Rosa Benéitez Andrés
José-Miguel Ullán. Por una estética de lo inestable
Iberoamericana-Vervuert, Madrid, 2019
252 páginas, 19.95 €
POR JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

 

En «Elogio de Linneo», uno de los poemas de El sueño de Escipión de Guillermo Carnero, la labor de la ciencia (y, por extensión, del arte) de «dar orden al espíritu», de imponer una estabilidad a la vida, se ve de pronto alterada en el último verso, con un rasgo de humor, al constatar la necesidad de «prestar más atención a las aves zancudas». Comenzar a hablar sobre el libro de Rosa Beneítez con una referencia a Carnero puede resultar desconcertante, puesto que, como se encarga de aclarar la autora, la obra de Ullán difícilmente puede acogerse a los moldes generacionales, y mucho menos al grupo de los llamados «novísimos», de los que el escritor se distanciará explícitamente. Pero me parecía elocuente esa imagen de un ave zancuda en medio de golondrinas, ruiseñores y otras aves poéticas (o convencionalmente poéticas), puesto que la obra de Ullán constituye una presencia incómoda para una historiografía literaria que echa mano una y otra vez de plantillas estéticas, grupales, generacionales… como si de los esquemas de un temario de bachillerato se tratara, y que, por tanto, se ve obligado a expulsar a los márgenes, cuando no a la inexistencia, a aquellas figuras que, por una razón o por otra, no encajan en el esquema previo. La solución no está en seguir engrosando la lista de los raros, las aves zancudas y los heterodoxos, sino en prestar atención a cómo esas figuras desestabilizan el canon, lo ponen en cuestión, y nos abren así a la posibilidad de plantear la dinámica de tradición y ruptura en un contexto más plural, aunque menos acomodaticio. Para ello resulta imprescindible una lectura atenta de la obra individual de esos nombres más o menos periféricos. Es lo que ha hecho Benéitez, que, si bien no deja de dialogar con otras aproximaciones como las de Miguel Casado o Antonio Méndez Rubio, aporta una visión propia, centrada en ese concepto de lo inestable al que una y otra vez nos lleva el libro. Dicha inestabilidad supone, en primer lugar, como se ha señalado, desbordar no sólo la adscripción a una generación concreta, sino también otras etiquetas (poesía del silencio, poesía experimental, poesía visual…) con las que se ha solido asociar la poética ullanesca, y que, como aquí demuestra Beneítez, son más bien territorios a los que se aproxima el poeta, pero, con una cierta voluntad nómada, sin querer instalarse en ninguno de ellos. Esos caminos de Ullán, o caminos-Ullán (por evocar el significativo homenaje que le tributa Eduardo Milán en uso de sus libros) se entrecruzan, se abren a senderos inesperados, a menudo borrosos, como quien se resiste a trazar un mapa definitivo de un habla que se quiere siempre en movimiento.

Y es precisamente la cuestión del habla la que centra (o más bien descentra) el trabajo de Ullán sobre la escritura. El poeta es demasiado inteligente como para sucumbir a la concepción ingenua de la espontaneidad de un hablar cotidiano como una suerte de pureza originaria, ajena al artificio achacable a la literatura. La forma en que Ullán echa mano, con inteligencia y con humor (si ambas cosas no son en él lo mismo), de versos prestados, fragmentos de conversaciones, textos teóricos, frases hechas… en una tan fascinante como divertida polifonía textual, le permite poner a la vista los múltiples discursos (sociales, ideológicos, políticos, culturales…) que configuran nuestro imaginario. De ahí que, a pesar de la lejanía con los postulados de la poesía social, su poesía tiene una dimensión crítica indudable: «[…] el objetivo de esta escritura es el de aprovechar la cercanía que lo oral —lo que todavía no ha quedado estabilizado por la palabra impresa y estandarizada— mantiene con la experiencia para así logar que ésta vuelva a cobrar presencia en el lenguaje» (pág. 87). Se trata de «rescatar lo singular de la saturación de discursos» (pág. 87), lo que se logra en gran medida en un juego constante de descontextualización y recontextualización. Cabe vincular dicho empeño —y así aparece en estas páginas— con las reflexiones de Benjamin en torno a la pérdida de la posibilidad de la experiencia tras la Primera Guerra Mundial (sólo que en este caso esa perplejidad de no poder convertir lo vivido en experimentado se sitúa en el paisaje en gris de la propia posguerra y de una larga dictadura). De igual manera, como incide también Benéitez, la interpretación de lo alegórico que encontramos en Benjamin puede iluminar las tendencias barrocas (o neobarrocas) del poeta. El yo lírico pasea, entre voces y ecos, no por el bosque de símbolos baudelariano, sino por un almacén de melancólicos objetos perdidos, que ya no pueden remitir a una totalidad y que, sin embargo, se presentan como paradójicos fragmentos de un todo que no hubo ni habrá.

Nada más alejado de Ullán que esa concepción de lo poético como expresión del yo, que solemos atribuir, de manera simplista, al Romanticismo. Precisamente, Benéitez acierta al relacionar los caminos abiertos por románticos como Schlegel con la propia perplejidad que suscita la escritura ullanesca. Ejemplar resulta el tratamiento de la ironía que hace la autora, puesto que este no sólo ilumina la poesía de Ullán, sino que constituye asimismo un lúcido acercamiento a los problemas suscitados por el concepto mismo de lo irónico desde la época antigua hasta nuestros días. Se señala, contra el tópico, que «el primer Romanticismo alemán encontró en el concepto y la práctica irónica algunas de las respuestas a su interés por fundamentar, en palabras del propio Schlegel, una «poesía trascendental […], esto es, capaz de superar tanto los límites de lo objetivo como de lo subjetivo» (pág. 149). En efecto, la apuesta ullanesca pasa por enlazar lo personal y lo colectivo, pero para ofrecer un nosotros tan fluido y cambiante como lo es un yo que, en gran medida, se constituye una y otra vez en el decir. Así, el lenguaje asoma, en la línea de Agamben (no en vano también citado en este libro), como el terreno básico en el que se desarrolla un proceso de subjetivización nunca definitivo. «Necesidad durable, borrador perpetuo», escribía Ullán, y repite Rosa Beneítez, quien indica que «comprender la ironía ullanesca significa también penetrar en las bases de su pensamiento literario: indeterminación lingüística frente a una poesía de la palabra exacta, subversión discursiva de las lógicas consuetudinarias o dialéctica constante entre lo objetivo y lo subjetivo y, en otro nivel, escritura y vida» (pág. 181). La ironía como efecto desestabilizador no es, por tanto, ajena al propio sujeto, que también se ve arrastrado por ese movimiento incesante de un lenguaje que se resiste a cristalizarse en dogmas y en significados fosilizados. No sé si es verdad, como decía Cortázar, que el humor es siempre all pervading, pero si resulta serlo en Ullán, donde lo fundamental no reside tanto en los juegos de palabras o en las ironías más evidentes, sino en esa comicidad de fondo que comparte con la poesía la voluntad de no dejar nada en pie. Explora así el poeta la paradójica libertad de la literatura que escapa de los códigos del lenguaje cotidiano para acabar presa de su propia codificación. Atrapado en un campo literario que establece de nuevo las jerarquías y las normas de las que se pretendía huir, al escritor no le cabe sino desdibujar los límites, desterritorializar ese espacio que pretende atarlo a unas coordenadas precisas.

Todo ello podría hacer pensar en una escritura que tiene no poco de programático, al modo de las vanguardias históricas. Y aunque es imposible entender propuestas como la de Ullán al margen de la huella de las vanguardias (no sólo literarias), la posición del poeta en este caso se sitúa más bien en la retaguardia, no en proyectos de porvenir ni en proclamas ni manifiestos, sino en la melancólica actitud (la melancolía no está reñida con el humor) de quien se ve obligado a rebuscar entre los despojos de las batallas de la historia y la intrahistoria. La poética de Ullán es (lo subraya también Rosa Benéitez) una poética de la escucha, antes que del decir. Se aproxima en ello a su admirada Zambrano, si bien la concepción sacra del lenguaje de la filósofa se torna aquí en una forma mucho más laica de mirar… y, sobre todo, de oír. Puesto que un aspecto no menor de su trabajo artístico pasa por cuestionar la primacía de la vista que ha dominado la sensibilidad occidental. «La generación de “paisajes sonoros”» (pág. 114) implica reivindicar la importancia de la escucha, pero también devolver su lugar al cuerpo —un cuerpo afantasmado, espectralizado por el propio lenguaje, pero que, por eso mismo, necesita hablarse, hacerse habla para recuperar su lugar en la experiencia—. Como si se hiciera eco de la brillante ocurrencia de Marx de la historia como una educación de los cinco sentidos, se escribe también para que el cuerpo tenga también la posibilidad de volverse experiencia, para dejarle hablar. «Vamos a lo concreto: a dar la cara», escribe el poeta. Así, yendo más allá que algunas propuestas de posguerra sobre la poesía como conocimiento, «En Ullán toda esta problemática en torno a las capacidades gnoseológicas y expresivas del poema debe pasar necesariamente por la cuestión de la experiencia estética, tanto la del poeta como la del lector, ya que el propósito de esta escritura radica en devolverle al lenguaje la capacidad de generar y transmitir experiencias y, por tanto, conocimiento, a partir de un fuerte trabajo de desautomatización» (pág. 238). Lo estético recupera así parte de su sentido original, el que se alumbra en el siglo xviii, que va más allá del arte para englobar todo el terreno de la sensibilidad —y la sensorialidad—.

Con todo, la lucidez de Ullán le hace desconfiar de quien pretende tener la última palabra. La escritura poética es, más bien, cuestión de palabras que siempre son penúltimas. La poesía tal vez sea conocimiento (conocimiento sensible, que parte del cuerpo y vuelve a él), pero no certeza: ni la lengua que interpela ni lo real interpelado se mantienen en su sitio. De ahí que la poesía no pueda ser ajena a ese movimiento constante, que ella misma no hace sino acentuar. Escribir aparece así como una «táctica inestable de asedio a una realidad no menos voluble» (pág. 241). Sorprende aún más, por tanto, cómo este libro es capaz de dar fe, con un sólido andamiaje teórico y con una lectura atenta de los textos, de ese constante desplazarse que parecería rechazar toda conceptualización. Por una estética de lo inestable constituye una excelente aproximación a la escritura de Ullán, pero también una ocasión para reflexionar sobre algunas de las cuestiones estéticas (la relación entre escritura y vida, entre experiencia y lenguaje, entre el arte como institución y como desafío a lo institucional, entre sensibilidad y conocimiento…) que hemos heredado de la modernidad y que siguen constituyendo un desafío no sólo para la teoría, sino también para las prácticas artísticas del momento presente.