrofe cercana. Ambos emigrantes creían que se trataba del fin del capitalismo pero la historia les reservaba otra cosa: la guerra mundial. Ella los haría definirse y redefinirse.
Por su parte, Mussolini se consideraba socialista, incluso a la extrema izquierda de su partido, aunque lo que sabía de Marx era seguramente de segunda mano. Más bien resultaba ser una suerte de anarco sindicalista de origen nietzscheano —sabemos que Nietzsche da para todo— cuya coincidencia con el ruso proviene de Georges Sorel (1847-1922), detalle esencial que en su tiempo ya estudiaron, por ejemplo, Roger Caillois y Carlos Elizalde. Una escena lo rubrica: al morir Sorel, el año en que Mussolini marchó sobre Roma y tomó el gobierno, las embajadas italiana y rusa ante París se disputaron el honor de construir su cenotafio.
Sorel releyó a Marx en sus Reflexiones sobre la violencia pero lo validó como mitólogo más que como científico. Ciertamente, el pensador francés era anticapitalista, antiparlamentario, antidemocrático, antiliberal, contrario a considerar la política como una ciencia y partidario de la acción directa. Su socialismo, si socialismo era, provenía de un utopista romántico, Blanqui, fiera lectura mussoliniana. En efecto —sigo a Croce en esta descripción— el fascismo italiano tiene de Sorel una especie de mística de la acción violenta a partir de una fuerza anterior, que es la del hecho político como intuido y que Mussolini debe a Bergson. En Sorel se pueden conciliar estos dispares elementos y tal vez así se explique cómo el joven comunista Antonio Gramsci, en su revista Ordine Nuovo, vindica a Sorel por su simpatía activa hacia el proletariado, acaso un punto idealista y necesitada del realismo científico de Marx.
Al empezar la guerra, Lenin cuenta con apenas doscientos setenta y un activistas. Aunque pacifista, entiende que para hacer política hay que armarse. Sin saberlo, en esto coincide con el belicista Mussolini, para el cual esa guerra no lo es de dinastías, sino de pueblos: de un lado, los republicanos demócratas; y del otro, los monárquicos militaristas. Agitarse por la paz o por la guerra, lleva a la conquista del poder y a la revolución mundial proletaria. Para ello, los bolcheviques siguen siendo una minoría. En el verano de 1917 suman veinte tres mil y crecen hasta los doscientos cincuenta mil pero, en contra del principio marxista de la revolución obrera, se trata mayormente de soldados y marineros. El mismo público que irá reuniendo Mussolini. La revolución de octubre quiebra los contornos de la teoría. La toma del poder es un acto de fuerza que se completa con la clausura de la Constituyente, la fundación de la policía política llamada Cheka, la instauración de un partido único, la fundación de un Estado totalitario (dentro de él, todo y fuera de él, nada) en cuya cúspide hay un conductor que merece un culto idolátrico.
Estas anunciadas vidas paralelas se organizan en una novela tripartita muy bien detallada en sus episodios por Gentile. Al estallar el épico octubre de 1917, el dizque socialista Mussolini celebra el alzamiento de la Santa Rusia (sic) por la democracia y la libertad: una guerra igualmente santa animada por el dios de la revolución social. Pero revolución no es caos sino, al revés: es orden. La necesidad de ordenar se impone y el curso revolucionario apunta a la dictadura. Mussolini apuesta por Kerenski, socialista y militar; mas Kerenski fracasa porque no quiere o no puede ser un buen dictador.
Es este el punto crítico donde el italiano se vuelve contra Lenin. La revolución se desvirtúa y se torna reacción. Los comunistas actúan como la antigua monarquía zarista, lo cual recuerda lo ocurrido con la Vendée monárquica en la revolución francesa, que imitó los pasos de la revolución republicana en Roma. Esta comparación lleva a Mussolini hacia una visión cíclica y repetitiva de la historia, inspirada por Giambattista Vico y que lo acaba situando en Roma, futura capital del fascismo. Finalmente, Lenin ha sido pagado por la Alemania imperial para dañar a Italia en la guerra.
Otra punta crítica se da en la consideración de la naturaleza revolucionaria de la Rusia leninista. Mussolini se pregunta en un artículo de Il Popolo d’Italia (8 de septiembre de 1918) si es socialista. Examinada desde la teoría de Marx, no, porque Rusia no es un país capitalista desarrollado donde el sistema ha llegado a su consumación y se impone la revolución social. Pero también se puede razonar lo contrario: Rusia es socialista y la teoría marxiana se ha equivocado.
Distintos socialdemócratas —Kautsky, Adler, Branting, Laski, Bernstein, Fernando de los Ríos— hacen la misma pregunta y la responden apuntando que se está ante un nuevo formato del capitalismo, el estatal. La Conferencia Socialista de Berna (1919) admite que la guerra ha afectado terriblemente a Europa pero no la ha llevado al confín del capitalismo. Es cuando Paul Valéry lamenta que las civilizaciones sean mortales. El capitalismo no parece serlo todavía.
La perplejidad domina a Mussolini ante estos fenómenos. Es un intelectual y a veces se lo ve como excesivamente dubitativo como para ser político. Fue admirador de Lenin, luego lo denostó y en una tercera fase, a medida que se aproxima al fascismo, lo hace también hacia el leninismo. Es cuando Lenin llama al capital internacional para que invierta en Rusia, exhibiendo como ventajas los bajos salarios y la paz social impuesta por el Ejército Rojo de su compañero Trotski, que ha militarizado al obreraje. Esto es bueno pues impregna a la arcaica Rusia de modernidad occidental y la aleja del oriental despotismo teocrático. Incluso la Italia de posguerra ha de ayudar a este nuevo proceso acreciendo su comercio con los rusos.
¿Se autorretrata Mussolini al describir a este Lenin de la «tercera vía»? Ir a la paz por el terror superando todas las desintegraciones de la vida social es un ideal fascista inspirada por Lenin. La excusa es considerar, como hará alguna vez el Duce, campeón del anticomunismo, que, en Europa, él y Lenin son los dos últimos revolucionarios. O sea: un par de artistas que intentan trabajar al hombre como el escultor la piedra, el mármol o el bronce, de modo que el Estado cumpla el cometido romántico de ser una obra de arte, como Burckhardt lo definió tomando de paradigma el humanismo renacentista. En la historia contemporánea, lo es la incomparable euforia del leninismo.
Mussolini terminó admirando el Estado ruso porque, al final de una etapa caótica de su historia, resultó ser obedecido por todos: era fuerte, férreo, policial y militar. En la guerra y en la política, el que gana genera razón y el que pierde deja de tenerla, en caso de que así fuera. El ejemplo fue Kerenski, la contrafaz de Lenin: tenía razón pero resultó derrotado.
Las fechas redondean la historia. En octubre de 1922 se produce la marcha sobre Roma y Lenin cae enfermo, queda de hecho inhabilitado y se prepara a morir en 1924. La prensa fascista abunda en elogios. Es el modelo del dirigente que sabe reconocer las leyes inmutables de lo humano y las aplica desde la fuerza irresistible de la verdad. Por eso Mussolini, que odia al comunismo, no puede odiarlo. Se considera a sí mismo un hombre inteligente y reconoce en Lenin a una de las mayores figuras contemporáneas. Es grande y la grandeza es una virtud para los fascistas. Y, al igual que éstos, comprendió que es más fácil trabajar con una materia bruta como el pueblo ruso, que con una materia educada pero estropeada por la civilización como los pueblos de Occidente, herederos de Roma, del Renacimiento y de la Revolución francesa.
Hay cierta ternura fraternal en estos encomios mussolinianos a Lenin. En efecto, ambos dictadores eran los hijos de la Gran Guerra porque les enseñó a militarizar la política. Si querían ser políticos, debían empezar por coger los fusiles. Luego, la milicia impone disciplina, obediencia y jerarquía, en tanto el disidente es un enemigo y como tal no merece subsistir. La democracia liberal, en cambio, pacífica de proclama, organizó esa misma guerra: diez millones de muertos. Dio fin a la centuria de la Revolución francesa, una era de revoluciones, que duró todo el siglo xix, y dio comienzo al xx, el de las restauraciones. En este doble juego, nuestros dos personajes se alimentan mutuamente.
El Duce exigía el amor de las masas pero despreciaba al pueblo, por ejemplo al italiano, propicio a la elocuencia, la pereza y la inercia. Su término medio, el uomo qualunque, es tan sumiso y resignado como cualquier asiático. Cuando tiene ilusiones, son insensatas. Por eso un dictador lo mejor que puede hacer es despreciar al populacho, descabezar a sus secuaces y quedarse como único y solitario fundador. En verdad, Benito sólo amaba a una Italia grandiosa e ideal, que se le parecía y con la cual se identificaba.
Todo pueblo necesita un tirano, un hombre que represente «los puntos fijos de la vida», puertos donde pueda anclar el alma cansada. Más o menos lo que Ortega y Gasset llamará, por esas fechas, el alma desencantada de guerras y revoluciones, que cae en la abulia y suplica obedecer.
Mussolini deambuló por sugestiones raciales. En principio, conciente de ser una ínfima minoría, definió a los suyos como una tribu gitana. Después los organizó y les dio armas para formar escuadras. Luego se ufanó del alma latina y sus huellas ancestrales: racionalismo, claridad, pragmatismo, relativismo. Nada de tártaros ni eslavos, creyentes tenebrosos. Tampoco, nada de judíos, dueños del capital financiero apátrida, previsores y proféticos.
El 1 de agosto de 1918 Il Popolo d’Italia dejó de ser un «diario socialista» para convertirse en un «diario de los combatientes y los productores». La conversión es decisiva. Se acabó la lucha de clases, se acabó la diferencia entre izquierdas y derechas, se acabó la ciencia de la política. Todo es arte, inspiración genial del líder, liquidación de las diferencias entre altos y bajos, pobres y ricos, grandes y pequeños: todos somos pueblo, todo es en el Duce. Por más que reniegue del siglo revolucionario, Mussolini, lo diga o no, ama a Napoleón, que es la culminación del ciclo revolucionario, el emperador que sucede a la república que decapitó a los reyes. No quiere ideólogos ni economistas pues todo lo confía a la intuición del genio. No le es ajena cierta confianza en la fatalidad del epos histórico: Italia va al fascismo, Rusia va al comunismo. Tal es la ley histórica y justifica cualquier cambio ideológico.
Esta maraña de ideas, fórmulas y creencias explica la variedad de definiciones que se han propuesto para este par de fenómenos que permiten definir un siglo. Ya en 1924, Torquato Nanni los consideró dos fórmulas de evolución del capitalismo. En efecto, tanto Rusia como Italia eran países atrasados en su desarrollo y arcaicos en sus desenvolturas. Lenin y Mussolini quisieron modernizarlos, volverlos disciplinados y productivos, dinámicos y competitivos como los grandes ejemplos de Inglaterra, Francia y Alemania. Para ello no contaban con una burguesía activa y pugnaz. Habían de sustituirla por una nueva clase de punta, una burocracia tecnificada, ensimismada en sus despachos y laboratorios, protegida por una banda de pistoleros que custodiaran su críptica lucidez. La antigua política se fue reduciendo a juzgar lo que es oportuno según las circunstancias, sin intentar someter lo que hay a ideas fijas y sublimes.
Luigi Sturzo, un cura antifascista que fundó la democracia cristiana en Italia, consideró a Mussolini un buen aprendiz de Lenin, ambos seguidores del activismo de Sorel. Los soviéticos lograron culminar la construcción de un Estado totalitario. Benito lo hizo a medias, se metió en insolventes aventuras coloniales y acabó destrozado con su régimen por una catastrófica intervención en la guerra mundial. Thomas Mann produjo una ingeniosa fórmula: el comunismo es un bolchevismo izquierdista de proletarios, el fascismo es un bolchevismo derechista de pequeños burgueses. Mussolini tal vez siguió los cursos de Vilfredo Pareto en Suiza, donde se describía la sociedad moderna como una peonza donde las clases altas y bajas eran agudos puntos, y el grueso, una acumulación de clases medias de difusa definición.
Por debajo de estos regímenes, el siglo xx contempló la conversión de la sociedad de clases en sociedad de masas, un magma donde productores y gestores se funden en la vaga definición del pueblo que da lugar a la aparición de conductores que se muestran hábiles para ser de unos y de otros. Psicólogos como Gabriel Tarde, Gustave Le Bon y Scipio Sighele trabajaron en este sentido. Algunos fueron sugestivos maestros de Mussolini. Freud se ocupó de ellos señalando cómo en la masa los sujetos individuales, antes identificables por su pertenencia a una clase social, disolvían dicha identidad a favor de un superego que encarna un discurso capaz de homogeneizar a la multitud y estimular en ella un sentimiento de poder que es la condición de su obediencia al líder. A la vez, James Burnham y Bruno Rizzi, antiguos marxistas con algo de trotskismo, describieron a una nueva clase dominante que sustituye la tradicional hegemonía burguesa por medio de gestores, gerentes y burócratas, dueños de los mecanismos propios de unas sociedades cada vez más tecnificadas.
Benito y Vladimir eran hombres del siglo xix metidos por la historia en un fregado que no previeron y para el cual hubieron de improvisar un nuevo mundo ideológico. Confiaban en la historia, en sus poderosas decisiones inconscientes de las cuales se creyeron los más iluminados intérpretes. La historia los favoreció a tal punto que produjeron lo contrario de lo que decían cumplir. Se definieron revolucionarios pero fueron instrumentos de una revolución que no consiguieron definir más que con fórmulas anacrónicas. En eso estamos.