John Cheever:
Cuentos
Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea
Literatura Random House, Barcelona, 2018
880 páginas, 26.90 € (ebook 12.99 €)

 

John Cheever:
Cartas
Traducción de Miguel Temprano
Literatura Random House, Barcelona, 2018
432 páginas, 22.90 € (ebook 10.99 €)

 

POR JUAN ÁNGEL JURISTO 

 

La acogida que se ha dado en España a la obra de John Cheever (Quincy, Massachusetts, 1912-Ossining, Nueva York, 1982) ha sido similar a la de otros ilustres coetáneos suyos, como la de su amigo y protector John Updike, la de Saul Bellow y, en otros tiempos, la de Bernard Malamud, es decir, una representación digna e idónea, pero lejana a la exhaustividad de otros autores, caso del recientemente fallecido Philip Roth, perteneciente a una generación posterior y que tuvo la suerte de convertirse en una especie de autor de culto, gracias a la creación de personajes como Zuckerman y Portnoy, de la generación de los sesenta, y ello hasta el punto de ser considerado hace apenas dos años, junto con Thomas Pynchon, Don DeLillo y Cormac McCarthy, uno de los grandes escritores norteamericanos, clásicos en vida que aún seguían produciendo.

Es probable que en el caso de Cheever esa propensión a publicar cada cierto tiempo alguna colección de cuentos por parte de alguna editorial española tuviese algo que ver con la relativa repercusión que tuvo entre nosotros la adaptación cinematográfica del cuento «El nadador», película que dirigió Frank Perry en 1968 con Burt Lancaster y Janet Landgard como principales protagonistas, pero lo cierto es que fue en la década de los ochenta cuando puede considerarse que la obra de Cheever es convenientemente traducida y acogida entre los lectores españoles. Así, la Crónica de los Wapshot, En la cárcel de Falconer, la ya citada «El nadador», y, por último, El escándalo de los Wapshot… Y tiene gracia que aquel que es considerado uno de los grandes hacedores de cuentos norteamericanos del siglo xx, hasta el punto de que en Estados Unidos se lo etiquetó como referente para la promoción de sus libros como el de ser un «Chéjov de los suburbios», en España fuese conocido sobre todo por sus dos novelas sobre la saga de los Wapshot, antes que por sus colecciones de relatos más clásicas, como The Enormous Radio and Other Stories.

Pero esta situación ha dado un vuelco espectacular en cuestión de menos de seis meses. El año comenzó con la publicación de los Cuentos de John Cheever en traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika, que es la traducción española de las Collected Stories, publicadas en 1978. A esta edición, fundamental para entender la obra de Cheever, le ha seguido la publicación de las Cartas, en versión de Miguel Temprano, y que recoge fielmente la edición norteamericana que preparó Benjamin Cheever, el hijo de John Cheever, que es una generosa selección de la enorme correspondencia que el escritor mantuvo con gente de lo más variopinta, destacan las dirigidas a John Updike, y donde el hijo se ha encargado de presentar un decoroso volumen que no obvia la bisexualidad paterna y los grandes problemas que tuvo con el alcohol, pero preservándolos de una sinceridad que el hijo ha considerado podría perjudicar por ahora la imagen de la familia. Tenemos, por tanto, la sensación de que nos han sido escamoteadas las cartas donde se refiere Cheever abiertamente a la relación que mantuvo con la actriz Hope Lange mientras mantuvo relaciones con un amigo llamado Allan Gurganus hasta prácticamente el fin de sus días, a la vez que las tormentosas relaciones familiares que lo embargaban durante largos periodos de tiempo. Es probable que Benjamin tuviera especial cuidado en vigilar esta parte de la personalidad de su padre más que los adulterios o la persecución de jovencitos: «Mi padre era un hombre de contradicciones enormes y fundamentales», escribe Benjamin Cheever en el bello prólogo que abre la edición de las Cartas: «Era un adúltero que escribía con elocuencia a favor de la monogamia. Un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual. De niño, yo ignoraba lo que significaba la palabra “homofóbico”, pero sabía lo que significaba “maricón” y la usaba con frecuencia. Mi padre dijo una vez que su epitafio debería decir: “Aquí yace John Cheever / jamás decepcionó a una mujer / ni le dieron por el culo”. Hoy suena como un clásico ejemplo de negación».

Y lo cierto es que esa contradicción esencial de su personalidad fue, en realidad, la base del éxito de su obra y el origen de esa sutilidad con que describe las simas profundas en la aparente Arcadia de los suburbios de la clase media-alta norteamericana de la era de Eisenhower y Kennedy, cuando la riqueza de Estados Unidos no tenía rival en el mundo y esa clase media recorría embobada las ruinas de la Europa que comenzaba a reconstruirse mientras los europeos miraban a la vez, arrobados, los mil productos venidos de allí que se compraban en el mercado negro. Ése es el mundo de Cheever y en eso no tuvo rival. De ahí, como dijimos, que fuera llamado el Chéjov de los suburbios y que esos relatos de reiterada temática fueran publicados en casi su totalidad en la revista The New Yorker, lo que hizo de Cheever el clásico escritor de relatos adscrito fielmente al canon de la prestigiosa revista neoyorkina, hasta el extremo de llegar a ser él mismo un ejemplo de la personalidad de la revista.

Al mismo tiempo que las Cartas, Debolsillo ha reeditado las dos novelas sobre la familia Wapshot, bajo el título de Los Wapshot, y una deliciosa nouvelle escrita poco antes de morir, ¡Oh, esto parece el paraíso!, con lo que el lector español tiene ahora a su disposición tres novelas de variado destino que eran ya difíciles de encontrar en el mercado. Para finalizar, este verano se han publicado los Diarios, en nueva versión de la ya existente argentina, editada por Emecé en traducción de Daniel Zadunaisky en 1993, y agotada desde hace años. Los Diarios son, a su vez, la traducción de The Journals, una selección de los diarios de Cheever que llevó a cabo Robert Gottlieb en colaboración con Benjamin Cheever, encargado del prólogo, y que se publicó en Estados Unidos en 1991, aunque The New Yorker ya había publicado algunas partes de los mismos en la revista en fechas anteriores. Los Diarios son, en gran parte, el correlato, en escritura íntima, de las Cartas, ya que tratan de los mismos temas, las relaciones frustrantes de la familia, la apenas escondida bisexualidad, a pesar de no ser asumida con reconocimiento pleno, los graves problemas que tuvo con la ginebra…, descartando, eso sí, la opinión que tenía de algunos de sus coetáneos, incluso amigos suyos. Así, realiza un homenaje bello y justo cuando se entera de la muerte de Hemingway, mientras que no escatima a veces improperios, muy controlados, sobre amigos de toda la vida, caso de Updike, de quien le molestan esos aires de superioridad caballeresca muy a lo New England.

John Cheever, el Chéjov de los suburbios… La denominación exige una explicación previa para los europeos, pues aquí «suburbio» designa esa urbanización típicamente americana de casas individuales con jardín y piscina, todas iguales y que se extienden a lo largo de kilómetros, desembocando siempre en el complejo comercial del barrio, que hace las veces de catedral moderna como centro de la vida cívica, y cuyo lema parece decirnos: «del consumo al cielo». Nada que ver, por tanto, con lo que tradicionalmente designamos en Europa como «suburbios» o «arrabales», y sí con esas urbanizaciones que, como las localidades madrileñas de Pozuelo y Majadahonda, son el reflejo nacional de esos nuevos asentamientos de clase media-alta y que entre nosotros ha dado pocos escritores que se hayan ocupado de ellos, caso de José Ángel Mañas o Clara Sánchez.

El Chéjov de los suburbios… La denominación es justa pero limitada, pues, si bien es cierto que gran parte de los relatos de Cheever tiene como paisaje el suburbio y como paisanaje esa clase media profesional que gana el dinero en razón directamente proporcional a su sensación de vacío y soledad, en clara contraposición al «American Way of Life» tan propia de la era Eisenhower y que Cheever retrata sin compasión alguna, no lo es menos que buena parte de ellos están ambientados en Nueva York y en Italia, país que adoraba Cheever y donde pasó largas temporadas. En realidad, la bella escritura de Cheever, que parece, por su delicadeza poética, más ajustada al cuento que a la novela, borda la trama de corto alcance y que demanda, como el relámpago, fulguraciones súbitas. Esa adscripción que se le hizo de hacedor de relatos, y encima muy del estilo a lo The New Yorker, y que por ello consiguió el Premio Pulitzer de 1979 y el National Book Award de 1981, quiso desmentirla publicando dos novelas de extensión larga, la Crónica de los Wapshot, galardonada con el National Book Award de 1957, y El escándalo de los Wapshot, de las que, creo, son novelas plenas que apenas ocultan revelaciones sobre sus propios orígenes familiares, y no extensiones de sus relatos, como muchos críticos norteamericanos quisieron ver, al no admitir que el cuentista por excelencia fuese capaz también de conseguir aciertos en la narración de largo aliento.

Pasados ciertos años, cuando John Cheever ha conseguido la categoría de clásico, parece que su obra vuelve a estar en candelero, con ese reflujo propio de los tiempos que corren. Es probable que cuando un autor comienza de nuevo a ser editado, a ser «redescubierto», planea en esa suerte de resurrección la sombra del malentendido. Creo que, en el caso de Cheever, la cosa tiene que ver más con cierta actualización, entendido el término en el sentido de normalización de tabúes en activo desde anteayer mismo, como la bisexualidad, amén de la fascinación que siempre ha ejercido la autodestrucción, que a la calidad de sus relatos, que pertenecen ya al canon del género. Y esa fascinación tiene que ver mucho con el modo en que Cheever se mantuvo en el filo de la navaja, al igual que muchos de los personajes de sus relatos y, desde luego, de Coverly Wapshot, el torturado personaje de sus novelas dedicadas a la saga familiar y trasunto del propio Cheever, con su velada bisexualidad y su vocación al fracaso, y su no confesada melancolía…, y su tendencia a admirar el paisaje de su niñez, y ello de tal modo que bien podemos afirmar que hay páginas en los escritos de Cheever que se encuentran entre los más bellos dedicados a los paisajes de su Massachusetts natal.

Resta su literatura, que resiste estupendamente los avatares de la moda. Ahí están magníficos relatos, tales «Las amarguras de la ginebra»; «La bella lingua»; «Una mujer sin país»; «¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza!»; «Manel, Manel, Tekel, Urphasin», y el maravilloso «Miscelánea de personajes que no aparecerán», relato que trata de los personajes que nunca hay que meter en un relato, por ejemplo, «La atractiva muchacha del partido de rugby entre Princeton y Dartmouth» como primer apartado y, como cosa significativa, el apartado 6, «Y ya que hablamos de esto, fuera también todos esos homosexuales que han ocupado un lugar dominante en la narrativa más reciente», donde nos apercibimos de la amargura que ese deseo ocupaba en su conformación espiritual. Entendemos mejor, así, esos modos sutiles con que Cheever diseccionó a la clase media-alta de su tiempo de juventud. En cierta manera, participaba de sus fantasmagorías y prejuicios, de sus contradicciones asimismo: repasemos relatos como «El nadador» y entenderemos la fascinación que aún hoy produce. En cierto sentido, todos parecemos compartir esas remotas fantasmagorías de la clase media-alta. Es el cielo y purgatorio de nuestra época.

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