Mike Wilson
Ciencias ocultas
Firmamento
132 páginas
Comienza a darse a conocer en España la peculiar obra del argentino-chileno de origen estadounidense Mike Wilson (San Luis, 1974), quien tras anunciar hace años que abandonaba la ficción literaria, justo en el momento además en que publicaba su hoy novela de culto Leñador (2013), decidió pensárselo luego dos veces, para fortuna de sus lectores, regresando en los últimos tiempos con varias propuestas de lo más estimulantes, entre ellas este pequeño gran experimento narrativo que atiende al nombre de Ciencias ocultas (2019). El primer gran logro (de muchos) que presenta este breve pero intensísimo texto reside quizás en el hecho de, precisamente, poder aceptar la etiqueta de experimento sin que ello implique menoscabo alguno en su interés como lectura refrescante e hipnótica que es, pues si resulta que es «experimental» no lo es tanto por su forma narrativa (aunque también un poco sí, ya que prácticamente toda ella ocupa un único párrafo) sino por lo que supone para el autor enfrascarse en una narración como esta, supeditada a la más pura y minuciosa descripción física de un entorno recargado hasta la extenuación de objetos sobre los que bien podrían sobrevolar, o no, algunos secretos relacionados con cierto eventual crimen. Wilson combina así en Ciencias ocultas la más fina y analítica mirada del científico o filósofo con el fulgor propio de la del escritor de literatura de género, en un ejercicio narrativo de equilibrio complejo que sabe en última instancia a reto autoimpuesto, a reto por otro lado más que superado.
La novela parte de un presupuesto clásico cercano al McGuffin, no por ello menos inquietante: cuatro personajes atípicos y aparentemente desconectados entre sí descritos como una anciana fibrosa, un costurero chino, una joven andrógina y un perro lobero irlandés, encerrados todos ellos en una extraña habitación en la que yace boca abajo un cadáver bien vestido sin aparentes muestras de violencia física. Los personajes, que parecen como caídos de un viejo óleo de la pared, no interactúan, apenas se mueven, se dedican a observar-velar el cadáver. Una voz, que no se hará corpórea (y doliente) hasta la página 106, momento en el que irrumpe gracias a la sorpresiva inclusión en el texto de una primera persona del singular, irá describiendo minuciosamente la estancia, sepultada en cierto horror vacui, y en dicho proceso de triturado de la realidad objetual le será dado al lector un exceso tal de información que volverá mágicamente fascinante su lectura-digestión. En Ciencias ocultas se describen de hecho, internamente, los problemas que puede llegar a tener el lector a la hora de procesar tanta descripción. Se expresa por tanto en la novela la frustración que supone el comprender que el análisis duro tiene sus límites, que los enigmas que se busca resolver no se están dejando ordenar, pues el caos se cuela siempre allá donde pueda, que las ciencias que se intentan aquí aplicar, las de la razón, no dan abasto, ya que debajo de cada crimen subyace algo que es más que la suma de las partes, algo que sujeta los actos y las voluntades y les da forma. Tan solo descifrando «el éter del asunto» (importante concepto este) podría llegar a alcanzarse el sentido de todo, parece plantear Wilson en su novela, que termina no obstante mostrándonos que el afán de descifrar es en sí un mecanismo más de la razón, sin que por ello sea menos razonable el hecho de no encontrar una «respuesta».
En el órdago literario que supone construir toda una novela sobre la base de la fría descripción de una serie de objetos hay por otro lado una incongruencia consciente que vendría a poner de manifiesto el hecho de que al destacar todo lo que rodea el espacio narrativo en el que transcurre la historia lo único que se consigue es anular la posibilidad de extrapolar algo auténtico o al menos trascendente de ella, pues absolutamente todo es lo mismo que absolutamente nada, extraviándose por el camino el objetivo de ordenar la anarquía que aparentemente puebla el texto. Wilson plantea así en Ciencias ocultas un juego metaliterario en cierta medida tautológico. Consciente de ello, el autor nos desliza la maravillosa historia de aquellos contabilistas miembros de una secta que «rechazaban la esotería barata de la numerología y hacían énfasis en el rigor de los números», siendo «en aquellas funciones pragmáticas, aburridas y tediosas, casi inanes de los números, que se hacía manifiesto lo místico, y no en la pedantería expresada en incienso y panderos». Para Wilson, aquello que no es cifra se comportaría así «como un virus en las matemáticas del asunto», como se llega a leer en uno de los papeles ajados que se encuentran en la habitación descrita.
Habrá con todo quien piense, y estará en su derecho a hacerlo, que nada «ocurre» en Ciencias ocultas, que esta carece de trama y que por más que uno ponga de su parte las piezas narrativas con las que se puede jugar no dan para completar el indudable puzle que se propone. Fijémonos entonces en el muerto, que no deja de hacer nada ni hace nada en toda la novela. El muerto no es un agente activo, no cambia, pero en el fondo sí que lo está haciendo aunque no a simple vista. Wilson se preocupa así de contarnos cómo sus fibras empiezan poco a poco a atiesarse, cómo sus líquidos se acumulan en las pequeñas cuencas invisibles de su organismo, cómo su sangre se drena y se coagula, cómo su tez empalidece más y más, y las pupilas se dilatan… ¿Qué más acción puede generar uno que al morirse?, parece plantearnos el autor. Ocurre igual con los demás personajes que sin hablar se estudian constantemente entre sí como si estuviesen desesperados por acceder a la subjetividad secreta del otro, como si en un instante fugaz cuestionaran todo incluida la posibilidad de que sus propias subjetividades fuesen ajenas a ellos mismos, alienados del mero tejido de la existencia, perplejos ante el espacio y el tiempo, eyectados del éter de las cosas (de nuevo el éter), aquella sustancia que hasta ese momento les era invisible, aunque no para los lectores, al menos a partir de que la voz narradora se encarne brevemente para contarnos una trágica historia personal, trauma fundacional (o no) de los hechos acaecidos en las páginas de esta insólita novela.
Ciencias ocultas termina en consecuencia conteniendo un misterio «real» solo que únicamente resoluble desde percepciones metaliterarias, pues en el texto las pistas no albergan nunca la verdad, los lenguajes se confunden, las máquinas y los números y las ideas intoxican nuestras mentes, y aunque al juego propuesto se juegue disfrazado de seriedad, de virtud, de coherencia y lucidez, en realidad nadie verá nada, nadie comprenderá nada, todos dentro del texto palparemos ciegos en la oscuridad, tratando a duras penas de iluminar nuestros caminos con pobres faroles de tizne y petróleo, lanzando sombras y penumbras mientras creemos que proyectamos luz sobre lo que ha ocurrido o dejado de ocurrir en aquella imposible habitación, a la que solo puede entrarse con una llave en propiedad de ese sorprendente geniecillo llamado Mike Wilson, siendo esa también la llave que permitirá acceder en su día a las otras claves ocultas a plena luz sobre las que se ha construido esta misma reseña.