Christopher Ryan
Civilizados hasta la muerte
Traducción de Lucí Barahona
Capitán Swing, Madrid, 2020
296 páginas. 20.00 € (ebook 9.99 €)
POR DANIEL B. BRO

 

Cuando el director de Cuadernos me pidió el comentario de este libro no se había producido el Estado de Alarma en España. Dejé mi ejemplar cerca de mi mesa, con su título apocalíptico, Civilizados hasta la muerte, vale decir que no hay nada que hacer, porque ¿vamos a dejar de ser «civilizados» en contraposición a «salvaje», en el sentido en que lo utilizó Lévi-Strauss, no en el campo semántico de «salvajada»? Luego nos vimos súbitamente confinados, pertrechados de nuestras tecnologías, sobre todo con esta suerte de telepatía socializada que es la telemática. Decidí abrir el libro de Christopher Ryan, con tanta curiosidad como recelo. Como ya tengo «una edad», recordé que de niño, en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, vivíamos obsesionados por la poliomielitis, la famosa polio, que convirtió en cuerpos cubistas a tantos niños. Sí, las pandemias no son nuevas. ¿Pero hubo algún momento en que no las hubo? Bryan, este viajero e investigador pleno de curiosidad, a quien conocí hace años, en un bar de Madrid, presentado por un amigo común, retoma las culturas de los forrajeros, estudiadas, por ejemplo, por Lévi-Strauss, entre muchos otros antropólogos del siglo xx, es decir, un tiempo de nuestro modo social anterior a la agricultura y, por supuesto, a la escritura, en el cual tanto el antropólogo francés como Gordon Childe situaban uno de los momentos de mayor equilibrio y felicidad de la historia de la humanidad. Pero vayamos a una somera descripción del libro.

¿Es nuestro mundo el mejor de los mundos posibles? Es obvio que no, por eso tratamos cada día de mejorarlo y empeorarlo, a veces con las mejores de las intenciones. ¿El progreso es real y además inagotable? Pues es un asunto muy peliagudo, y quien tenga curiosidad encontrará una bibliografía amplia y, en algunos casos, muy valiosa, que, en alguna medida, utilicé hace mil años en una tesina cuando aún realizaba mis estudios de filosofía. Hoy día nuestros mares y ríos están envenenados y las mermas de la fauna marina han empobrecido enormemente la industria de la pesca, los niveles de CO2 crecen como geranios, los patógenos mutantes le ganan el pulso a los antibióticos, nuestras ciudades están altamente contaminadas y las enfermedades respiratorias aumentan día a día, sobre todo en niños y ancianos, con el consiguiente aumento además de los gastos sanitarios; los recursos naturales son diezmados y despilfarrados al tiempo, el nivel de los mares crece, el número de cánceres y el estrés hacen estragos, el número de refugiados por hambrunas y guerras es dramático, y el plástico invade los mares, el cuerpo de los peces y nuestra sangre. Un poco de plástico late en nuestro corazón. El nivel se ansiedad, suicidios, depresiones y medicalización para trastornos mentales ha crecido de manera alarmante (vean las cifras en la OMS). Ryan nos da datos, al parecer bastante contrastados, no ya del malestar de la cultura, de la que habló con juicio antropológico Freud, sino del malestar de la civilización (una, global). Nuestro autor es darwiniano, vale decir: no es creacionista y tiene claro que somos un animal cuya filogénesis nos lleva al cuaternario, pero que sin irnos tan lejos, sin salirnos de los homínidos, nos sitúa en una vida, la del homo sapiens, y nos hemos conformado en cierto momento como animales recolectores-cazadores (hemos vivido el noventa y cinco por ciento de nuestra vida de especie en esa cultura). Ya oigo risitas de algunos lectores, algunos de ellos seguro que malos lectores de Dilthey y Ortega y Gasset, que creen que el hombre sólo es historia y voluntad, proyecto. Claro que es historia, pero esa historia ¿dónde comienza? Y la acción (deseo, proyectos, búsqueda, voluntad) en la historia ¿desde dónde se ha hecho sino desde una naturaleza no elegida sino más bien adaptativa? Ryan tiene claro que somos un cuerpo y una mente que se ha formado en un ambiente muy distinto al posterior a la invención de la agricultura, por no hablar de las tecnologías de los últimos seiscientos años. La palabra progreso nos lleva a muchos errores, porque, como señala nuestro autor apoyándose en el paleobiólogo Stephen Jay Gould, en Jared Diamond y otros científicos, no es fácil demostrar que los Estados industrializados modernos sean mejores (calidad de vida, felicidad) que las tribus de cazadores-recolectores del Paleolítico. Sin duda son distintos, y no quisiéramos prescindir de Bach, de nuestras catedrales góticas ni de la cocina francesa o española, altamente elaboradas. Pero no se trata de eso.

La cuestión, para decirlo de una vez, es si podemos ser aceptablemente felices y sanos (lo uno va con lo otro) y mantener nuestro planeta en buen estado, porque el cuerpo y la mente de cada cual vive, no lo olvidemos, en relación ineludible y necesaria con la biota de nuestra planeta. La cuestión es que no podemos responder adecuadamente a nuestro medio y a nuestros semejantes, es decir, a nosotros mismos, si olvidamos que somos un tipo de animal, si carecemos de conciencia y conocimiento de nuestro pasado antropológico. Necesitamos conocer nuestra propia especie… vale decir, su historia, y eso es algo que sólo se ha comenzado a hacer muy recientemente. Recuerden que, para todo Occidente y buena parte del resto de la humanidad, sobre todo hasta el siglo xviii y xix, el hombre estaba hecho a semejanza de Dios, un producto de un Dios, desde el comienzo y para siempre. Es como para echarse a llorar y no parar en varios años. Para Ryan ha habido progreso en muchos aspectos. No lo niega, sólo que le parece que es difícil delimitar dónde se ha producido. A todos se nos ocurren algunos: en las matemáticas, en las tecnologías en general, sin duda de una complejidad asombrosa, pero si a algunas tecnologías le añadimos todos sus efectos, veremos que el progreso de las mismas se torna retroceso (en el bienestar, equilibrio personal, salud). No es fácil. Yo creo que la música de Bach es también un progreso en cuanto a complejidad y belleza frente a los tarareos y silbidos de algunas tribus actuales de forrajeros.

Ryan nos aclara que no alberga ilusiones sobre los «nobles salvajes» o sobre «la vuelta al jardín». Esto es importante para los apresurados que puedan ver que su crítica al pesimismo antropológico de Hobbes supone un abrazo a un rousseaunismo, entendido vulgarmente como nostalgia del estado de inocencia, interpretación de Rousseau que irritaba al buen Lévi-Strauss, tan poco nostálgico de la aldea ahistórica y del supuesto «hombre natural», que nunca existió. El autor francés cita esta frase de Rousseau, que quiero plantar aquí: «La edad de oro que una ciega superstición habría ubicado detrás (o delante) de nosotros, está en nosotros». ¿Queda claro? No hay un lugar al que retroceder, tampoco el inalcanzable futuro (lo que Ryan llama la «narrativa del progreso perpetuo»), sino aquí, ahora. Bien, eso es lo que dice Ryan, y afirma con datos, que parecen bastante fiables, que la creencia reconfortante, por un lado en la «narrativa del progreso perpetuo», menoscaba la capacidad de corregir el rumbo de muchas de nuestras tendencias productivas y de comportamientos individuales. Es como quien en la caída a cuerpo desde un rascacielos cree que está volando. Ryan no se hace ilusiones, porque sabe que es imposible, no porque no crea en esa isla sin tiempo.

No puedo entrar en una nota en todos los aspectos de este interesante libro, así que me limito a meter el dedo donde veo grietas o florecillas. Tengo algunas dudas que no disminuyen mi acuerdo sobre el hecho de que debemos responder de manera drástica al deterioro ecológico, y no sólo por el llamado calentamiento global; también es urgente una crítica rigurosa, no puritana, de nuestra sociedad de mercado sustentada en la ansiedad, el despilfarro y la insatisfacción indefinida; y estas dudas tampoco erosionan mi afinidad ante la necesidad de conocernos no sólo como individuos actuales, sino como especie, una tarea que ni se sueña con llevar a los colegios, institutos y universidades, porque nos quedamos con el modelo último, aún teológico, incluso en la racionalista escuela francesa actual. Cuando Ryan dice que «la agricultura fue un trágico tropiezo en un agujero en que hemos seguido cavando arduamente, siglos tras siglos, mientras la población mundial se disparaba mucho más allá del punto sin retorno», nos enfrentamos con un problema grave. Además, su aseveración viene trufada por un juicio de Yuval Noah Harari, tan listo como atrabiliario cientificista, que dice así: la revolución agrícola fue «el mayor fraude de la historia». Ambas afirmaciones suponen una atesis moral: aquello era lo mejor, además de que la «naturaleza» humana no necesitaba más: poblaciones de unos setenta a ciento cincuenta personas, donde al parecer había un grado de cooperación óptimo, una maternidad no exclusiva, consideración de la mujer en términos de igualdad, juegos y cuentos al anochecer, y una perfecta circularidad que ni Platón la habría soñado. Sí, sí, ya sabemos lo del trigo: una bicoca inicial que permitió asentamientos continuados, un penoso y mayor trabajo, tala y quema de los bosques, para posibilitar las grandes extensiones que necesita el cereal, una alimentación deficiente, pero eso no basta. ¿El homo sapiens ya era entonces tal cual? Se hacían enterramientos, sin duda algún tipo de ceremonias en esos cementerios, luego la conciencia de la muerte y del más allá, tal vez de algo así como espíritu, ya estaba en ellos; la conciencia que se ve a sí misma ante el vasto espacio infinito. Cierto de nuevo: algunas tribus forrajeras se han mantenido hasta nuestro tiempo, como los piraha amazónicos estudiados por Daniel Everett, citado en varias ocasiones por Ryan, pero eso tal vez solo signifique… tiempo: que una epidemia, el aumento de la población, etcétera, les hiciera sacar los pies del jardín (aceptado que fuera así) para meterlos en el huerto y de aquí a las grandes extensiones de sembrados y domesticación del ganado que unos milenios después desembocaron en la civilización. Lo que quiero decir es que al menos que el hombre del Paleolítico actuara de manera instintiva y no por cultura, las variaciones derivadas de la transmisión cultural inherentes a la inquietud propia del conocimiento (conocían el fuego, ciertas herramientas, etcétera), el paso a la complejidad y jerarquización social y cultural eran inevitables.

Ryan, como el muy valioso primatólogo Frans de Waal, al que cita en varias ocasiones, cree que los sentimientos de cooperación y buen entendimiento, de pacificación y ayuda mutua, están también fuera de nuestra especie y que elegir como primo nuestro a los chimpancés o babuinos por encima de los bonobos es una simple elección a favor de Hobbes por encima de Darwin, pero sin fundamento, un pesimismo injustificado genéticamente. Y lo mismo piensa del pesimismo genético de Richard Dawkins, que supone al gen como egoísta y a los cuerpos meras formas para la perpetuación de los mismos, síntesis por mi parte algo extrema de las ideas de Dawkins. La cooperación, el buen entendimiento, la generosidad serían un logro contra la tendencia irreductible del gen de preferirse a sí mismo por encima de todo. Ryan defiende a la naturaleza de esa condena a lo salvaje, en su sentido cruel y despiadado (aunque no ignore que no es un camino de rosas el mundo animal), y al homo sapiens como un animal que debe mucho a sus parientes y a la etapa no «histórica» de su linaje. El ser humano, tal como dijo Lévi-Strauss y De Waal continúa, no tuvo un punto en que se volvió social, porque descendemos de antepasados sumamente sociales, los monos y los simios, y siempre hemos vivido en grupo, y afirma, con Charles Darwin, que los componentes esenciales de la moralidad están sujetos a procesos evolutivos.

Entonces: Ryan se opone, con argumentos apoyados en estudiosos de sociedades preagrícolas, no sé si del todo convincentes, a la concepción neohobbesiana que supone la idea de guerras prehistóricas interminables y, por lo tanto, no atribuye al Estado un valor que no esté en el individuo y en los pequeños grupos, capaces de entenderse, cooperar y vivir pacíficamente. Vale la pena leer el libro, sin duda mucho más rico y amplio que esta somera nota, porque su tema es el nuestro. Las páginas dedicadas a la salud y enfermedad, a la muerte («El delirio de la inmortalidad» llama a nuestra locura de vivir, junto con las farmacéuticas, a toda costa, «así sea de barriga», como escribió César Vallejo), la pobreza infantil en países altamente desarrollados (como Estados Unidos), la alta tasa de suicidios y depresiones, desde la niñez, con un exceso incontrolado de medicación, y las reflexiones —tema central del libro— sobre «el desfase entre el animal humano y las exigencias de la sociedad actual». Se entiende que Ryan sitúa al «animal humano» en una determinado momento óptimo, porque muchas de las fijaciones de nuestros instintos son incompatibles con nuestras ética, y no creo que sean sólo memes y no genes. No todo lo que la naturaleza seleccionó hace miles y millones de años sirve para responder a nuestra felicidad hoy.

Cuando llego al final del libro, incitado por reflexiones y datos muy valiosos, me encuentro con esta frase, que no creo que sea el resultado de una valoración objetiva (al menos producto de un esfuerzo dialogado de objetividad), sino de una creencia: «Cuando desaparece la civilización, vislumbramos la naturaleza humana en estado puro». Eso no se lo creía ni Rousseau. De haber leído esta frase al comienzo, no habría leído el libro, así que me alegro que esté al final, porque en muchos momentos está por encima de esta solemne tontería.