David Foster Wallace
Portátil.
Relatos, ensayos & materiales inéditos
Literatura Random House, Barcelona, 2016
670 páginas, 24.90 € (ebook 12.99 €)
David Foster Wallace
El tenis como experiencia religiosa
Traducción de Javier Calvo
Literatura Random House, Barcelona, 2016
112 páginas, 9.90 € (ebook 6.99 €)
Hace veinte años se publicó Infinite Jest [La broma infinita], de David Foster Wallace (Nueva York, 1962), que le convirtió en un escritor de culto en todo el mundo occidental, y a la novela en una de las grandes de las últimas décadas, lo que es mucho decir. Cuando David Foster Wallace se ahorcó en California en 2008, su obra –prolífica si tenemos en cuenta sus enormes depresiones, que exorcizaba con una medicación que le hizo centrarse en su trabajo y que cuando comenzó a atenuarse provocó el suicidio del autor– era ya legendaria entre las nuevas generaciones de lectores, que veían en esta obra la metáfora más lúcida y real de lo que acontece en nuestros días en la sociedad occidental y con más intensidad en los Estados Unidos. Foster Wallace sería, pues, uno de los grandes retratistas de la sociedad norteamericana, ya muy próxima a lo contado en Matrix, gracias a una sutil y talentosa combinación de ciencia ficción, distopía, crítica de costumbres, uso esclarecedor de los monólogos e introducción de otros elementos literarios, como el ensayo o la crítica textual.
En España, David Foster Wallace, al contrario que otros grandes escritores extranjeros, adquirió pronta fortuna. Es algo que sucede raras veces, pero cuando ello ocurre (pasó en su día con la acogida a Rainer Maria Rilke) los resultados suelen ser beneficiosos para nuestra literatura. Lo cierto es que, por ahora, el supuesto magisterio de Foster Wallace se ha dado más en las actitudes en las nuevas generaciones de escritores españoles que en los resultados, por ahora poco espectaculares, pero de mayor fortuna entre los latinoamericanos, no hace falta más que poner el caso de Alberto Fuguet. De hecho está traducida, casi coincidiendo con la aparición en los Estados Unidos, prácticamente toda su obra entre nosotros y este año, como en América, se han publicado tres libros suyos: El tenis como experiencia religiosa; una edición conmemorativa del vigésimo aniversario de la publicación de La broma infinita (la edición norteamericana es muy bella); y David Foster Wallace Portátil, que es casi copia de The David Foster Wallace Reader, en la que el editor español ha tenido el acierto de eliminar los textos fragmentados de sus novelas e incorporar testimonios de escritores españoles y latinoamericanos, haciendo de esta edición de Portátil algo exclusivamente nuestro y de proyección en lengua española.
De la publicación de La broma infinita poco hay que decir, salvo comentar que el cambio de portada y el nuevo diseño es un acierto, pues incorpora elementos presentes en la obra, como la cinta magnetofónica y la persistencia del color azul. El tenis como experiencia religiosa reúne dos ensayos del autor, un apasionado del tenis hasta hacer de este deporte una metáfora del mundo (Wallace fue en su juventud un avezado jugador de tenis y se planteó ser jugador profesional); el primero, «Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos», se publicó en la revista Tennis, en 1995; el segundo, «Federer, en cuerpo y en lo otro», se publicó en el New York Times en 2006 y es una estupenda transposición al mundo mítico –Federer es Apolo y Rafael Nadal, Dionisos– del torneo que ambos protagonizaron en Wimbledon en inolvidable justa. Hay que decir que esa transposición, en la que creo que Foster Wallace se ha inspirado, la logró Norman Mailer en un libro ya mítico, El combate, enormes crónicas del Zaire del combate de boxeo entre Foreman y Cassius Clay, un clásico en la literatura de deportes, a la altura de Ring Landner y, desde luego, mejor que Hemingway en sus reportajes –que no en sus relatos, donde hay algunos referentes a la tauromaquia que para sí hubiesen querido escribir autores españoles–.
Por su parte, Portátil recoge relatos, ensayos y materiales inéditos aportados por su madre, Sally Foster Wallace, como los lectivos que el autor utilizó en sus clases de y sobre literatura, amén de los testimonios de escritores como Javier Calvo, que es además traductor de la obra de Foster Wallace; Luna Miguel; Antonio J. Rodríguez; Rodrigo Fresán; Leila Guerriero; Alberto Fuguet; Inés Martín Rodrigo o Andrés Calamaro. Se incluye, además, el primer cuento que David Foster Wallace publicó, El planeta Trilafon y su ubicación respecto a lo Malo, que es esclarecedor respecto a las relaciones del autor con los fármacos. Pero vayamos por partes.
Las relaciones de David Foster Wallace con el tenis son curiosas. En La broma infinita, el protagonista entra en una academia de tenis porque es una joven promesa, pero le puede el afán competitivo del deporte y comienza a ver bailar las líneas de la pista de tenis, del mismo modo que a Luzin, el protagonista de La defensa, de Nabokov, le sucedía con el ajedrez, memorable aquella escena en el lavabo donde los azulejos en el suelo sirven a Luzin para realizar una épica y sorda partida consigo mismo, por lo que, ça va de soi, poco después entra en una espiral de depresión salpicada de algún acontecer psicótico.
En la biografía de D.T. Max sobre Foster Wallace, Todas las historias de amor son historias de fantasmas, el estudioso nos revela que lo de la depresión en Foster Wallace iba más en serio que el tenis y que cuando era joven se dedicaba a acompañar a los chicos del instituto a los torneos mientras él se atiborraba de marihuana. Pero una cosa no quita la otra. Y si bien Foster Wallace no tenía como destino suceder a Sampras (y eso formaba parte de su leyenda como escritor), lo cierto es que fue un cronista de alto vuelo de este deporte, tanto que el dedicado a Federer y Nadal pasa entre los admiradores del tenista suizo por ser el mejor texto escrito sobre él, mientras que para los lectores que admiran a Foster Wallace, el motivo de leer estos textos reside en la capacidad que tiene el autor para crear algo que se parece a lo que todos hemos visto en esos partidos pero de lo que no nos habíamos dado cuenta: los contrincantes, así, adquieren dimensiones de héroes, Federer versus Nadal; Sampras versus Philippousis, un tenista australiano famoso por sus saques pero que luego se movía con la seguridad y torpeza de un vehículo acorazado, vale decir, el antitenis, pero que había llegado a las pistas del Open de Flushings Meadows en 1995: ni que decir tiene que en esta crónica, «Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos», ya no se trata de Apolo y Dionisos, sino de Atenas y Esparta, donde hay frases como éstas: «Los atenienses iban de majos pero luego ganaban las guerras». El ateniense es Sampras, claro está, lo que nos deja la sensación de que el símil es un poco forzado. Pero, a mi modo de ver, lo que otorga relevancia a este pequeño ensayo es el modo en que narra el Open, casi totalmente ajeno al torneo mismo: desde el plano secuencia del principio (donde describe las gradas, como en las memorias que publicó Andrea Agassi, una por una), a lo que sucede en la pista, salvo que la crónica se detiene morosa: en la arquitectura del estadio, en la suave textura de las bandanas de Nike de moda ese año, los perritos calientes y sus desmesurados precios, el color azul claro de las camisas de los que se sientan en primera fila, el sabor del helado marca Häagen-Dazs, el estruendo de los aviones que aterrizan en el cercano aeropuerto JFK y que tiñen el torneo de una inquietante identidad. Muy distinto es el ensayo dedicado al torneo de Wimbledon. Apolo contra Dionisos: no hace falta decir que Foster Wallace era un apasionado de Federer, a quien dota de los atributos del dios solar y con quien incluso consiguió charlar antes del torneo; y que Nadal, que perdió en agónica liza, pasa –no sabemos muy bien la razón– por ser elemento dionisiaco. El caso es que, salvando las correspondencias, el ensayo es un texto muy hermoso dedicado a la búsqueda de la belleza y hace gracia, y habla muy bien del modo en que Foster Wallace miraba el deporte, la comparación entre el modo de deslizarse de Federer y el de Cassius Clay, que parecía no tocar el suelo de la lona. Este ensayo, además, tiene la importancia de ser testigo de una quiebra histórica: fue la primera vez que se emplearon las raquetas de grafito, lo que hizo cambiar el modo de jugar al tenis, pasando éste de ser elemento de bailarines gráciles a ser pasto de tremendos sacadores de pelota, capaces de lanzarla a velocidades nunca previstas. Apolo, en este contexto, tenía poco que hacer, por lo que Wimbledon se convierte casi en el último combate entre dos dioses. De ahí la enorme importancia de un tenista como Roger Federer: mató el previsto aburrimiento. Dos ensayos, en suma, que revelan a un magnífico escritor, sí; pero, sobre todo, a un hombre que sabía mirar el juego deportivo, cualidad algo rara.
David Foster Wallace Portátil, por su parte, recoge textos muy bien elegidos: se incluyen «Animalitos inexpresivos», «Mi aparición» y «La niña del pelo raro», tres relatos definitivos sobre los programas de televisión y el mundo del espectáculo aliado a los psicotrópicos; «Historia realmente concentrada de la era posindustrial», «Encarnaciones de niños quemados», «El neón de siempre» y «Extinción» cierran el ciclo dedicado a la narrativa, que se distingue por haber suprimido los fragmentos de novela que incorporaba la edición norteamericana, cuentos que se cuentan entre los más brillantes publicados en los últimos años. Respecto al ensayo, convendría decir que son todos importantes para entender los entresijos fantasmagóricos en que se movía Foster Wallace: «Hablemos de langostas» y «Deporte derivado en el corredor de los tornados» son textos de curiosa ciencia, algo dados a abrir expectativas de subidones agudos, al modo de la medicación que tomaba su autor, pero de todos ellos prefiero dos que me son muy queridos, «Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante» y «Borges en el diván», textos que están íntimamente relacionados para el autor en su conformación anímica, como lo era el tenis. David Foster Wallace era un devoto de la obra de Kafka y Jorge Luis Borges y en el ensayo dedicado al escritor argentino (que en el fondo destroza la biografía que Williamson escribió sobre Borges porque demuestra que no explica nada de la obra borgiana, mientras se explaya en anécdotas sobre la historia de Argentina), llega a colocar a éste por encima de Kafka en cuanto a la densidad y tino de las metáforas que creó para explicar la naturaleza humana.
Estos ensayos son, pues, relevantes porque nos introducen en los comentarios que un escritor hace sobre la obra de otros y la trascendencia para su vida. En apariencia es curioso que un hombre como Foster Wallace adore de tal manera a Borges, pero si nos detenemos en la obra del norteamericano veremos correspondencias ocultas, sensibilidades compartidas; el aleph del cuento borgiano del mismo nombre o el laberinto de El jardín de senderos que se bifurcan pertenecen de pleno derecho a las alucinaciones simbólicas a que tan dado era Foster Wallace. Colocar, sin embargo, a Borges por encima de Kafka revela el enorme gusto de la cultura norteamericana por los ten top, del que nadie parece librarse.
Un aniversario revelador por lo que tiene de oportunidad de volver a un clásico ya de nuestras letras.