En una extensa entrevista publicada hace unos meses en estas mismas páginas, el profesor Antonio Candeloro me preguntó por la influencia que el pensamiento de Walter Benjamin había ejercido sobre mis textos. Le respondí que sus ideas sobre la memoria, el tiempo y la visualidad atravesaban mucho de lo que había escrito. Y le confesé también que mi verdadero encuentro con el filósofo tuvo lugar en 2010, durante una estancia de investigación en el Clark Art Institute. Allí, en el pequeño pueblo de Williamstown, que más tarde sería el escenario de mi novela El instante de peligro, la figura melancólica del pensador alemán me deslumbró y se convirtió para mí en una presencia ineludible. Sin embargo, cuando, tiempo después, el director de esta revista me sugirió la posibilidad de reflexionar sobre ese deslumbramiento y comencé a hacer memoria para escribir esta pequeña crónica, me sorprendí al descubrir la huella de Benjamin mucho antes de que aquel encuentro americano. Aunque difuso y leído a través de otros autores, el autor del Libro de los pasajes había sido una referencia constante a lo largo de mi trayectoria académica. Una sombra proyectada a través del tiempo.
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Leí a Benjamin por primera vez en 1999, durante el último curso de la licenciatura en Historia del Arte. Francisco Jarauta, uno de los profesores más brillantes y generosos que he tenido jamás, planteó la asignatura «Historia de las Ideas Estéticas» como la exploración de tres conceptos maestros: clásico, romántico, moderno. Nos sepultó a fotocopias. Y entre una selección de textos de Massimo Cacciari, John Berger, Mario Praz o Remo Bodei, nos dejó una copia de Discursos interrumpidos I, la edición de Taurus de 1973 –traducida, prologada y anotada por Jesús Aguirre–, que recogía, entre otras cosas, algunos escritos centrales sobre filosofía del arte y de la historia: el célebre ensayo sobre «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica» (1936), la «Pequeña historia de la fotografía» (1931) o las «Tesis de filosofía de la historia» (1940).
Aunque leí aquellos textos con gusto, no me llegaron a fascinar como sí lo hicieron por ejemplo los fragmentos narrativos de John Berger. Sin embargo, algunas ideas benjaminianas comenzaron a asentarse en mi cabeza y ya nunca más se marcharon de allí: la pérdida del aura –fundamental para entender el lugar del arte en la modernidad–, la experiencia del flâneur –esencial en la transformación de los tiempos y la experiencia del sujeto en la ciudad– y sobre todo la imagen del ángel de la historia –que mira a contrapelo el tiempo y es arrastrado hacia al futuro por el viento inmisericorde del progreso–.
Se me quedaron las ideas, sí, pero más como lemas o titulares que como un pensamiento complejo y articulado. Para eso era necesario leer en profundidad, y para mí no había llegado aún el momento de hacerlo. Aunque lo cierto es que estuvo a punto de hacerlo. Al terminar de la licenciatura, Jarauta me propuso una tesis doctoral sobre la transformación de la experiencia artística y literaria en el París de fin del XIX. Habría sido la oportunidad perfecta para sumergirme en la obra de Benjamin. Pero, por razones que no vienen al caso, aquello no pasó de una conversación de café y, después de cambiar varias veces de tema y de director, acabé dedicando mi tesis al rechazo del placer de la mirada en el arte del siglo XX. Antivisión en el arte contemporáneo: de Marcel Duchamp a Santiago Sierra.
Los pensadores que configuraron mi argumento de modo explícito en aquella tesis –y en muchos de los textos que escribí a partir de entonces– fueron Michel Foucault y Jacques Lacan. El primero me resultó fundamental para entender las transformaciones del archivo visual de la modernidad; el segundo me sirvió para tratar la pulsión escópica del sujeto contemporáneo y la ansiedad que generan las estrategias artísticas que arrebatan al espectador aquello que debería ver. Sin embargo, debajo de mi argumento se encontraba también Walter Benjamin, en especial, la noción de «inconsciente óptico», un concepto que había enunciado en sus textos sobre fotografía y que había sido actualizado en los noventa por críticos como Rosalind Krauss o José Luis Brea: la intuición de que hay algo en la realidad que nos afecta y que, sin embargo, no podemos ver, un punto ciego al que constantemente apunta el arte y la literatura de vanguardia.
Era el Benjamin de la alegoría, la intraducibilidad y la ilegibilidad. Un Benjamin que incorporé a mi trabajo, filtrado por la lectura de la crítica postestructuralista.
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Tras dedicar unos años a investigar sobre la antivisión, tuve la fortuna de que se cruzara en mi vida la teórica y artista holandesa Mieke Bal. Gracias a ella me interesé por las estéticas migratorias y consagré algunos textos a la cuestión de la temporalidad en la experiencia del migrante. Me preocupé sobre todo por el empleo de lo que llamé «tecnologías de segunda mano», que evidenciaban que la globalización era fundamentalmente un proceso de sincronización forzada a «la hora occidental». En ese argumento se reveló como esencial el problema de la obsolescencia: la potencia de lo pasado de moda para hacer saltar por los aires la experiencia lineal del tiempo moderno. Y fue aquí cuando Benjamin regresó y se convirtió una vez más en una referencia central. De nuevo lo hizo mediado por la lectura de un autor, en este caso, el crítico norteamericano Hal Foster.
En un texto breve que sigo considerando central (Diseño y delito, 2007), Foster identificaba cuatro procedimientos fundamentales del arte después del fin de la historia: lo espectral, lo traumático, lo incongruente y lo asíncrono. Este último, que consistía en el montaje de objetos, materiales y estéticas pertenecientes a diferentes marcadores temporales, recuperaba las reflexiones de Benjamin sobre la potencia revolucionaria de lo obsoleto, desarrolladas sobre todo en el Libro de los pasajes y en sus textos sobre el surrealismo y el coleccionismo. Era el Benjamin marxista, preocupado por el fetichismo de la mercancía y la cultura de masas.
Esas cuestiones constituyeron la base del proyecto de investigación que presenté para la beca del Clark: «Tecnologías de segunda mano: obsolescencia y resistencia en el arte reciente».
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El Sterling and Francine Clark Art Institute es un pequeño museo situado en Williamstown, Massachusetts, un pueblito de los Berkshires rodeado de bosques y montañas. La colección es célebre y alberga varias obras maestras, sobre todo del siglo XIX, pero el Clark es aún más conocido entre los historiadores del arte por su centro de investigación y su biblioteca. Y sobre todo por las generosas becas y residencias para «investigadores establecidos».
Tenía que escribir un texto que nunca acabé. Y la conferencia que estaba obligado a impartir apenas fue más allá de una serie de intuiciones y caminos por transitar. Un work in progress, me excusé; solo esbozos e ideas para debatir. Porque lo único que hice en esos meses fue leer e intentar cartografiar a Benjamin. Y conforme lo hacía, tomaba conciencia de que me enfrentaba a una tarea imposible. Su pensamiento no podía ser apresado en un sistema. Se desarrollaba como una red de conexiones, una constelación de problemas, fragmentos y sugerencias
En el Clark, debería haberme dedicado a explorar las diversas formas de obsolescencia en el arte contemporáneo. Sin embargo, a los pocos días de llegar, Benjamin me absorbió. Sucedió, una vez más, a través de otros ojos: los de Georges Didi-Huberman. Su Benjamin era el pensador del anacronismo y del montaje de temporalidades, el Benjamin trapero que trabajaba con los desechos del pasado, el iluminador de los caminos cortados…, el historiador materialista.
Creo que fue tras la lectura de Didi-Huberman cuando por fin me sumergí en los textos del pensador alemán como nunca antes lo había hecho con otro autor. Recuerdo los días perfectamente. La misma rutina. Me levantaba temprano, desayunaba, me vestía y caminaba sobre una gran capa de nieve hasta la biblioteca del Clark. Llegaba a mi despacho, abría las obras de Benjamin y me ponía a leer y tomar notas hasta la tarde, con apenas una pausa para un sándwich y otra para un café.
Tenía que escribir un texto que nunca acabé. Y la conferencia que estaba obligado a impartir apenas fue más allá de una serie de intuiciones y caminos por transitar. Un work in progress, me excusé; solo esbozos e ideas para debatir. Porque lo único que hice en esos meses fue leer e intentar cartografiar a Benjamin. Y conforme lo hacía, tomaba conciencia de que me enfrentaba a una tarea imposible. Su pensamiento no podía ser apresado en un sistema. Se desarrollaba como una red de conexiones, una constelación de problemas, fragmentos y sugerencias. En realidad, también un work in progress, un campo de problemas y conceptos en constante movimiento. Más que dominarlos o sistematizarlos, lo único que podía hacer era navegar entre ellos, dejarme atravesar por las ideas.
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Regresé a Murcia cargado de notas y esbozos y, nada más llegar, me senté a escribir. En unos pocos meses finalicé un ensayo que titulé Materializar el pasado: el artista como historiador (benjaminiano), un pequeño libro sobre los modos en los que el arte contemporáneo encarna el sentido benjaminiano de la historia: la experiencia material del tiempo, la noción de imagen dialéctica y la toma de conciencia de que el pasado continúa activo en el presente. Acabé una vez más con la sensación de que ahí solo había esbozado un argumento y propuesto algunas ideas para la reflexión. De nuevo, el work in progress. Y también sentí que me había dejado otro Benjamin por el camino, uno que aún no había encontrado el modo de asimilar: el Benjamin de los afectos, el narrador, el creador, el que ponía sus ideas en funcionamiento en sus historias, en sus sueños, en sus fragmentos narrativos y en sus recuerdos, el Benjamin de Dirección única o Infancia en Berlín hacia 1900. Creo que fue ese Benjamin el que, poco a poco, comenzó a emerger en la escritura de mi novela El instante de peligro.
Aunque no traté en ningún momento de ilustrar teorías, de repente me encontré escribiendo una historia en la que Benjamin se encontraba por todas partes. Una narración que relataba las peripecias de un antiguo becario que regresaba al Clark Institute para escribir sobre unas películas anónimas en las que solo se mostraba una sombra inmóvil proyectada sobre un muro en mitad del bosque. Mientras escribía la novela, que no deja de ser una historia de amor y de reencantamiento con el arte, sentía que estaba rememorando mis días en Williamstown y también que todas mis lecturas benjaminianas luchaban por introducirse en la historia y en los pensamientos de los personajes.
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Me sucedió con esa novela algo insólito. Justo el año en que apareció (2015), tuve la suerte de recibir una beca de la Universidad de Cornell y pasé un curso académico escribiendo sobre el tiempo y la obsolescencia –una vez más el work in progress– en la pequeña ciudad de Ithaca. De una manera bastante extraña, me vi representando el papel del protagonista de El instante de peligro, como si la ficción hubiese decidido apoderarse de la realidad.
La culminación de ese entrelazamiento entre la literatura y la vida se produjo cuando visité en Cumberland las ruinas de Folck’s Mills, un paraje histórico en el que había tenido lugar una cruenta batalla de la Guerra Civil norteamericana. Allí me encontré con el muro sobre el que había escrito en El instante de peligro, el espacio sobre el que se proyectaba la sombra inmóvil que contenían las películas anónimas. Cuando me situé frente a aquella estructura de piedra y observé mi sombra proyectada sobre las ruinas, sentí que algo se anudaba, que todos los tiempos se daban la mano y que realidad y ficción se entrelazaban. Lo relaté en el epílogo del diario Presente continuo. Una cita en el tiempo. Una constelación, una imagen dialéctica, una sombra que condensaba instantes y realidades.
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Después, el pensador judío no ha cesado de regresar. En septiembre de 2017 fui invitado a un seminario que la Escuela de Verano Walter Benjamin organizaba en Portbou y entendí la visita como una manera de cerrar un ciclo. Entre otras cosas, allí tuve el privilegio de conocer a la nieta y a la bisnieta de Benjamin. Compartimos cenas y algún café frente al mar. Mientras charlaba con ellas, yo las miraba tratando de identificar algo en sus rostros, en sus gestos y en sus palabras. Y en un momento determinado, tal vez por la sugestión, pude intuir la presencia del filósofo y la piel de la nuca se me erizó.
Con la memoria de esa vibración en el cuerpo, antes de regresar a casa, visité el Monumento a Benjamin del arquitecto Dani Karavan. Descendí por el estrecho pasaje de acero oxidado que desemboca en el mar y contemplé el abismo desde el cristal. Después, subí al cementerio y busqué la tumba del filósofo. La encontré nada más entrar. Una gran piedra sobre la que se apoya una lápida de mármol gris. «Walter Benjamin. Berlín 1892 – Portbou 1940». Y un fragmento, en alemán y en catalán, de la tesis VII sobre el concepto de historia: «No hay documento de cultura que no sea, a su vez, documento de barbarie».
Me quedé unos minutos allí, no sé si rezando o meditando, intentando detener el tiempo, percibiendo detrás de mí la amplitud del Mediterráneo, una apertura hacia el infinito. Sólo después de unos instantes, me fijé en mi sombra proyectada sobre la piedra. No pude evitar pensar en el muro de Folck’s Mill, en Williamstown, en mis lecturas del filósofo, también en la muerte trágica, en los caminos cortados, en la cita al final del tiempo… y sobre todo en las sombras. En las que nos acompañan y que nos protegen. En las que nos orientan y guían nuestro camino. Por mucho que a veces no sepamos reconocerlas.