Javier Goñi
Cinco horas con Miguel Delibes
Fórcola, Madrid, 2019
224 páginas, 16.50 €
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

 

El centenario del nacimiento de Miguel Delibes (en coincidencia con el décimo aniversario de su muerte) ha propiciado un abultadísimo número de variadas actividades: conferencias, exposiciones, mesas redondas, publicaciones, homenajes diversos… Mucho de ello —señal inequívoca de la infrecuente vigencia de un escritor tras su fallecimiento: el olvido suele ser la norma común— se ha ido al traste por culpa del pavoroso virus que nos aflige. Lo que iba a ser manifestación pública de admiración y perdurable sintonía con el autor, y reconocimiento de una escritura que supo advertir y trasladar inquietudes sustanciales de un tiempo todavía vigentes, quedará, por desgracia, en bastante poco. Aun así, la conmemoración no será baldía. En el terreno editorial, deben anotarse varias publicaciones. Se ha recuperado Miguel Delibes de cerca (Ed. Destino), la biografía del vallisoletano, hecha por su amigo, confidente y minucioso conocedor de la obra Ramón García Domínguez, alternativa a las memorias que el escritor no quiso hacer por modestia, si bien prodigó datos autobiográficos en sus obras. El profesor Alfonso Rey ha ampliado y actualizado una de las obras de referencia, pionera, en los estudios delibesanos, La narrativa de Delibes (1948-1998). Cambio y tradición (Universidad de Santiago de Compostela). Algún otro libro más anda en las prensas, estos días paralizadas, la revista Ínsula sacará un monográfico dirigido por Pilar Celma y, sin mucho tardar, aparecerá la jugosa y cuantiosa (más de trescientas cartas) correspondencia entre Delibes y Francisco Umbral.

Entre los oportunos rescates figura también el libro de conversaciones que el periodista Javier Goñi publicó en 1985 bajo el título cómplice Cinco horas con Miguel Delibes. Desde aquella primera salida, a Delibes le restaron todavía tres lustros de fecundo y regular trabajo, el cual queda, por tanto, fuera de las charlas. Esta circunstancia supondría en casi todos los escritores la pérdida de valor e interés de un libro semejante. Pero no ocurre así en el caso del autor de Cinco horas con Mario por una razón fundamental: mantuvo un núcleo de preocupaciones firme, unitario y sostenido a lo largo del tiempo. De modo que da más o menos igual retratarlo por medio de sus propias palabras decenio y medio antes de que se cerrara su obra que haber esperado al momento de no retorno. Faltarán opiniones sobre aspectos concretos, pero no se echará de menos nada verdaderamente nuevo en la visión del mundo de Delibes. En 1985 estaban ya perfiladas al completo sus inquietudes, desde cómo entendía la literatura hasta sus desazones ecologistas, y sólo les añadió con posterioridad profundizaciones, ampliaciones o matizaciones.

Javier Goñi conoció a Delibes en el tiempo breve en que fue meritorio en El Norte de Castilla, el periódico que el novelista dirigió en su ciudad natal y convirtió en escuela de periodistas muy notables (Umbral, César Alonso de los Ríos, Manu Leguineche, José Luis Martín Descalzo, José Jiménez Lozano…) en el largo periodo final del franquismo. Más de las cinco horas del título consumió Goñi en interrogar al escritor en largas sesiones que se saldan, como él mismo indica, en un largo monólogo dirigido por el entrevistador, monólogo cuyo fruto se debe a la buena mano para saber inducir las explicaciones del entrevistado y al conocimiento completo de su obra, de sus afanes, de sus quehaceres no solo literarios. Las cinco horas adquieren dimensión simbólica de sendas vertientes de la vida y trabajos de Delibes: la infancia y comienzos literarios, la estrechísima relación con el campo castellano, el periodismo, la ideología y la preocupación por un mundo gravemente amenazado.

El libro enhebra estos asuntos cruciales de Delibes. El pórtico desvela las raíces familiares, cómo se inicia modesta y un tanto accidentalmente en el periodismo —de caricaturista, ya es bien sabido—, cómo se arriesga a la escritura desde el adanismo literario reconocido por el propio Delibes, que todo el mundo hemos repetido y que, bien pensado, tiene bastante de simple justificación de los temores del escritor novel. Los recelos le llevaron a un serio ejercicio autocrítico y a una persistente reflexión acerca de las exigencias de la literatura —la mayor: ningún tributo a las aventuras formalistas—, que fraguó en libros tan emotivos, aunque cargados de intención, como su gran y perdurable éxito El camino; tan de testimonio rural como Las ratas; tan agitadores de las rutinas mentales de la burguesía provinciana como Cinco horas con Mario; tan poemáticos, duros y de rotunda denuncia social como el vanguardista Los santos inocentes.

Las respuestas a los otros bloques temáticos van desgranando con ese tono conversacional y franco tan característico de Delibes el conjunto de los asuntos fundamentales del hombre y del escritor. En primer lugar, el campesino castellano (con preferencia por mostrar sus virtudes: racionalidad, laconismo, conformismo con el destino) y, a su lado, la preocupación por el deterioro material de Castilla desde la mirada renovadora de desnoventayochizar Castilla, como la calificaba Umbral, y librarla de la ganga mística y paisajística que arrastraba. También la advertencia pionera acerca de la sangría humana que padecían las provincias castellanas, certero anuncio de lo que hoy resulta el clamor de la España vaciada, a la que ningún caso se hizo. Y en relación con el campo, la afición cinegética que tantas cálidas páginas testimoniales produjo y que, además, nutrió en su arranque la trilogía narrativa protagonizada por uno de sus mejores personajes, el bedel Lorenzo, cuya primera entrega fue Diario de un cazador.

La otra gran pasión y dedicación delibesanas, el periodismo, ocupa el lugar merecido. Sus explicaciones poseen, en este aspecto concreto, un claro valor testimonial; constituyen un documento importante de primera mano acerca de la represión franquista de la libertad informativa; del nudo de imposiciones, advertencias y amenazas que la impedían; de los modos para torearla en la escasa medida de lo posible. A estos asuntos ya había dedicado en 1985 parte de un libro misceláneo, La censura de prensa en los años cuarenta. Con determinación, hizo Delibes de su periódico una tribuna para expresar las urgencias sociales, castellanistas, de las que El Norte se convirtió en portavoz, y no sólo mediante el diario impreso, sino también con el Aula de Cultura que patrocinaba en Valladolid.

Inevitable, imprescindiblemente tenía Goñi que abordar el ecologismo y la problemática del progreso. Bien conocidas son las advertencias proféticas de Delibes acerca de un mundo que agoniza por la entrega a ambiciones materiales, por la sobrevaloración del dinero o por el consumismo descomedido, en detrimento de valores humanos, humanísticos («haber cifrado el progreso en una mejora del nivel de vida con olvido del hombre y de la naturaleza es un error tan grave que puede constituir un suicidio colectivo»). Pesimista como era, reafirma un antiguo temor suyo de que la humanidad no viera amanecer el año 2000, profecía no cumplida pero que en este 2020 vuelve a atemorizar. Con el tiempo acentuaría estas preocupaciones y, junto a la celebración de la vida natural y el deporte que presentó en diversas obras (en particular en el confesional Mi vida al aire libre), las plasmó dialécticamente en la conversación con su hijo, el reconocido biólogo Miguel Delibes de Castro, de angustiante título, La tierra herida. ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos?

Los años posteriores a la primera salida del libro no quedan desatendidos. Goñi los cubre con un nuevo epílogo donde repasa su actividad en estas fechas. Resultaba obligado hacerlo porque en ellas aparecieron un buen número de narraciones —además recopilaciones de artículos y ensayos— que forman parte de esa continuidad que es la obra del vallisoletano: El tesoro, fabulación en torno a la cultura y la codicia; 377A, madera de héroe, la mirada a propósito diferida sobre la Guerra Civil; Señora de rojo sobre fondo gris, homenaje a la esposa tempranamente desaparecida; Diario de un jubilado, con la definitiva situación del bedel cazador y emigrante; y, como broche, una de sus novelas mayores, El hereje, dramática reivindicación de la libertad de conciencia. El epílogo apunta estas y otras novedades librescas, recoge la concesión del Premio Cervantes y las últimas circunstancias biográficas, la penosa enfermedad que anunciaba la hoja roja del librillo de fumar. Se completa así el retrato humano y literario del escritor.

A lo largo de sesenta años, Miguel Delibes le tomó el pulso a una época y fue anotando los latidos en su trabajo de periodista, en crónicas viajeras, en artículos y reflexiones y en una obra narrativa de regular cadencia, como el médico que ausculta al paciente con obligada periodicidad. Siempre lo hizo sin pujos intelectuales —se proclamaba una persona corriente, no sofisticada—, sólo como atento observador de la calle, y con el claro propósito de hacer partícipes a los demás de sus inquietudes y propuestas. En el gran debate de las letras españolas desde la Guerra Civil —la controversia iniciada por Vicente Aleixandre entre quienes sostenían que la literatura era conocimiento y quienes defendían que era comunicación—, Delibes se decantó por la postura que ratifica con inequívoca claridad el libro que estoy comentando: «Pienso que la escritura debe ser siempre comunicación, de otro modo no tiene sentido», «Llega un momento en que escribes como un deber hacia los demás, como una necesidad de comunicación con los demás». Esta determinación —particular forma de compromiso sin adscripción política partidista— encontró su cauce como novelista en una poética narrativa que él mismo definió con una feliz fórmula mil veces repetida: «Un hombre, un paisaje, una pasión». Cinco horas con Miguel Delibes sigue siendo una introducción clara al quehacer y la personalidad de uno de los escritores imprescindibles de la posguerra.