La segunda conferencia, dedicada a los poetas y los animales, no la conocemos entera. El narrador nos informa desde el momento en que el hijo de Costello ingresa en la sala. El acto ha empezado y la conferenciante habla de poesía que representa cualidades humanas a través de animales. Se apoya en tres poemas que ha repartido previamente entre el público: uno de Rilke («La pantera») y dos de Hugues («El jaguar» y «Segunda mirada al jaguar»), y compara la diversa manera que ambos tienen de abordar la vida animal. A Costello, le interesa particularmente la poesía de Hugues, porque ve en ella un esfuerzo por alcanzar cierta unión con el animal, no una simple idea de él. Por supuesto, los animales son indiferentes a esto, no participan del poema. La postura de Hugues podría llamarse «primitivismo»: la celebración de lo primitivo en la línea de Blake o Hemingway. Caza y tauromaquia, la transformación de la matanza en ritual, como alternativa a la explotación industrial. Pero, ¿cómo alimentar a la humanidad de esta manera? Carecemos de tiempo para respetar y honrar a los animales que necesitamos. El primitivismo resulta poco práctico. Igual le ocurre al ecologismo, con el que tiene en común más de lo que parece. Ambas tendencias ven a cada animal concreto como un caso dentro de un género. En la plaza se mata a este toro, pero sólo en cuanto representa al toro en general. Igualmente, el ecologista considera más relevante el todo que la parte y cifra la importancia de los animales en el papel que juegan. La idea de un orden más elevado que cualquier criatura, comprensible sólo para el hombre, se convierte paradójicamente en la principal defensa del animal. Uno recuerda las apelaciones del partido comunista soviético a los ideales de justicia que acabaron con miles de individuos, entre ellos sus propios correligionarios. Sólo aquellos que conocen el equilibrio que debe regir en la naturaleza están en condiciones de determinar, por ejemplo, la cantidad de ciervos que vamos a cazar. Pero, ¿lo conocen?
Costello reprocha al ecologismo lo mismo que a la filosofía: que su visión del animal se funda en una idea que no puede entender ninguna criatura salvo el hombre. El solipsismo es inevitable mientras las cosas giren en torno a nosotros. Mas, ¿cómo impedirlo? Nadie se puede desprender de su propia naturaleza. Un naturalista que dedicó gran parte de su vida a observar las aves y que se acercó tal vez más que nadie a los límites de la visión humana, J. A. Baker, se preguntaba en The peregrine si seríamos en realidad capaces de soportar la visión clara del mundo animal. Costello olvida que los animales también matan y que hacer algo sentimental con esto resulta tan inconveniente como adoptar un racionalismo furibundo. Uno puede creer que la razón se ha convertido en «el enemigo más contumaz del pensamiento» (Heidegger) o tratar a la razón como si fuera un prejuicio, pero: ¿basta con eso para escapar de la condición humana? En fin, y llegados a este punto, ¿no sería mejor aceptar nuestra humanidad, dar por descontado que somos seres omnívoros que explotamos a otras especies?, ¿acaso tenemos derecho a reprochar a la naturaleza de la que formamos parte que sus leyes no concuerden con nuestros principios? Costello no lo cree y para ilustrarlo se sirve de Swift (el episodio en el que Gulliver visita el país de los houyhnhnms —racionales, vegetarianos, limpios— y los yahoos —sucios, bestiales, carnívoros) y su hipótesis de que aceptar la condición humana (Gulliver es con relación a los houyhnhnms y los yahoos lo que el hombre de la antigua Grecia respecto de dioses y bestias) implica de algún modo acabar con los dioses y, por lo tanto, hacer caer la maldición sobre nosotros mismos. ¿Estamos ante un callejón sin salida?
La visita de Costello termina con un debate. Su oponente es profesor titular de Filosofía y presenta tres objeciones a sus tesis. La primera es que los filósofos modernos no inventaron la idea de que los animales pertenecen a un orden distinto de la humanidad, sino la de que hay que ser compasivos con ellos. Bajo esta idea, subyace, sin embargo, una suposición sospechosa: la de que los occidentales tenemos acceso a un universal ético al que otras tradiciones son ciegas y que de alguna forma debemos imponerles. Costello responde diciendo que ha habido una evolución en el conocimiento de la naturaleza animal y en la actitud hacia ellos y que el hecho de que esa evolución haya tenido lugar en Occidente no significa que no deba asumirse en otras partes, igual que ocurrió con los derechos humanos. El profesor duda, no obstante, de que la idea de continuidad biológica que sirve hoy para hablar de estos asuntos justifique la afirmación de que hombres y animales pertenecen a un mismo reino. Rechaza que el animal pueda gozar de derechos legales y encuentra mejor, pensando en normas para regular nuestro trato con ellos, hablar de deberes humanos. Costello no niega la diferencia, sino las jerarquías que se forjan a partir de ellas. Todos los seres vivos están igualmente dotados para hacer «su vida». Sin embargo, para el filósofo hay una diferencia fundamental entre ellos y nosotros: la conciencia de la propia muerte. El hombre teme a la muerte. Ese temor no existe en el animal. «Los animales son eternos porque no tienen esperanza», dice Satta en El día del juicio. Para el animal morir es algo que pasa, contra lo que lucha si puede, pero contra lo que no se revuelve anímicamente. De ahí que no se pueda poner en el mismo nivel al carnicero que mata un pollo y al verdugo que siega una vida humana. Matar animales es legítimo, necesitamos de ellos. La humanidad no podría sobrevivir dejándolos vivir al margen de toda depredación. Lo que no es legítimo es maltratarlos. Costello admite que a la lucha del animal por su propia vida le falta, en efecto, la dimensión de horror imaginativo, intelectual, pero eso no significa que no sienta temor hacia la muerte, sino que ese temor es, por así decir, exclusivamente carnal. La tesis de que al animal no le importa su muerte le parece abominable. Aunque da la impresión de que ella interpreta la conciencia humana de la muerte como indicio de superioridad —una opinión nada evidente, al menos para alguien como Rilke, quien atribuyó a esta conciencia el hecho de que «nosotros veamos futuros donde ellos ven totalidad»—, nuevamente prefiere no discutirlo. Toda discusión reposa en el supuesto de que existe una posibilidad de acuerdo y el problema, para ella, es que la lógica, cimiento de la tradición filosófica, rechaza por principio la vecindad entre humanos y animales. La lógica es el dominio de un ser que come carne y esto vicia a su juicio la cuestión. ¿Debemos renunciar a la lógica en nombre del animal, prescindir de la razón en nombre de una nueva fe?
¿EL CAMINO DE LA FE?
Elizabeth Costello cree que la condición para pensar al animal es un pensamiento que empatice ontológicamente con él. Se trata de una idea curiosa porque al mismo tiempo exige el pensamiento y lo rechaza. Esto no es algo nuevo en la historia de Occidente. El cristianismo ha practicado este método casi desde su origen: servirse de la razón para refutar a la razón.
La apelación al cristianismo no es aquí un capricho. Elizabeth tiene una hermana monja doctora en Lenguas Clásicas que dirige un hospital en Zululandia. También ella ha sido invitada a pronunciar un discurso en la ceremonia de graduación de cierta universidad. Elizabeth acude a escucharla. Su tesis fundamental es que las humanidades se desviaron del camino cuando olvidaron su propósito inicial de recuperar el verdadero mensaje de la Biblia, convirtiendo el estudio de las lenguas y autores clásicos en un fin en sí mismo. Fruto de ello fue la pérdida de la palabra redentora.
Aunque Elizabeth juzga demasiado radical esta tesis, comprende lo que su hermana quiere decir. El evangelio no es simplemente un texto. Para comprobarlo, basta con ver cómo la gente común ha entendido en África la figura de Cristo. Este no tiene nada que ver allí con la visión grecorromana que impera en Occidente. «La gente africana —dice Blanche Costello— viene a la iglesia a arrodillarse ante Jesucristo en la cruz, y sobre todo las mujeres africanas, que tienen que aguantar lo más duro de la realidad, porque sufren y él sufre con ellos […]. A la gente que viene a Marianhill no les prometo nada salvo que los ayudaremos a cargar con su cruz». Se trata de esto, no más. Pero esto es lo que parece sostener también la posición de Elizabeth sobre los animales. La lógica no sirve, hay que entregarse al corazón. No es casual que al despedirse de su hermana, le reconozca a Blanche que ha escogido la senda adecuada: Cristo en vez de Grecia, lo extático en vez de lo estético, el corazón y no la razón. Para un autor que suele llevar a sus personajes hasta el borde del abismo, o si se prefiere, de la santidad, tal vez sea imposible otra conclusión.
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