Más tarde llegaría a Madrid el otro protagonista en el que queremos detenernos aquí: Daniel Cosío Villegas. Nueve años menor que Alfonso Reyes –había nacido en 1898–, había permanecido en el país durante la Revolución y no visitaría España con intereses académicos ya hasta los años treinta, en plena Segunda República. Economista, abogado, historiador, politólogo, científico social y, sobre todo ello, uno de los mejores conocedores que ha tenido México de su realidad, Cosío Villegas tenía la convicción –de acuerdo con sus compañeros de generación– de la apremiante necesidad de capacitar profesionalmente a la juventud mexicana en aquella hora histórica. En 1920, al finalizar la Revolución, Cosío era un joven estudiante universitario que recibía la influencia decisiva del filósofo Antonio Caso, que al año siguiente sería designado rector de la UNAM y había fundado con Vasconcelos el Ateneo de la Juventud, que, como se dijo, aglutinaba a un grupo de personas que por entonces abrieron su espíritu a los aires de la modernidad frente al positivismo decimonónico. Si Reyes pudo recuperar su puesto en el escalafón diplomático –lo que le ofreció un mayor desahogo en su vida en Madrid donde aún permanecería algunos años–, Cosío, que no se había marchado de México, ya había destacado en su capacidad de liderazgo como estudiante, pues había sido presidente de la Federación Estudiantil Mexicana y de un Congreso de Estudiantes celebrado cuando cursaba Leyes. También había pertenecido al Partido Laborista –del que rápidamente se dio de baja–, había dirigido una revista universitaria y había publicado Miniaturas mexicanas (1922), novela en la que reflejaba el paisaje y paisanaje diverso del país y la primera de sus numerosas obras sobre México. Poco después, tras comprobar que el ejercicio del Derecho no era lo suyo, en el segundo lustro de los años veinte, centró su atención en la economía, todavía inexistente como disciplina en México, y a la que llegaría a través de estancias en algunos de los mejores centros de Estados Unidos y Europa, como Harvard, Wisconsin, Cornell, London School of Economics o la École Libre de Sciences Politiques. Con todo, fue la historia la disciplina a la que, en lo intelectual, sería más fiel y entregado a lo largo de su vida. En su mirada hacia el pasado mexicano, Cosío también respondía a los nuevos aires que sacaban la historiografía del positivismo que había caracterizado el siglo XIX para observar el pasado desde una perspectiva crítica en el amplio sentido del término, pues, como indicó en su presentación inaugural del primer Curso de Sociología Mexicana en 1923: «Para saber es necesario herir; para conocer es necesario cortar» (en Meyer, 2015, p. 57), en referencia sanitaria tan del gusto de la época.

Mientras Cosío se entregaba con afán a aquella labor regeneradora en México, en Madrid, Ortega y Gasset invitaba a su amigo Reyes a participar en el primer número de la Revista de Occidente que, a la postre, devendría en la revista cultural en español más importante del siglo XX por su capacidad de influir en la creación de un espacio de pensamiento común, junto con otras como las argentinas Sur y Realidad o la puertorriqueña La Torre. En aquel primer número de julio de 1923, Reyes publicó una nota sobre la edición crítica de las Poesías y el estudiante de Salamanca de José de Espronceda que había realizado José Moreno Villa. Compartía nómina en aquel número con un selecto elenco de la cultura europea e hispánica. Junto al propio Ortega, publicaban artículos Pío Baroja, Georg Simmel –cuyo nombre aparecía castellanizado en el índice como Jorge–, el arqueólogo Adolf Schulten (también presentado como Adolfo), Fernando Vela y Corpus Barga. Las notas, por su parte, venían firmadas, además de por Reyes, por Antonio Espina, Antonio Marichalar, Jean Cocteau y, de nuevo, Corpus Barga.

Como es bien sabido, la Revista de Occidente, tal y como señalaba en sus primeras líneas publicadas en el verano de 1923, nacía con el propósito de ofrecer al público que lee y piensa en español «noticias claras y meditadas de lo que se siente, se hace y se padece en el mundo […]. Esta curiosidad, que va lo mismo al pensamiento o la poesía que al acontecimiento público y al secreto rumbo de las naciones es, bajo su aspecto de dispersión e indisciplina, la más natural, la más orgánica […]. Es la vital curiosidad que el individuo de nervios alerta siente por el vasto germinar de la vida en torno y es el deseo de vivir cara a cara con la honda realidad contemporánea».

Unos meses más tarde ese mismo año, Reyes escribió de nuevo otra nota en las páginas de la revista sobre «El silencio de Mallarmé» (n.o 5, pp. 239-243), tema al que sería muy afecto, pues, además de organizar aquel mismo año un homenaje a la memoria del poeta simbolista, en 1932 lo retomaría en la propia Revista de Occidente ya de manera más extensa en «Mallarmé en castellano» (n.o 110, pp. 190-219). Con el tiempo, aquellos intelectuales mexicanos –singularmente Cosío Villegas– harían suya la aspiración compartida con Ortega e impulsada desde la Revista de Occidente –en su doble vertiente de publicación periódica y como editorial– de llevar el saber occidental al medio académico mexicano y a todo el mundo de habla hispana. Si en la Revista de Occidente pronto se traduciría a autores de diversas lenguas –entre los que destacaron en esa primera época el psiquiatra Carl Jung; los filósofos Max Scheler, Hegel, Georg Simmel o Edmund Husserl o los historiadores Jakob Burkhardt o Johan Huizinga, entre otros muchos–, más tarde esa ambición la impulsaría muy específicamente el Fondo de Cultura Económica (FCE), como veremos en seguida. Impresiona reparar en cómo aquellos intelectuales de habla hispana, además de su propia y sustantiva obra, llevaron a cabo una esencial labor de traducción de esos libros o artículos que entonces revolucionaban el mundo de la ciencia, el pensamiento y la cultura y de los que, en buena medida, aún hoy somos deudores.[1]

Así corrían las cosas en la España de la dictadura de Primo de Rivera, momento en el que Martín Luis Guzmán hubo de exiliarse de nuevo y regresó a España, donde escribió El águila y la serpiente y La sombra del Caudillo (1928 y 1929, respectivamente), en los que se fijaba en el México de la Revolución y de Álvaro Obregón. Entre tanto, en México, Daniel Cosío Villegas acertó a atisbar la economía como piedra angular en la transformación radical que se produciría dentro del mundo de las ciencias sociales en las décadas siguientes. Junto al giro nacionalista y proteccionista que se produjo en algunas de las economías más importantes del mundo –singularmente, en los Estados Unidos– y el problema de las deudas y las reparaciones de guerra –solo parcialmente resuelto con los conocidos como Planes Dawes y Young de 1924 y 1929–, Occidente desembocó en una coyuntura económica cada vez más interconectada, como se hizo evidente con el crac de 1929. Así, mientras en España, Ortega y Gasset y otros destacados catedráticos renunciaban a sus plazas universitarias en protesta por la disposición gubernamental que permitía a instituciones eclesiásticas emitir títulos universitarios oficiales (Deusto y El Escorial, jesuitas y agustinos respectivamente), en México, paradojas de la historia, al tiempo que Calles aplastaba el vasconcelismo que había tratado de desafiar al poder imperante democráticamente, Cosío impulsó la creación del primer estudio reglado de Economía dentro de la Facultad de Derecho, embrión de la que más tarde sería la Escuela de Economía de la UNAM, ya en 1935. De aquella experiencia Cosío comprendió algo que le sería de gran utilidad a la hora de impulsar más tarde El Colegio de México: «La importancia de una buena biblioteca especializada; […] que el programa, para cumplirse cabalmente, requería de estudiantes de tiempo completo y eso solo se conseguiría becándoles; y […] que estos estudiantes deberían dominar el latín de la época: el inglés» (Meyer, 2015, p. 61). Desde entonces y en adelante, Cosío, buen conocedor del mundo universitario y de las flaquezas de la administración mexicana, dedicó su vida a «conocer los problemas [de México] y buscar sus soluciones» (Meyer, 2015, p. 58) desde las diferentes instituciones a las que dedicó sus esfuerzos.

El México posrevolucionario de Obregón, y también, desde luego, de Calles, no toleraba la discrepancia y el ejército conformaba la columna vertebral de un Estado débil y ciertamente invertebrado, por usar la expresión orteguiana. Las divisiones de la élite que gobernaba el país y, sobre todo, el raquitismo del Estado llevaron a Calles, en marzo de 1929, a fundar el Partido Nacional Revolucionario, luego PRM (Partido de la Revolución Mexicana) y, finalmente, en 1946, PRI (Partido Revolucionario Institucional), que se identificó e hibridó con el Estado y sus estructuras e incorporó a campesinos y clases medias y urbanas, condicionando, en adelante, la vida política del país. Entre tanto, en España se abría paso la Segunda República, algo parecido a un «Estado cultural» (Fusi, 1999, p. 88). En línea con la transformación profunda que entonces aconteció con el aumento sustantivo de los presupuestos en educación durante el bienio social-azañista, en España se crearon instituciones o acontecimientos culturales que transformarían también la fisonomía cultural del país con el correr de las décadas, como, por ejemplo, la Universidad Internacional de Santander (1932) o la Feria del Libro, cuya primera edición se llevó a cabo en Madrid en mayo de 1933. En ese contexto, al tiempo que la amistad entre Azaña y Martín Luis Guzmán se estrechaba, Daniel Cosío Villegas viajaba a España invitado por el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos, para impartir un ciclo de conferencias sobre la problemática agraria en México en la Universidad Central de Madrid. El audaz intelectual mexicano fue a España con la idea de encontrarse con el gran referente de la intelectualidad española de entonces, Ortega y Gasset –además de con otras muchas personas, singularmente editores–, que ya había publicado su Rebelión de las masas (1929) y al que deseaba proponerle un ambicioso proyecto que, siguiendo la estela de la editorial Revista de Occidente, tradujera las obras más relevantes del ámbito económico, que, tras el crac de 1929, proliferaban tratando de comprender qué estaba ocurriendo. Fracasó en su intento. En uno de los escasísimos momentos en los que se puede comprobar que a Ortega le falló su celebradísima intuición, el filósofo no dio la importancia debida a lo que le proponía Cosío. Este, de regreso a su país –donde acababa de abrirse paso la era Cárdenas, el más carismático de los presidentes del siglo XX mexicano–, animado por un grupo de amigos, fundó el Fondo de Cultura Económica en 1934, un año antes de que John M. Keynes publicara el que iba a ser el texto capital para la economía occidental durante lo que quedaba de siglo: Teoría general del empleo, el interés y el dinero.

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