Roque Larraquy
La telepatía nacional
Fulgencio Pimentel
188 páginas
POR FRAN G.MATUTE

Uno de los muchos errores que suele cometer la crítica literaria, tan obsesionada en ocasiones por etiquetarlo todo, es su tendencia a colocar a los escritores singulares en un mismo cajón de sastre –el de los `raros´– quitándoles así inconscientemente buena parte de su singularidad. De este modo, ante la aparición de uno como Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975), habrá quien corra a buscarle a su obra concomitancias con la de otros `raros´ del momento, como podría ser la firmada (en sus distintas encarnaciones) por el colectivo Juan de Madre, sin tener en principio nada que ver el uno con el otro (o sí, según se mire). Es también un error frecuente de la crítica el adscribir automáticamente a los autores, por mor de su nacionalidad, a una tradición que, quién sabe, lo mismo tampoco ni les va y ni les viene, y en este sentido el nombre de Larraquy podría entenderse como un miembro más de esa hermandad creada involuntariamente por tantos escritores argentinos (como Borges, Gombrowitz, Cortázar, Puig, Aira, Pinedo, Fresán, Enriquez, Schewblin, Llurba… ahorrémonos, en fin, el name dropping) que han coqueteado con los géneros populares sin perder de vista la condición literaria de sus textos. Tenga sentido o no, dicho queda lo anterior con la mera intención de que haga las veces de escuetas coordenadas estético-generacionales de una de las voces en castellano más refrescantes de los últimos años.

A Larraquy lo conocimos la mayoría en 2014 con la publicación a cargo de la editorial Turner de su primera novela, La comemadre, que en su traducción al inglés llegó a quedar finalista del prestigioso National Book Award. A su alrededor se generó cierto culto promovido sobre todo por los elogios de algunos lectores de peso (incluido el reputado crítico Ignacio Echevarría, tan difícil de deslumbrar), que con sus comentarios entusiastas sentaron las bases de la indudable expectación (limitada por supuesto a cierta inmensa minoría) que desde entonces sobrevuela cualquier anuncio de propuesta narrativa que provenga de este autor. La publicación, por fin, de La telepatía nacional, vino así no solo a colmar ciertas ansias lectoras si no, contra todo pronóstico, a cerrar una suerte de tríptico conceptual, al reincidir aquí Larraquy en la misma fórmula narrativa ya empleada en La comemadre (pues ambas novelas se construyen sobre una estructura similar formada por dos partes bien diferenciadas, una eminentemente narrativa y otra más fragmentaria; ambas toman además como punto de partida estrambóticos episodios pasados de ciencia –ficción– extrema para, a partir de ellos, proponer relecturas del presente, incluso –por qué no decirlo– con intenciones políticas), cuestión esta que más que mostrar pereza inventiva pone de manifiesto la coherencia de un proyecto creado en cierta medida sobre la marcha y del que a modo de bisagra o entremés formaría parte también –de ahí lo de tríptico– el hermoso breviario Informe sobre ectoplasma animal, ilustrado por Diego Ontiveros y publicado en su día por la siempre interesante editorial Eterna Cadencia. 

Las conexiones entre los tres títulos hasta ahora publicados por Larraquy se estrechan aún más al comprobar que la edición argentina de La telepatía nacional, publicada ya el año pasado también por la citada Eterna Cadencia, contaba en su portada con un dibujo muy elocuente a cargo del mismo Ontiveros, en el que se mostraba la figura de una oficinista y superpuesta a ella la de un perezoso. Dicha ilustración ofrece veladamente algunas de las claves sobre las que gira la trama de esta novela que recrea, siempre desde la ficción, el intento de construcción por parte de una serie de estrafalarios inversores de un parque etnográfico en la Argentina de principios de la década de 1930, ideado en realidad como si de un zoo para tribus indígenas se tratara, un lugar donde pudieran ser observadas “en su estado natural” por los visitantes. La llegada a la ciudad de una representación de una de estas tribus, unido a un pequeño escollo burocrático, pondrá patas arriba el proyecto y provocará una sucesión de calamidades narradas por Larraquy con mano maestra de guionista de screwball comedy (cuánta grandeza hay en la frase: “Entender un ascensor es entender el total del mundo moderno”), reminiscente también en algunos momentos a aquellas grandes novelas de Evelyn Waugh, como Merienda de negros o ¡Noticia bomba!, donde se mofaba largo y tendido de las más crueles contradicciones/aberraciones del Imperialismo británico. 

Es no obstante el segundo capítulo de la novela, el titulado Amado Dam –nombre asignado, con no poca sorna, al acaudalado protagonista de la historia–, el que mejor revela la virguería con la que Larraquy se desenvuelve con la escritura, en un complejo juego de voces y espejos propio del George Saunders más experimental, al atreverse a (re)contar buena parte de la peripecia narrada (por su mayordomo) en el primero de los capítulos a través de los ojos del que aparentemente no estuvo presente pero “vivió” el momento gracias a un proceso telequinético. Pasamos así de estar en una película de Howard Hawks a estarlo en un capítulo de la serie Fringe, donde todo se multiplica lisérgicamente, donde más que presencias hay sensaciones, donde hay dos de todo sin que se vea, en un brillante ejercicio de ventriloquía narrativa absolutamente maravilloso. Baste decir aquí que el tal Amado Dam habría quedado herido fortuitamente por un perezoso (y ahora ya entienden la ilustración de Ontiveros) traído de forma clandestina por la tribu de marras desde las selvas del Perú… y a partir de entonces, la magia.

Una magia que, por desgracia, no dura todo el metraje. En el último capítulo, titulado Anexo, Larraquy desvela a través de la exposición de escogidos materiales escritos (cartas, decretos, informes) la historia de en qué se terminó convirtiendo, en manos de los poderes fácticos, el don telepático descubierto accidentalmente por Amado Dam. Hablamos lógicamente de los primeros años de la dictadura de Revolución Libertadora, para la que Larraquy inventa una Comisión de Telepatía Nacional, desde la que se espiaría a la población a través de las denominadas ajenistas, telépatas entradas por el gobierno (casualmente, todas mujeres) para hacer cumplir los designios del infausto decreto de “desperonización”, en virtud del cual se prohibió en efecto en Argentina la utilización de imágenes, símbolos o signos que fueran representativos del peronismo. Por más que resulte impecable como idea el intento de incrustar tan fabulosa ficción en una suerte de ucronía subterránea de la Argentina, lo cierto es que se echa en falta en este capítulo un mayor desarrollo narrativo, aunque fuera a través de la inclusión de más documentos misceláneos que ayudaran a completar de forma indirecta el relato o al menos a mantener el ritmo de la historia, bruscamente alterado de forma un tanto incomprensible en las últimas páginas.

Con todo, La telepatía nacional se presenta en su conjunto como un dechado de imaginación, como una narración encomiable, y reafirma a Larraquy como lo que ya era: uno de esos escritores visionarios a los que habrá que leer siempre, escriba lo que escriba, se pierda en los vericuetos que sea, pues es justo ahí donde reside la gracia, su gracia, siempre al servicio de la sorpresa, de lo distinto, como si fuera capaz de leernos a todos la mente, para hacer justo lo contrario a lo esperado.