POR JOSÉ MARÍA HERRERA
«¿Es posible que las generaciones futuras contemplen nuestra producción de comida y nuestras prácticas alimentarias aproximadamente como ahora contemplamos los espectáculos de Nerón o los experimentos de Mengele?» Esto se preguntaba David F. Wallace en Hablemos de langostas, un largo artículo dedicado al festival anual de la langosta de Maine de 2003. El novelista admitía allí que la cuestión puede parecer extrema, pero advertía también que esa impresión quizá se deba al peso de ciertos supuestos sobre los que rara vez pensamos y sobre los que casi nunca deseamos pensar, pues siempre será más cómodo para un carnívoro dar por supuesto que los animales son moralmente mucho menos importantes que él.
La costumbre es echar vivas las langostas a la olla de agua hirviendo. Los gastrónomos lo recomiendan. Con ese fin, se las mantiene en unos contenedores llenos de agua de mar. Las langostas, debido al estrés de cautividad, tienden allí a atacarse unas a otras. Para impedir que se destrocen, se sujetan sus pinzas con bandas elásticas. Algo parecido se hace en las factorías avícolas, donde se despoja de su pico a los pollos para caldo y las gallinas ponedoras. Metidas en espacios reducidos, las gallinas se vuelven a menudo locas, igual que los cerdos confinados en factorías porcinas (lo habitual es cortarles el rabo a fin de impedir que se los arranquen a mordiscos) y otros animales a los que se explota industrialmente. Gracias a tales precauciones, comen carne a diario millones de seres humanos.
El hombre actual cree poder disponer de los animales como dispone de los materiales que encuentra a su alrededor. Hace mucho que ha dejado de escuchar sus lamentos. Tanto es así que ni siquiera considera la posibilidad de que sufran. El enmudecimiento de los animales, la pérdida de resonancia de la naturaleza, es un fenómeno paralelo a la ceguera desaprensiva de una especie que explota cuanto le rodea y convierte la tierra en un vertedero. Desde que las armas de fuego los pusieron a nuestra merced, los animales son poco menos que nada. Ellos lo ignoran. Aunque se compara nuestra inteligencia con la suya, viven sin percatarse de lo que les ha caído encima. Elizabeth Costello, protagonista del libro de Coetzee que lleva su nombre, lo comprueba en la isla Macquarie. El barco en que viaja se detiene en mitad de la noche y ella sale a cubierta para ver qué ocurre. El mar está lleno de criaturas de lomo brillante que saltan y se sumergen en el oleaje. «Pingüinos —grita alguien a su lado. Vienen a saludarnos. No saben qué somos». «¡Inocentes!», exclama ella. La isla Macquarie fue desde el siglo xix un centro de la industria de los pingüinos. Allí, se los azotaba a palos para que subieran a una pasarela y se arrojaran a un gigantesco caldero de agua en ebullición. Por lo visto, ninguno recuerda nada de esto, como si vivieran todavía en el paraíso, lejos de la conciencia de la que depende nuestra experiencia del tiempo.
Y es que los animales, a diferencia del hombre, carecen de historia. A fin de cuentas, ellos no han sido expulsados de la naturaleza. Hasta el diluvio, coexistieron incluso con nosotros en un régimen vegetariano. Luego Dios otorgó a Noé y sus descendientes el derecho a comer la carne del resto de los seres vivos. «Como pasto os lo doy todo», dijo. ¿Qué clase de relación habían mantenido con los hombres antes de ese día? Resulta difícil saberlo. En la isla de los pingüinos, Costello tropieza con un albatros gigantesco y su cría. Es un instante de armonía (nada que ver con los episodios protagonizados por los albatros de Coleridge y Baudelaire en La balada del viejo marinero y Las flores del mal) que le lleva a considerar durante por un momento la posibilidad de que hombres y animales pudieran convivir en paz. «Así debía ser antes de la caída», piensa ingenuamente.
Pero si hubo un paraíso, un lugar donde todo encajaba, incluidos nosotros, ya no nos acordamos. El animal está ahí simplemente para que el hombre se sirva de él a su antojo. Incluso aunque Dios no tuviera nada que ver con esto, la naturaleza parece haber dispuesto las cosas así. ¿Qué sentido puede tener preocuparse, por ejemplo, de un crustáceo marino sin cerebro ni espina dorsal que no siente eso que los mamíferos superiores llamamos «dolor»? El nervioso manoteo de las langostas tratando de escapar del recipiente lleno de agua hirviendo probablemente sea sólo un reflejo. Claro que: ¿y si aciertan quienes sostienen que la recepción del dolor no va siempre acompañada de una experiencia mental?, ¿podemos basar nuestras creencias sobre cómo obrar con los animales en los prejuicios de Descartes y Malebranche?
Los gourmets a los que va dirigida la revista en la que escribió Wallace su artículo sobre las langostas no suelen preguntarse por el sufrimiento de los animales que comen. ¿Qué clase de convenciones éticas han adoptado para soslayar la cuestión? El gourmet podría responder diciendo que una cosa es ocuparse de la comida y otra perderse en especulaciones a costa de ella. Igual que cualquier otra criatura, su intención es evitar el dolor y conseguir el placer, sin arruinarlo disputando acerca de asuntos que la naturaleza ha dejado suficientemente claros. Los depredadores, entre los cuales ocupamos un puesto destacado, no acostumbran a pensar en sus presas como víctimas inocentes. Esto es contrario al instinto, el piloto automático de la naturaleza. Nadie reprocha al león serlo. ¿Por qué entonces se censura al hombre y se le exige avanzar moralmente, trascender los límites naturales, instaurar una especie de hermandad universal con el resto de las criaturas?, ¿acaso está en sus manos retornar a la situación pre-diluviana?, ¿no serán las reflexiones éticas sobre los derechos de los animales un producto del lujo, la típica cuestión que únicamente puede plantearse una sociedad con excedentes?
ELIZABETH COSTELLO
Coetzee ganó el premio Nobel en 2003. Ese año publicó Elizabeth Costello, una novela atípica, compuesta por ocho relatos y un epílogo. Su protagonista es una septuagenaria que recorre el mundo impartiendo conferencias. Dos de ellas, ya publicadas en 1999, tratan de la cuestión animal y del vegetarianismo. Es muy difícil saber si las opiniones de Costello son las de Coetzee. Que ella sea uno de esos personajes moralmente comprometidos que tanto le atraen como narrador no autoriza a hacer deducciones aventuradas.
Lo que sí está muy claro es que Elizabeth Costello no pertenece al grupo de gourmets indiferentes que antes mencionamos. Su caso es el opuesto. Ella no duda respecto de lo que hay tras la indiferencia. De hecho, equipara la actitud de los vecinos del campo de Treblinka a la de las personas que se hacen los tontos cuando se habla del trato que se da a los animales en granjas y laboratorios. El crimen de los alemanes no consistió simplemente en tratar a la gente con crueldad, sino desentenderse de esa crueldad, no considerarla crueldad. Para Costello, resulta inconcebible que personas que adoptaron aquella ignorancia voluntaria sean consideradas íntegramente humanas. Nosotros mismos mostramos, sin embargo, una actitud similar frente a los atropellos que sufren los animales. Estamos rodeados de una industria que cría animales para matarlos y que, en cierto sentido, es peor que los campos de exterminio porque a la crueldad añade el hecho de que trate a las víctimas como si fueran simple materia prima. La tesis de que necesitamos comer no es suficiente para invalidar lo anterior. Se apela a motivos nutritivos, pero el exterminio rebasa con mucho las necesidades alimenticias de la humanidad, al menos de aquella parte de la humanidad que come regularmente. Es como si un nazi pidiera ser exculpado de la matanza de judíos con la excusa de que necesitaba jabón. ¿No se oculta bajo el nombre de supervivencia algo que desde hace mucho guarda relación sólo con balances y beneficios?
El hombre contemporáneo inflige una violencia industrial sobre los animales. Su avidez no conoce compasión. Allí donde imperan las fuerzas tecnológicas lo único que cuentan son los beneficios. El derribo a palos de las focas sobre los bancos de hielo o la tortura de las cobayas en los laboratorios resultan piadosos comparados con el trato que se les da hoy en las granjas. Elizabeth Costello no es la primera en invocar los campos de exterminio. Marguerite Yourcenar lo hizo en un artículo de 1972: «Une civilisation à cloisons étanches». Compartimentos estancos son tanto los lugares donde se confina a los animales para explotarlos como los prejuicios que favorecen la indiferencia de quienes los devoran. La escritora francesa cree que el hombre no se compadece de los males de los que no tiene experiencia directa y que, por eso, se levantan hoy los mataderos en el extrarradio de las ciudades. Aunque el mal suela identificarse con la indiferencia hacia el sufrimiento, este no incluye a los animales, a los que tenemos por seres sin alma, máquinas animadas sobre las que no cabe proyectar ninguna piedad. Conmoverse porque se maltrata a una gallina es para nosotros tan ridículo como llorar porque alguien clava algo en un leño. En la antigua Grecia se hubieran asombrado con esto. Entonces se creía que el animal, siendo radicalmente diferente del hombre, comparte con él la sensibilidad, la aptitud para sentir placer o dolor. La idea de que son sólo mecanismos complejos es deudora de la identificación moderna del alma con los procesos mentales, irreductibles a lo físico. Descartes, Malebranche y otros pensadores negaron que los animales tuvieran alma y, de esa manera, los situaron más cerca de la materia inerte o de los artefactos que de la vida sensible. Hoy, como también los procesos mentales se explican físicamente, la ciencia concibe al hombre como concebía antaño al animal. La animalización del hombre ha producido una humanización del animal. El resultado, como sostiene José Lasaga en «Testigos animales», es una especie de envidia alimentada por la idea de que ellos viven en el eterno presente del instinto mientras nosotros vivimos en el pasado y el futuro, fuente de la culpa y el miedo. Dicho sentimiento nos habría llevado a protegerlos de nosotros mismos y asignarles cualidades que favorecen la tendencia a pasar por alto lo que nos distingue de ellos. Nada de lo cual es óbice para que se les explote industrialmente. ¿Acaso no padecemos también nosotros los efectos perniciosos de nuestra incurable avidez?
El conde de Buffon decía que, de no existir los animales, la naturaleza humana sería aún más incomprensible de lo que es. Es por comparación con el resto de los seres vivos como se nos hace patente nuestra peculiaridad. Mientras que ellos viven sumidos en la naturaleza y los ciclos naturales, sin sentirse descontentos con su situación ni desear mejorarla, el hombre da la impresión de soñar siempre con ser otra cosa. Insatisfecho con lo que es, no sólo permanece en guerra con el resto de las criaturas, también consigo mismo. A este desajuste interior, al conflicto entre lo que es y lo que puede ser, lo llamaron en Grecia psyché. La filosofía, entendida como cuidado del alma (terapeia tes psyches), buscó la reconciliación del ser y el poder ser bajo el concepto de virtud. La religión, en cambio, predicó la salvación del alma, la supeditación del ser al poder de ser, de la vida terrenal a la vida celestial. Los pensadores de la época moderna concluyeron, sin embargo, que la confrontación entre el ser y el poder de ser era un engaño. Tanto la alienación como la neurosis, males característicos de la modernidad, son consecuencia de la mitificación del alma, de la creencia en que el hombre es siempre más de lo que ya es. No se trata, pues, de resolver el desajuste interior del hombre, sino de disolverlo: quedarse sólo con la dimensión irreductible de la persona, renunciar al poder de ser en nombre del ser. Por eso, de pronto, aparece el animal como modelo. En él no existe una tendencia a ir más allá de sí. La voluntad de poder, el instinto sexual, la lucha por la vida, como quiera que se caractericen los impulsos básicos del animal hombre, generan un falso mundo que lo trastorna. Ya lo decía Rousseau: «el hombre nace libre, pero en todas partes vive encadenado». Aceptar la inquietud perpetua en un mundo caótico es la única forma de sobreponerse a ella. Nietzsche encuentra esa tarea como posibilidad fuera del hombre conocido, en el superhombre, aquel que acepta alegremente su animalidad, su intrascendencia.
No es este, sin embargo, el planteamiento de Costello. Sus ideas son más próximas a la religión que a la filosofía. El estilo intelectual de abordar los problemas no le interesa. Apenas debe sorprendernos que sea así porque ella, como Coetzee, es escritora. «Hago imitaciones», afirma con ironía. Acaba de ser premiada por una universidad y va a dictar dos conferencias de agradecimiento. El tema: la vida de los animales. Sus tesis son radicales. Coetzee, admirador confeso de Dostoievski, siente predilección por las figuras de fuertes convicciones morales capaces de llegar hasta el final. Pensemos en el viejo magistrado de Esperando a los bárbaros (un hombre que asume sin que nadie se lo pida la responsabilidad por las atrocidades de los suyos), o en la señora Curren de La edad de hierro (la profesora aquejada de cáncer que no duda en hacerse cargo de un vagabundo alcohólico y de su perro). «Si tuviese que elegir entre contar una historia y hacer algo bueno —dice también Elizabeth Costello— preferiría hacer algo bueno». No hay aquí nada de esa ironía característica del mundo contemporáneo que relativiza los problemas juzgándolos desde una distancia devaluada, objetiva, científica.
LOS ANIMALES Y EL HOMBRE
La primera de las conferencias se titula «Los filósofos y los animales». Pese al título, la oradora evita cuidadosamente los dos problemas filosóficos clásicos respecto de los animales: el problema ontológico de si poseen alma o, por el contrario, son autómatas biológicos; y el ético de si tienen derechos o somos nosotros los que tenemos deberes hacia ellos. Aunque echa en cara a Tomás de Aquino haber concebido la creación como algo racional y excluir al animal de dicha racionalidad, definiéndolo como material al servicio del hombre, y a Kant no haber sido capaz de extraer todas las consecuencias a la idea de que la razón no es el ser del mundo, sino de nuestra experiencia del mundo, Costello no desea filosofar sobre el tema. De hecho, piensa que someter el discurso sobre los animales a la razón es algo muy problemático porque la razón sólo refleja el modo humano de ver las cosas, y para ser más precisos, una tendencia de su pensamiento, ni siquiera la única. La razón, dice, ha implantado una suerte de totalitarismo que desecha cualquier voz que no sea la suya y esto impide mirar con suficiente radicalidad el problema. La conferencia arranca con una referencia a un relato de Kafka en el que un simio culto explica su ascenso desde el reino de las bestias. El simio no pretende en ningún momento ser tratado como hombre, pero necesita, por decirlo así, exhibir su herida. ¿Qué herida? El paso del silencio del reino de las bestias al galimatías de la razón. Costello se sirve para explicar ese paso de las investigaciones de Köhler. Este sometió a varios simios a un duro adiestramiento para ver cómo resolvían los problemas. Costello enumera las dificultades que debían de superar en el curso del experimento y subraya el hecho de que se suponga que la única forma válida de responder es la humana. Si el animal hace lo que hay que hacer según nuestros patrones, se dice que responde inteligentemente, que es inteligente. El tema es viejo. Nagel lo planteó en su artículo «¿Cómo es ser murciélago?». Su respuesta fue que no cabe saberlo. Sabemos en qué consiste obrar como murciélago, no qué es serlo. Costello discrepa. Por diferente que sea ser hombre y ser murciélago, se trata de ser, de ser vivo, de estar vivo, y eso sí que sabemos qué es. Nosotros estamos vivos al modo del hombre, el murciélago al del murciélago. Eso es lo que cuestionó el racionalismo, al sostener que el animal está vivo a la manera de la máquina y el hombre a la del alma. El racionalista rechaza que el animal sea un ser que goza de su ser vivo: lo ve como una especie de aparato encendido. Cogito ergo sum, esa es la diferencia. El hombre es un alma, no una máquina, pues sabe (al modo humano, o sea, razonando) que está vivo; los animales son máquinas y no almas porque no saben (a la manera humana) que están vivos. Costello contrapone a la conciencia la sensación de ser y da por sentado que esta es superior a aquella. ¿Acaso no fue la conciencia la que nos sacó del paraíso?, ¿o es que también vamos a concebir el paraíso como un escenario poblado de máquinas dirigidas por un Dios que se limita a dar cuerda a sus criaturas?
Costello reconoce que se han producido cambios en los últimos tiempos motivados por la teoría de la evolución, pero no cree que se haya avanzado mucho en nuestra comprensión de la vida animal. El continuo evolutivo no anula la idea de una discontinuidad ontológica. Sus interlocutores han abandonado el cartesianismo, pero continúan considerando al animal como algo diferente de nosotros. Estamos muy lejos de la tesis órfica según la cual hombre y animal son esencialmente lo mismo. Los órficos creían que el alma no muere, sino que pasa de un ser a otro, y que el maltrato de cualquier criatura o su sacrificio constituye un acto infame. Porfirio sostuvo esta tesis en De abstinentia ab usu animalium. Romanos y cristianos la rechazaron, sin embargo, convencidos de la supremacía ontológica del hombre. Pocos han discutido después esto.
Bernard Malamud plantea el problema en su novela La gracia de Dios. El cataclismo nuclear se ha producido. Sólo queda un hombre en la Tierra. Incluso Dios se extraña de que se haya salvado. Con él han sobrevivido un gorila y varios chimpancés. Juntos viven en una isla que es como su arca. La convivencia, facilitada por el hecho de que uno de los chimpancés fue objeto de un experimento quirúrgico que le permite hablar, acaba siendo imposible. El sueño de que hombres y animales coexistan como iguales, un proyecto que asume el superviviente humano como un nuevo principio, choca con la naturaleza. El deseo sexual y la voluntad de poder es demasiado fuerte en los animales para permitir una elevación. Por más que se hable de cultura animal lo que nunca hay en ellos es cultura, es decir, una evolución basada en la interiorización de los logros de los antepasados.
Elizabeth Costello prefiere por eso volver a los campos de exterminio. El verdadero horror de lo que ocurrió allí no es que los asesinos maltrataran a sus víctimas como lo hicieron, sino que se negaran a ponerse en su lugar. La compasión es la clave. Compadecerse es ver al otro, incluido el animal, como si fuera yo mismo. «Ama al prójimo como a ti mismo», enseñó Cristo. No hay límites en esto. «La medida del amor es carecer de medida», decía san Agustín. Costello lo expresa con otra fórmula: «la imaginación compasiva no tiene topes». La literatura se alimenta de ella. Sin embargo, la mayor parte de la gente no quiere saber nada de esto. A nuestro alrededor, cada día, invariablemente, acontece un holocausto animal, pero apenas nos sentimos dolidos ni contaminados por ello. Aunque cuesta creer que la gente que se encogió de hombros sabiendo lo que estaba sucediendo en Auschwitz y Treblinka pudiera conciliar el sueño, lo cierto es que pudieron.
Esta es la conclusión del primer discurso. Un miembro del público pregunta a Costello a dónde quiere llegar. ¿Se trata de cerrar las granjas industriales, de obrar con los animales de forma humanitaria, de no experimentar con ellos? Ella evita formular prescripciones. Hay que abrir el corazón, oír simplemente lo que dice. ¿Acaso sueña con la profecía de Isaías y espera que un día sean vecinos el lobo y el cordero? No lo sabemos. Coetzee traslada el problema a la cena que se celebra esa noche. Narrativamente, la decisión constituye un acierto. Se produce un aumento de la tensión dramática. ¿Qué servirán en un banquete en honor a una persona con las ideas de Elizabeth Costello?, ¿qué responderá ella cuando le pregunten por qué adoptó el vegetarianismo? Su hijo, profesor de la universidad, teme que acuda a la salida que suelen llamar en familia «respuesta de Plutarco»: «Me pregunta usted por qué me niego a consumir carne. A mí me asombra que usted pueda meterse en la boca el cadáver de un animal muerto, me asombra que no le dé asco masticar carne cortada y tragarse los jugos de heridas mortales». La cena, no obstante, se desarrolla plácidamente y el debate, aunque acaba con un cuestionamiento de la posición de la protagonista, toma una dirección inesperada.
La conversación gira en torno a las relaciones entre los animales y la religión. Se dice que las comunidades religiosas se definieron en términos de prohibiciones dietéticas y que los conceptos de puro e impuro están estrechamente relacionados con los de limpieza y suciedad. Suciedad y vergüenza son rasgos que definen al animal frente al hombre. Este no copula en público y oculta sus excrementos. La repugnancia explicaría por qué los hombres no se comen a todos los animales o adoptan precauciones antes de hacerlo. Durante siglos, la matanza fue un ritual, un sacrificio en el que se cedía algo a los dioses. Claro que también esas distinciones pueden haber surgido como respuesta al interés del grupo por separase del resto de los seres humanos presentándose como pueblo elegido. La abstinencia podría ser una forma encubierta de superioridad, un instrumento de poder. Así lo pensó Nietzsche. ¿Es esto lo que hay quizás tras la actitud de Costello? Ella, que ha permanecido en silencio, se defiende diciendo que no se trata de poder, sino de salvar el alma. El hombre está perdido en la creación a consecuencia del pecado, de la caída en la conciencia. La única forma que tiene de salvarse es trascenderla, ir más allá de los límites de la identidad y la lógica. Amor y compasión salvan el alma, donan sentido al quehacer humano. Nuevamente Jesucristo, aunque nadie lo haya mencionado hasta el momento.
El grueso de las objeciones a la argumentación de Costello aparece en otro capítulo y otra situación. Los personajes son otros. Primero, su hijo y su nuera, filósofa de profesión. Esta cuestiona la tesis de que las explicaciones racionales sean consecuencia de la estructura de la mente humana y, por tanto, que haya tantas formas de interpretar la realidad como tipos de seres. Defensora del sentido fuerte de la racionalidad, ese que lleva a creer que lo real coincide con el conocimiento científico, considera inválida la argumentación de su suegra. También la rechaza, aunque por otros motivos, un profesor judío que envía una carta excusándose por no acudir a la cena alegando que, para las víctimas del horror nazi, es insultante que se compare lo ocurrido en los campos de exterminio con la aniquilación del ganado en los mataderos. «Que a los judíos se los tratara como ganado —dice— no quiere decir que al ganado se le trate como a judíos. Esa inversión es un insulto al recuerdo de los muertos». Ninguno de los argumentos se discute, como si ambos estuvieran muy lejos de la cuestión, tan lejos que ni siquiera alcanzan a tocarla, aunque sí lo hacen.