POR ANTONIO LÓPEZ VEGA

La emblemática fecha del comienzo de la Primera Guerra Mundial, 1914, da nombre a la generación que, en España y liderada por José Ortega y Gasset, no estuvo formada exclusivamente por hombres vinculados al mundo de las letras. De hecho, su principal preocupación fue situar la ciencia española, en el amplio sentido de la palabra, al nivel europeo. Para entonces, el sistema de turno de la Restauración hacía aguas. El Partido Reformista acogía las aspiraciones de los intelectuales que, tras la fragmentación del Partido Liberal –tras el asesinato de José Canalejas en 1912– y la ruptura de la conjunción republicano-socialista en 1910, dio voz a sus ansias regeneracionistas. Por su parte, el Partido Conservador no estaba en mejor posición. La negativa de Antonio Maura de formar un gabinete que sucediera al Gobierno liberal que dirigió hasta entonces el conde de Romanones y la aceptación de Eduardo Dato de presidir el Consejo de Ministros tuvieron como consecuencia la secesión del partido.

En esa tesitura el Partido Reformista abogó por la que se llamó «tesis accidentalista», por la que el republicanismo dejaba de ser prioritario en su acción política. Ese accidentalismo coincidió con la llamada de Ortega y Gasset a sus compañeros de generación a «hacer la experiencia monárquica» y con el impulso de la Liga de Educación Política, plataforma a través de la cual habrían de hacer oír su voz los intelectuales sin necesidad de figurar en ningún partido político en lo que fue, de facto, el antecedente directo de la Agrupación al Servicio de la República, que vería la luz en 1931. El primer y, en la práctica, el único y resonante acto público de la Liga, se celebró en el Teatro de la Comedia de Madrid el 23 de marzo de 1914, cuando Ortega (2004, I, pp. 591-601 y pp. 707-744) pronunció su famoso discurso Vieja y nueva política en el que llamó a su generación a impulsar en España una «nueva política» que acabase con la «vieja política» del sistema de la Restauración.

En México, por su parte, hacía muy poco tiempo que la postrera reelección de Porfirio Díaz había devenido en la rebelión del mundo rural que, liderada por Francisco Madero, reivindicaba una democracia radical y la reestructuración social del país. Había estallado la Revolución contra el Porfiriato. Los acontecimientos entonces se precipitaron. Al asesinato de Madero en febrero de 1913, le siguieron su sucesión por el general Victoriano Huerta, la toma de Veracruz por los marines norteamericanos al calor de la recién estrenada política internacionalista del presidente Wilson y la reunión de la Convención de Aguascalientes, donde acudieron los constitucionalistas Venustiano Carranza, los villistas de Francisco «Pancho» Villa y los seguidores de Emiliano Zapata. Tras el fallido intento de nombrar a un presidente de transacción –Eulalio Gutiérrez–, Carranza se retiró a Veracruz, donde fijó su gobierno en noviembre de 1914 al tiempo que los soldados norteamericanos abandonaban la ciudad. Se inició entonces en México una guerra civil múltiple entre carrancistas, villistas y zapatistas ante la que los Estados Unidos decidieron finalmente reconocer a Carranza, lo que provocó la ira de Pancho Villa, que decidió lanzar su famosa incursión sobre la ciudad fronteriza de Columbus, Nuevo México, en marzo de 1916, con las desastrosas consecuencias que conllevó para sus seguidores y que son bien conocidas. La invasión justificó una nueva intervención de los Estados Unidos en suelo mexicano, donde permanecerían hasta enero de 1917, cuando la solución carrancista se abrió paso y se pudo promulgar la Constitución de 1917, que ha fijado el orden constitucional mexicano durante más de un siglo. Todavía tardarían tres años más en apagarse los fuegos de la Revolución mexicana, en definitiva, una sucesión de conflictos políticos, identitarios y sociales solapados, maravillosamente reflejados por Luis González en su Pueblo en vilo (1968). Tras la misma, los años veinte asistieron a la oficialización del indigenismo con Álvaro Obregón, al levantamiento cristero –de raíces agrariascon Plutarco Elías Calles y al nacimiento del Partido Nacional Revolucionario –luego Institucional (PRI)–, en torno al cual giraría la vida política del país el resto del siglo.

Confluía también en México una suerte de renacer cultural en el que destacaron, para lo que aquí nos interesa, los que resultarían dos ejes fundamentales para esta historia: en primer lugar, el surgido en torno al Ateneo de la Juventud, fundado en 1909 por Alfonso Reyes y otras personalidades y en torno al cual intelectuales como el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, el arqueólogo, historiador y antropólogo Antonio Caso o el intelectual José Vasconcelos se reunían para leer de manera crítica a los clásicos griegos y universales; y, en segundo lugar, la que se conoce como generación de 1915, que hacía referencia a una élite ilustrada que sentía el deber moral de jugar un papel cívico para sus conciudadanos a través de sus responsabilidades profesionales e intelectuales. Inicialmente integrada por los conocidos como los «siete sabios»el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México Manuel Gómez Morín; los juristas Alberto Vásquez del Mercado, Teófilo Olea y Leyva y Jesús Moreno Baca; el filósofo Vicente Lombardo Toledano; el literato Antonio Castro Leal y Alfonso Caso–, pronto se adherirían a ella personalidades como el jurista y embajador Narciso Bassols o Daniel Cosío Villegas, protagonista fundamental en nuestro relato. Muchos de ellos vivieron el México de la Revolución, lo que les hizo adquirir ese compromiso para con el desarrollo de su nación. Otros, en razón de su profesión y de su compromiso con diferentes opciones políticas con los fuegos de la Revolución –casos de los diplomáticos y escritores Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán–, salieron del país hacia Europa, donde, al desencadenarse la Primera Guerra Mundial y fruto tanto de la neutralidad española como de las raíces en común, terminaron pasando una larga temporada compartiendo iniciativas con algunos de los integrantes de la generación del catorce española, que, a la postre, fue la que recuperó el diálogo con la América hispánica después de más de un siglo de discontinua relación entre ambas orillas del Atlántico tras la era de las independencias.

 

MEXICANOS EN MADRID

Aquellos mexicanos que acabaron en tierras españolas en un primer momento –Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, singularmente– fueron permeables a la transformación impulsada por la conocida como generación del catorce española, que dio lugar a la llamada Edad de Plata. A Reyes, que se había formado en la Escuela de Jurisprudencia, le habían alcanzado en París la derrota de Huerta y el estallido de la Primera Guerra Mundial, lo que le supuso perder su empleo y sustento. En una Europa en llamas, optó por ir a la España neutral, donde Enrique Díez Canedo le introdujo en el círculo de Ortega y Gasset, que, por entonces, ponía en marcha diferentes iniciativas en busca de la ansiada regeneración de la vida nacional, que él identificaba con la consabida europeización, esto es: ciencia, universidad, cultura, democracia, competencia, modernidad (Fusi, 1999, p. 51). Reyes –además de trabajar en el Centro de Estudios Históricos que dirigía Ramón Menéndez Pidal– colaboraría estrechamente con el filósofo en los siguientes años en su ahínco por europeizar España, cuando fue responsable de la columna semanal de El Sol «Historia y geografía» y colaborador habitual del semanario España, lo que, además, le dio los ingresos indispensables para vivir dignamente. Alfonso Reyes, que vivió en España hasta 1924, salió adelante gracias a su pluma con cierta dificultad, si bien atenuada desde 1920, cuando la Administración de Álvaro Obregón lo reintegró en el servicio diplomático. En la ciudad de Madrid, de la que en 1917 nos regaló sus maravillosos Cartones, Reyes entabló amistad con algunos de los que luego ingresarían en La Casa de España, que presidiría él mismo ya desde el último año de la Guerra Civil.

La relación de Reyes con Ortega debió de ser agridulce. Más allá de desencuentros posteriores, especialmente hirientes para el mexicano, en estos años de su estancia en Madrid, debió de ser desalentador para Reyes el escaso interés del filósofo por México y su circunstancia. En este sentido, Javier Garciadiego ha planteado que la etapa violenta que atravesaba entonces México, donde la Revolución absorbía todo, fue lo que debió disipar el interés de Ortega. Al mismo tiempo, el filósofo quedó seducido por Argentina, de donde regresó en loor de multitudes tras su viaje de 1916 y adonde regresaría a finales de los veinte. Aquí, en concreto, parece que se produjo el primer desencuentro serio entre Ortega y Reyes cuando el español se marchó de la capital porteña sin tan siquiera despedirse de su amigo, quien dejó registrado en sus diarios que descubría «en los periódicos tu, para mí, inesperada partida […]. Fuiste cruel en no decirme» (Reyes, 2010, p. 87, en Garciadiego, 2014, pp. 224 y 226).

El adalid de la novela revolucionaria Martín Luis Guzmán –junto a Mariano Azuela–, estuvo vinculado políticamente a Francisco Madero y a su corriente convencionista. Asesinado este y tras ser ministro con el efímero presidente Eulalio Gutiérrez, hubo de exiliarse a España en dos ocasiones: en 1915, cuando escribió junto con Alfonso Reyes para el orteguiano semanario España una columna cinematográfica firmada bajo el seudónimo Fósforo –entonces comenzaba a tener cierto impacto la industria del celuloide con Sarah Bernhardt y Max Linder como grandes estrellas– y, de nuevo, entre 1925 y 1936 (Reyes y Guzmán, 2000, pp. 9-11, en Garciadiego, 2014, p. 221). Habitual en las tertulias, Guzmán, buen amigo de Manuel Azaña, solía frecuentar la del café Regina, donde se prolongaban discusiones y conversaciones iniciadas en el Ateneo de Madrid, entonces caja de resonancia de la vida política capitalina. En Madrid, Martín Luis Guzmán terminó de escribir La querella de México (1915), donde buceaba en los problemas estructurales de su país, entonces sumido en la superposición de conflictos en la Revolución –caciquismo, estructura agraria, peso del catolicismo en la esfera pública, pobreza–, y donde se entrevé la influencia de sus conversaciones políticas con Azaña y la lectura de las Meditaciones del Quijote (1914) de Ortega, que, publicado por entonces, hacía furor en los núcleos intelectuales de Madrid.

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