Valeria Luiselli
Desierto sonoro
Traducción de Daniel Saldaña y Valeria Luiselli
Sexto Piso, Madrid, 2019
468 páginas, 22.90 €
Desierto sonoro (2019) vuelve a las más antiguas funciones de la literatura: dejar constancia, proponer los debates urgentes y desmontar los discursos que encubren injusticias. La tercera novela de Valeria Luiselli trata sobre la incertidumbre y precarierdad que padecen en la frontera los niños de la diáspora centroamericana, pero vista a través de la circunstancia del inminente desmembramiento de una familia de clase media, que emprende su último viaje junta.
La autora, nacida en México y residente en Estados Unidos, traduce al castellano junto con Daniel Saldaña París, para la editorial Sexto Piso, su novela, Lost Children Archives, originalmente publicada por Knopf Doubleday. Es cierto que el uso no de su lengua materna, sino del inglés para la creación vincula su trabajo con el de la colombiana Ingrid Rojas Contreras (La fruta del borrachero), la mexicana-americana Julia Álvarez (Cómo las muchachas García perdieron su acento) y el neoyorquino, de origen dominicano, Junot Díaz (La breve y maravillosa vida de Oscar Wao); pero, más allá de la generación literaria donde pueda inscribírsela, lo importante de Lost Children Archives es su público meta. Porque la novela es una crítica a la sociedad norteamericana que produce (y, por ende, debe desmontar) los discursos donde los indocumentados son algo distinto a las víctimas de una guerra histórica que lleva décadas, o los chivos expiatorios de la xenofobia que corroe a una poderosa nación.
El recorrido que hacen los padres con sus dos niños en automóvil desde el estado de Nueva York hasta el de Arizona, ubicado en la frontera con México, permite superponer dos realidades paralelas: una sobre las consecuencias para los hijos del aislamiento de la pareja y, la otra, la tragedia de los niños perdidos en el desierto o en los laberintos burocráticos de las cortes migratorias estadounidenses. El argumento es una excusa para que la autora reflexione desde la ficción sobre temas como la unidad familiar, la identidad nacional o el sentimiento de pertenencia, como hizo en su ensayo Los niños perdidos (2016). Allí recorre los laberintos burocráticos que padecen los menores indocumentados y toma como punto de referencia el cuestionario de admisión que usan los abogados para procesar sus casos. «La historia que tengo que contar es la de los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, tal vez, irremediablemente perdidas», dice la madre en Desierto sonoro (página 186). Lo que se propone hacer es un documental radiofónico que permita visbilizar o, quizá, mejorar la situación precaria de los menores. Y, frente a esto: ¿qué hace Desierto sonoro?
La novela completa el retrato de la tragedia de los niños que huyen de la violencia sistémica de sus países y atraviesan la frontera y el desierto con menos de lo esencial para sobrevivir a la intemperie. Buscan protección legal y a sus familias, pero se convierten en víctimas de coyotes o autoridades; incluso muchos de ellos nunca llegan a su destino: mueren debido a los peligros del viaje, al hambre, a la sed o a la extenuación. «No buscaban el sueño americano, como suele decirse, buscaban, simplemente, una escapatoria a la pesadilla cotidiana», se lamenta la madre (31). De los que sobreviven, muchos son deportados en condiciones oscuras. Ellos —los fallecidos, los expulsados o quienes con trabajo logran insertarse como ciudadanos de segunda clase en la sociedad— son la cara oculta del discurso político xenófobo que con la presidencia del magnate Donald Trump ha ganado notoriedad pero que, en realidad, lo antecede en más de un siglo de relaciones de Estados Unidos con sus países vecinos marcadas por las guerras sucias y políticas intervencionistas, consecuencia de la convicción que tienen los habitantes de ese país de su superioridad moral sobre los pobladores de las naciones al sur.
Mientras el automóvil describe la ruta que conecta el noreste con el suroeste del país, la madre se obsesiona con las noticias sobre la crisis migratoria y el padre va contando historias de Gerónimo, el último jefe militar de los apaches de Bendoke. Su interés por este personaje y por otros jefes chiricahuas, a quienes considera «los últimos dirigentes —en sentido moral, político y militar— de las últimas personas libres del continente americano», lo aleja de su esposa; lo impulsa a grabar los ecos que puedan existir hoy en el ambiente de los apaches fallecidos o asimilados en ese territorio que antes fue mexicano (32). En la parte de atrás del coche, la ficción y la realidad se mezclan en los juegos de los niños que cada miembro de la pareja ha tenido producto de una relación anterior: Pluma Ligera, de once años de edad y, Memphis, de seis. Ambos son nombres falsos, por supuesto, inventados en los juegos con que matan las horas del viaje, mientras mezclan las historias de indios que cuenta el padre con las noticias sobre la diáspora centroamericana. «Los niños perdidos, todos ellos, eran mucho más importantes que nosotros, Memphis, mucho más que todos los niños que hemos conocido. Eran como los Guerreros Águila de papá, tal vez incluso más valientes. Eran niños que estaban luchando y cambiando la historia», dice el chico mayor a su hermana (292).
«¿Y por qué se me ocurre siquiera que puedo o que debo hacer arte a partir del sufrimiento ajeno?», es la preocupación ética que se le presenta a la madre, refiriéndose al documental radiofónico que pretende hacer sobre los niños perdidos (102). El cuestionamiento permite a Luiselli construir varios niveles de profundidad en el argumento de su road novel, adentrándose en otros géneros como la narrativa experimental y, a ratos, la del exilio. Sin emabrgo, no se trata del derecho que tenga una escritora de contar la historia de otros, sino de cómo puede contribuir un libro a mejorar la situación de la diáspora centroamericana. Porque más allá de la intención estética que encierra la producción artística, se encuentra su finalidad. En el caso del documental radiofónico se trata de dejar constancia de los problemas que enfrentan los niños después de cruzar la frontera, así como el limbo donde los coloca la burocracia legal. En el caso de Desierto sonoro, la finalidad incluye el desmontaje de los lugares comunes sobre los migrantes y sus países de origen, formas de la violencia simbólica con las cuales se malinterpretan, disfrazan o esconden las tragedias de miles de personas. Como la grabación de ecos en medio del desierto que se propone hacer el padre, el proyecto de la madre busca registrar la ignominia y hacer «audible» lo que escapa al oído. En el fondo, ambos quieren demostrar con sus archivos sonoros que las naciones más poderosas interpretan a las oprimidas como tierras de nadie habitadas por bárbaros que amenazan la paz de su civilización. «Quizás lo mejor sería mantener las historias de los niños tan lejos de los medios como sea posible […] ya que conforme más atención mediática recibe un asunto polémico, más suceptible es de politizarse», piensa la madre: «Y en estos tiempos, que corren un asunto politizado, lejos de producir un debate urgente y comprometido en la arena pública, se convierte en una bala utilizada frívolamente por los partidarios de hacer avanzar sus intereses» (102). De la misma manera en que el sentido del lenguaje ha sido decomisado por la propaganda populista y las fake news, a la autora no le queda otro remedio que desmontar el sentido lineal que es tradición en la narrativa de aventuras para ofrecer un experimento desde la ficción donde la memoria histórica y el uso de múltiples lenguajes fundamentan una realidad inclusiva y enteramente nueva.
Aunque la experimentación sea también la marca estilística de sus dos novelas anteriores, Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2013), en ésta queda justificada debido a la erosión del sentido en el lenguaje que Luiselli discute mientras desarrolla el argumento. En su primera obra, la autora cuenta en paralelo las historias de una joven escritora, madre de dos hijos, y la del poeta mexicano Gilberto Owen (1904-1952), que vivió en Harlem en la década de los años cuarenta. El diálogo entre los personajes vivos y el escritor muerto empalma realidad y fantasía. En la otra novela, Luiselli profundiza la combinación de elementos en el perfil del cantador de subastas Gustavo Sánchez Sánchez. Eso le permite añadir datos sueltos, imágenes, portadillas, fotografías y hasta renglones en japonés, como si la obra fuera el catálogo de una exposición en una galería de arte contemporáneo. En Desierto sonoro también se unen el pasado y el presente en el mismo argumento, como en Los ingrávidos, y se apela al collage, como en La historia de mis dientes. Pero más allá de contar una historia, lo fundamental allí es desmostrar lo que oculta la xenofobia.
Entre las formas exprerimentales de las que hace gala Desierto sonoro están la fragmentación de la historia en secciones (tiene cuatro partes) y subsecciones o la introducción de elementos ajenos a la trama, como las fotos polaroid que toma el niño durante el viaje y la descripcción del contenido de las cajas donde los padres guardan la información sobre sus respectivos proyectos (llenas con libros, mapas, dibujos y notas sobre sus investigaciones). La forma más importante es el quiebre del espacio y el tiempo en el que todos los discrusos se encuentra en uno. Éste se evidencia en el uso de puntos de vista refractados, como los propuestos por Virginia Woolf en La señora Dalloway, y en la redacción de una novela dentro de la novela, Elegías para los niños perdidos. En ese libro ficticio coinciden las técnicas narrativas de autores clásicos como William Golding en El señor de las moscas (1954), Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955) y Marcel Schwob en La cruzada de los niños (1895), entre otros.
Sin embargo, el valor fundamental de Desierto sonoro no es su testimonio de la incapcidad del lenguaje para contar el mundo desigual e injusto que nos rodea, en especial cuando ese lenguaje es la herramienta de la propaganda y el periodismo; tampoco importa tanto la armonización, que en su argumento logra, de la hibridez ni la confluencia de discursos literarios que permiten a la aventura particular de una familia diluírse en el océano de una tragedia trasnacional. Su logro crucial es su discurso sobre la utilidad del arte, pues toda la novela es una prolongada argumentación sobre la importancia de la literatura como archivo de las informaciones sobre el mundo. Es en ese sentido que este libro ayuda al lector a escuchar los ecos en el desierto.