Aunque con el tiempo el FCE no solo se preocuparía por obras de índole económica, sino que tendría, como en seguida veremos, otras colecciones del ámbito de las humanidades y las ciencias sociales, en ese primer de impulso, Cosío siguió el modelo de la Revista de Occidente, buscando traducir los libros de economía más relevantes del momento y fundando, además, una publicación periódica que sirviera de foro para exponer las principales líneas en la discusión de entonces: la revista El Trimestre Económico. Su primer número apareció ese mismo año de 1934 y la primera monografía traducida al castellano llegó un año más tarde, en 1935. Se trataba de El dólar plata de William Shea. El libro se fijaba, básicamente, en cómo, tras más de un siglo en que la economía contemporánea había estado fundamentada en el patrón oro en las principales naciones del mundo, tras el crac de 1929 hubo un gran movimiento a favor de su cambio por la plata como base del patrón ponderal.[2]
En aquella década de los treinta el mundo bullía. Al tiempo que se asistía a la destrucción del sistema de cooperación internacional que, con no pocas dificultades, se había abierto camino de la mano de la Sociedad de Naciones en los veinte, en la nueva década, los fascismos, las purgas estalinistas, la crisis de Manchuria (1931), la invasión italiana de Etiopía (1935) y las sucesivas agresiones de la Alemania nazi en busca de su «espacio vital» al mundo judío y las naciones de su entorno mostraban los nubarrones que presagiaban la tormenta que devendría en forma devastadora con la guerra. En México, tras el crac de 1929, se había abierto un proceso nacionalizador de sectores estratégicos cuyo cénit simbólico tuvo lugar en 1938, cuando el presidente Cárdenas intervino la producción petrolífera. En España, el golpe de Estado fracasado, que, incontrolado, devino en la más incivil de nuestras guerras, despeñó el país por el precipicio del odio, el rencor y la incomprensión.
DE INSTITUCIONES Y CULTURA DURANTE EL EXILIO ESPAÑOL
Paradójicamente, la tragedia española se tornó en oportunidad para México y solución para miles de personas. La Guerra Civil generó la diáspora de una parte sustantiva del mundo intelectual y científico español, que huyó de las represalias que la dictadura del general Franco tomaría contra ellos por el mero hecho de haber estado vinculados a la tradición liberal o, simplemente, por la obtención de sus cátedras de instituto o universidad durante el periodo republicano.[3]
Fue Daniel Cosío Villegas –que estaba en misión diplomática en Portugal y era buen amigo del entonces embajador de la República Española en Lisboa, Claudio Sánchez Albornoz, y de la cónsul de Chile, Gabriela Mistral, que no poco tuvo que ver en que el mexicano tomara esta iniciativa– quien albergó la idea de acoger en México a un grupo de académicos españoles de manera temporal en tanto se resolvía la situación bélica del país amigo.[4] Cosío no solo seleccionó, contactó y convenció a los primeros académicos españoles exiliados para que se trasladaran a México, sino –lo que resultó más importante y decisivo– fue capaz de articular los resortes necesarios para que la Administración Cárdenas y el Gobierno asediado de la República hicieran cuanto estuvo en su mano para que ese éxodo se produjera de manera institucional y relativamente ordenada.
De esta manera, la Segunda República Española encontró en el presidente Lázaro Cárdenas, en el canciller y embajador en Madrid Genaro Estrada y en Isidro Fabela, entonces representante de México ante la Sociedad de Naciones, el firme aliado que no encontró en ninguna nación europea. Evidentes y bien conocidas son las afinidades entre el programa reformista cardenista y el bienio social-azañista, así como entre las empresas científicas, culturales y educativas que aquí rememoramos y que se pusieron en marcha por entonces. Conmovedor es, igualmente, el testimonio que recibimos del entierro del presidente Manuel Azaña en Montauban, Francia, cuando el 4 de noviembre de 1940, ante la negación de las autoridades francesas para que fuera enterrado con la bandera tricolor republicana y la sugerencia de que lo cubrieran con el estandarte entonces oficial en España, el representante prefecto mexicano de la ciudad, Luis I. Rodríguez, resolvió el asunto notificando que cubriría el féretro «con orgullo [con] la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección» (Rodríguez, 2000, p. 277).
Entonces confluyó otra circunstancia felizmente favorable para esta historia, Alfonso Reyes, que tras su partida de España en 1924 había desarrollado labores diplomáticas en París, Río de Janeiro y Buenos Aires y que, aunque tenía una oferta para establecerse en Texas, no quería «volverse pocho» ni dar «la espalda» a su destino «de mexicano» –como confesaba a su viejo amigo el dominicano Pedro Henríquez Ureña en carta de 22 de marzo de 1939 (en Garciadiego, 2015, p. 34)–, decidió regresar a México. De esta manera, aceptó la propuesta para presidir La Casa de España en marzo de 1939, ante la amenaza de quedar desempleado en sus funciones diplomáticas por la dificultad que el cardenismo tuvo para sacar adelante el presupuesto federal por el boicot internacional contra el petróleo mexicano que el presidente acababa de expropiar. Reyes, que no había seguido al detalle la vida educativa y social mexicana, tenía clara –al más puro estilo orteguiano– la necesidad de mejorar la educación y la cultura nacional, asomándola a las aportaciones más relevantes de los principales intelectuales y movimientos artísticos, científicos y culturales de Occidente como factor clave en el devenir histórico de México.
La designación de Reyes consoló a muchos republicanos españoles que vieron en el nombramiento de su fraternal amigo, con el que habían compartido aventuras y desventuras –literarias, sobre todo– en Madrid, un gran alivio y una puerta abierta para huir del horror. Para el poeta Pedro Salinas, Reyes era garantía de lo mejor, pues «nos conoce en lo más íntimo y sabrá comprender nuestros errores» (carta de Pedro Salinas a Alfonso Reyes del 21 de mayo de 1939, Archivo Histórico del Colegio de México, La Casa de España, c. 23, exp. 1, ff. 15-16, en Garciadiego, 2015, p. 38). Cuando Reyes recibió a aquellos hombres en La Casa de España, en cierta manera, respondía a la cordial y generosa bienvenida con que muchos de ellos lo recibieron en Madrid en 1914. De hecho, unos años más tarde consignaría en carta a Ortega y Gasset de septiembre de 1947 que su propósito durante todos aquellos años fue que no «sufrieran lo que yo había sufrido aquellos que un día compartieron conmigo sus escasos recursos» (Archivo Fundación Ortega-Marañón, en Aponte, 1972, pp. 118-119 y en Pineda, 2016, pp. 32 y 33, pp. 55-85 y pp. 27-88). Era un camino de ida y vuelta.
Cosío y Reyes, Reyes y Cosío, colaborarían en adelante para hacer posible, primero, La Casa de España e, inmediatamente, El Colegio de México (en adelante Colmex). La Casa fue, de esta manera, puerto de acogida para científicos, profesores e intelectuales españoles que llegaron a México a partir de 1938 y que, en principio, lo hacían con la intención de pasar una breve estancia en el país americano. La Casa, que sin instalaciones propias empleó dos cuartos cedidos por el FCE en sus oficinas de la céntrica calle Madero, les orientaría en tanto en cuanto se «resolvía» la situación en España. En esa primera etapa, la colaboración entre ambas instituciones resultó fundamental, pues no solo el FCE acogía físicamente La Casa, sino que la auxiliaba en sus necesidades más perentorias, de las que adolecía fruto de los escasos recursos económicos de los que disponía. El hacedor de semejante milagro fue el propio Daniel Cosío Villegas, factótum de ambas instituciones. Además, la estrecha cercanía entre el FCE y La Casa facilitó la colaboración de los exiliados españoles con la empresa editorial, con un espectacular resultado a partir de la llegada de los hombres y mujeres de ciencia españoles, como veremos un poco más adelante.
Sin embargo, el camino no fue sencillo y no estuvo exento de incomprensiones. Lo más complicado entonces resultó integrar a los exiliados en instituciones de enseñanza superior mexicanas con las que pudieran colaborar. En principio, no asumirían labores docentes permanentes; impartirían seminarios y dictarían conferencias mientras durase su estancia allí.[5] Con todo, la labor de La Casa suscitó no pocas suspicacias en parte de la opinión pública mexicana, que veía, por un lado, que las generosas condiciones de asilo a los académicos españoles eran oportunidades que la administración de Cárdenas no ofrecía a los propios mexicanos. Cierto era que aquellos profesores españoles fueron tratados de manera privilegiada en relación con la situación de sus homólogos mexicanos, pues el permitirles ejercer ciertas labores docentes e investigadoras de manera exclusiva era algo absolutamente excepcional entonces en México. Por fin, a lo largo de la década de los cuarenta, la administración del presidente Manuel Ávila Camacho extendió esas condiciones profesionales a otras entidades universitarias como la UNAM y, finalmente, se dio un paso legislativo esencial cuando se procedió a la profesionalización de la carrera educativa en 1945. Por otro lado, los exiliados fueron acusados de servir a intereses soviéticos. Aquella atribución, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y muy poco tiempo antes de que México entrase en la contienda a favor de los aliados tras el hundimiento de dos buques petroleros mexicanos, el Faja de Oro y el Potrero de Llano, no era en absoluto una cuestión menor.