POR SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN
Son ellos los que transfiguran las vivencias de tal modo que en no pocas ocasiones se alzan y prevalecen sobre lo real, ejerciendo un poderoso y perdurable hechizo: «No puedo ir a Notre Dame sin ver a Quasimodo y a la gitanilla», confesaba Vargas Llosa. Como Cortázar, como Julio Ramón Ribeyro, como tantos otros, el autor de Conversación en la Catedral viajó por vez primera a París seducido por las imágenes de Balzac, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Flaubert…
La hipnótica atracción que la capital de Francia ha ejercido sobre ciudadanos del mundo entero se debe en buena medida a las imágenes y símbolos forjados por los artistas y los escritores. Paradójicamente, serán algunos de estos autores hispanoamericanos los que, a partir un diálogo secreto con otros escritores y los múltiples estratos de la historia, logren renovar y reavivar las imágenes de París, como si se tratara de un palimpsesto infinito: piénsese en las crónicas de Rubén Darío y Alejo Carpentier, en los poemas de César Vallejo, en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, en los cuentos de Cortázar… Y, sobre todo, en Rayuela.
No obstante, quizá el ejemplo más paradigmático de cómo una novela puede captar el mundo de una ciudad sea el Ulises de Joyce. En cierta ocasión le preguntaron por el valor de su obra, y Joyce respondió que no sabría contestar a ello, pero que si Dublín desapareciera alguna vez podría reconstruirse con su novela. Ésta es quizá la razón por la que a pesar de que cuenta con grandes escritores en su historia, como Oscar Wilde, Bernard Shaw, Yeats, Beckett, Heaney o, más recientemente, Banville o Colm Tóibín, se hable casi exclusivamente del Dublín de Joyce.
Hay otros escritores que han mantenido la ambición desmesurada de colonizar literariamente ciudades, incluso continentes. Es el caso de Pablo Neruda en su libro fundamental, pero no el mejor, Canto general, a juicio de Caballero Bonald, «verdadera epopeya de América, donde el poeta alcanza su máximo temple barroco y donde aborda una especie de reconstrucción dialéctica de la historia del continente americano, con sus protagonistas, sus hermosuras, sus desmanes».[1]
Otros han colonizado literariamente grandes ríos, como el Danubio y los espacios colindantes por parte de Claudio Magris,[2] o los cementerios, como ha hecho Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores, en cuya introducción leemos esta declaración que alude a una de las razones de ser de la literatura: «Las he visitado porque forman parte de mi vida. Porque han acompañado dicha vida de las maneras más diversas y en los momentos más variados. […] Todos forman parte de mí».[3] Para resumirlo en unos versos de Juan Manuel Bonet, en efecto, el arte y la literatura es «tu voz en otras voces / que han de morir contigo».[4]
El arte y la literatura poseen el misterioso poder de elevar lo particular a universal. En los símbolos de los artistas, en las palabras de los poetas, podemos descubrir nuestros sentimientos y nuestras experiencias como acaso somos incapaces de formularlo nosotros. Por eso, los escritores y artistas nos expresan y configuran nuestras identidades. A esto es a lo que apunta Borges al sostener que «la literatura es esa maravilla que lo imaginado por un hombre pueda formar parte de la historia de los seres humanos». Y el hecho de que brote de la imaginación no le resta realidad, es posible que al contrario: lo dote de una sustancia más perdurable.
He afirmado que los escritores colonizan espacios: la metáfora se asociará a fenómenos violentos, pero no es exagerada. La inmensa mayoría de los seres humanos carecemos de una imaginación tan portentosa y, por lo general, somos incapaces de desplegar el lenguaje con tal potencia como para usurpar la identidad de los castillos y de las piedras de las murallas, de ruinas y jardines, de catedrales e iglesias, edificios, cafés, calles, barrios… todo nos habla, o se torna más inteligible, porque se ha escrito sobre ello.
Si cada escritor coloniza unos espacios se diría que hay tantas ciudades como autores: está el Buenos Aires de Borges, Xul Solar, Lugones, Macedonio Fernández, Alfonsina Storni, Oliverio Girondo, Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ernesto Sábato, Ricardo Piglia, César Aira… La Nueva York de John Dos Passos, Paul Morand, Paul Auster o Antonio Muñoz Molina; La Lisboa de Pessoa, Saramago, Antonio Tabucchi o Lobo Antunes; la Barcelona de Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Vila-Matas; el Madrid de Galdós, Baroja, Valle-Inclán, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Arturo Barea, Umbral, Antonio López, Andrés Trapiello…
Contamos con el México de Octavio Paz, Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Sergio Pitol o Juan Villoro; La Habana de Alejo Carpentier, Lezama Lima o Cabrera Infante; La Lima de Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro o Alfredo Bryce Echenique; el Londres de Dickens, Virginia Woolf, T. S. Eliot, Julian Barnes o Ian McEwan; la Roma que va de Virgilio a Carlo Emilio Gadda, de Mario Praz o Indro Montanelli, pasando por grandes escritores «extranjeros» como Goethe o Stendhal o, más recientemente, Robert Hughes; la Venecia de Canaletto, Bellotto, Turner, Casanova, Proust o Henry James; la Florencia de Dante, Miguel Ángel, Leonardo, Giotto, Brunelleschi, Leon Battista Alberti o Mujica Lainez; la Praga de Kafka, Seifert, Kundera o John Banville…
Si, según Walter Benjamin, París fue la capital cultural del siglo xix, testigo que heredará Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, Viena, cuyo urbanismo y arquitectura están impregnadas de aires parisinos, fue entre finales del siglo xix y principios del xx una de las capitales culturales europeas. Entre sus pensadores figuran tres de las principales cumbres del siglo xx, Sigmund Freud, Ludwig Wittgenstein y Karl Popper; entre sus escritores, algunos de los más extraordinarios exploradores de la psique humana y el tiempo: Robert Musil, Hermann Broch, Hugo von Hofmannsthal, Karl Kraus, Arthur Schnitzler o Stefan Zweig; entre sus músicos, Arnold Schönberg, Anton Webern y Alban Berg; entre sus arquitectos, Otto Wagner y Adolf Loos; entre sus pintores, Klimt, Schiele y Kokoschka… ¿Qué otra ciudad del mundo engendró a tantos hijos ilustres en unas pocas décadas y con aportaciones de valores reconocidos mundialmente?
Aunque ofrezcan la sensación de ser exhaustivas, estas listas no lo son. Espero que el lector atento y cómplice ayude a completarlas, pero por si acaso alberga la ilusión del fin, que abandone la idea de que lo va a conseguir de forma definitiva. Las ciudades siguen vivas, en movimiento, creciendo… Por volver a París, que como indica el título de Vila-Matas, no se acaba nunca, además de los antes mencionados, la que seguramente sea la ciudad más literaria ha contado con Stendhal, Zola, Proust, Céline, Sartre, Camus, Queneau, Perec, Modiano…
Por eso, quien pretende apresar la esencia de un espacio está condenado al fracaso. Es lo que en cierto modo le ocurrió a Octavio Paz con uno de sus ensayos más célebres, El laberinto de la soledad (1950). Como señala Juan Villoro en diálogo con Fernando Savater, «la búsqueda de Octavio Paz estaba guiada por una mirada esencialista, que se comprende por la época, que intenta retirar las sucesivas máscaras que nos habíamos puesto los mexicanos hasta hallar nuestro verdadero rostro. Un poco como la idea de Dostoievski y Tolstoi al intentar definir la esencia del alma rusa».[5]
Sorprende que incurriera en este error metodológico siendo un agudo lector del filósofo Ortega y Gasset, que había defendido que «el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia».[6] De hecho, el propio Paz reconocerá unos años más tarde, en su libro Postdata, «que hay algo exagerado en buscar la esencia de lo mexicano, porque finalmente la esencia no es una, sino múltiple y cambiante. […] el mexicano, a fin de cuentas, no es una esencia, sino una historia, se está configurando siempre, está en permanente contradicción».[7]
Y lo que se afirma de la identidad mexicana vale para cualquier identidad. En contra de lo que se acostumbra a decir, las identidades no son fijas ni cerradas ni excluyentes, sino más bien abiertas, múltiples e inclusivas. El arte y la literatura, cuando no han sido manipulados por ideologías políticas, contribuyen precisamente a deshacer prejuicios, clichés, estereotipos e ideas inadecuadas en las que andamos enredados tradicionalmente, así como a difuminar fronteras y ampliar la mirada hacia una visión más cosmopolita (no «cosmopaleta», si se me permite el neologismo de Javier Muguerza).
Precisamente la ciudad es el tema de uno de los más bellos poemas escritos por Octavio Paz, «Hablo de la ciudad». Es un poema en prosa, como algunos de los más memorables poemas del siglo xx: pienso en «Tabaquería», de Fernando Pessoa, o en «Espacio», de Juan Ramón Jiménez. El título actúa como primer verso y enlace, y el verbo «hablo» se repite a modo de anáfora recuperando el ritmo continuamente, que es acaso lo que distingue al verso de la prosa tras la pérdida de la rima.
El poema es una enumeración caótica repleta de palabras y sugerentes imágenes que refleja el caos, el vértigo y las paradojas de las grandes ciudades: «novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día, / convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas, / la ciudad enorme de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia, / la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos, / la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos».[8]
Aparecen algunos de los temas recurrentes en la obra de Octavio Paz, si bien al fin y al cabo son temas universales, como la dificultad de discernir lo vivido de lo soñado, la identidad o la alteridad: «¿estamos dormidos o despiertos? estamos, nada más estamos, amanece, es temprano, / estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta, / hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros, / y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva, / hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos fantasmas, regida por su despótica memoria, / la ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes».[9]