Martín Caparrós
Antes que nada
Random House
660 páginas
POR RODRIGO FRESÁN

Lógica paradójica: a la hora de la más auténtica verdad, sólo se puede hacer memoria deshaciendo el pasado. Ese pasado que —según William Faulkner— ni siquiera es pasado porque nunca pasa, porque no deja de pasar, porque está pasando todo el tiempo y todos los tiempos. Así, el pasado es cada vez más grande y ancho y largo mientras que el efímero presente es instantáneamente asimilado por lo que ya fue y el futuro nunca pasa porque nunca llega. Pensaba en ello este pasado agosto releyendo la autobiografía como flâneur dublinés La alquimia del tiempo de John Banville (donde se postula el que no recordamos sino que inventamos; y que así en verdad imaginamos el pasado porque, al vivir una determinada experiencia no hacemos otra cosa que crear un inexacto «modelo» que es lo que finalmente implantamos en nuestras memorias); el Quemar los días de James Salter (volumen al que Salter insistió en no definirlo como memoir total sino como selectiva recollection); y el ensayo Then, Again: The Art of Time in Memoir de Sven Birkerts —también autor de un manual de instrucciones para la mejor comprensión/admiración del Habla, memoria de Vladimir Nabokov, acaso tótem/monolito insuperable del género— donde, de entrada, se postula: «La memoria comienza no con el evento a recordar en sí sino con la intuición de un posible significado del mismo: con el hecho misterioso de que la vida a veces puede liberarse más allá del caos de la continencia y convertirse en historia». Y por historia, claro, Birkerts se refiere, por encima de todo, a algo digno de ser contado, historiado.

Y releía todo esto al costado de algo que leía por primera vez -y que no sólo no desentonaba en calidad y temática y arte y talento con lo anterior de los antes mencionados- sino que, además, me permitía y obligaba a volver a hacerme una pregunta que ya me había hecho tantas veces. Y la pregunta era y es y seguramente será esta: ¿cómo harán para recordar, cómo recordarán, aquellos que no son escritores? Es decir: cómo organizar y volver interesante a todo ese magma pretérito y omnipresente si no se cuenta —por gaje del oficio o (de)formación profesional— con una vocación y un ansia de narrar, de narrarse. Misterio insondable para mí… Y, quién sabe, tal vez todos esos -evocando al azar, sin orden ni ritmo, sin pensar en cómo se escribiría- sean más afortunados que uno y que tantos. Esos que escriben casi automáticamente obligados a descubrir —o creer que se descubre mientras se inventa— la trama en el tapiz en el que se han bordado los cuentos que acabarán tejiendo la novela de toda una vida.

Y lo que leía por primera vez -en presente y junto a lo anterior, que traía desde el pasado- fue todo por lo que pasó y pasa Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) en su Antes que nada. Libro a arrimar no sólo a los ya citados más arriba sino, también, al Stop-Time de Frank Conroy o el A consciencia de John Updike o el Desventuras de un fanático del deporte de Fred Exley. Un/otro título modélico a la vez que singular y único en lo suyo. Exacta y más que honesta autobiografía (que no aspira a lo total y a la exactitud y comprobación irrebatible de las biografías a cargo de segundo y terceros asumiendo a su tipo/tema como muñeco ventrílocuo), memoir y no memoir, journal nómade más que diario sedentario y, por último y no en último lugar: obra maestra en su especial especie. Aquí, el tránsito más que movido de una existencia luminosa (en más de un momento encandiladora) ensombrecida por el retorcido twist que se perdonaría a una ficción pero que se hace insoportable a este lado del asunto: una actual enfermedad inmovilizante que no pregunta antes y por lo que no tiene respuesta y que —paradójica lógica de nuevo— es la que funciona como movilizador disparador de todo. De un libro presentándose, una y otra vez, en segmentos/interludios acompañando a fragmentos/interludios de muertes que no fueron pero que preanuncian el debut/despedida de la muerte a estrenar por primera y última vez.

Y la primera de estas variaciones sobre el aria mortal versa y acontece en 1963 y nos muestra y demuestra al pequeño Caparrós de seis años en el asiento trasero de un auto ignorando todo lo que se sucede al otro lado de la ventanilla con vistas a lo porteño y lluvioso pero muy concentrado en lo que sucede en la cálida Malasia de Sandokán & Co. De pronto, accidente y todo gira y todos gritan y al niño Martín —¿mecanismo de defensa?— lo único que le preocupa es no perder el hilo ni extraviar la oración y página de lo que le cuenta Salgari. Todos sobreviven y salen como pueden de los hierros retorcidos del coche y se abrazan y lloran y ahí está ese libro volador, aterrizado en el barro, y en cuya portada se lee el título A la conquista de un imperio.

Y, claro, nada es casual y todo —como postulaba E. M. Forster— consiste en el «only connect» prosa y pasión- encuentra un sentido y dirección si se es escritor. Y es justo ahí y entonces, cuando Caparrós zarpa a la conquista de su propio imperio: «Había empezado a leer y leía, leía sin parar. Creo que todo lo demás, en esos días, era contingente, casi una molestia. Tenía cinco o seis años. Entonces sí, leer era estar en otra parte, ser otro, vivir vidas lejanas. En esos días, cuando leía las aventuras de Sandokán en la Malasia me subía a esos veleros frágiles, peleaba contra maharajás que cabalgaban elefantes, comía perro en fondas de Malaca. Leer era vivir, entonces. De esa mañana saqué un mito: mi iniciación a la lectura, mi opción por la lectura. Si leer te distrae tan cerca de la muerte, pensé mucho después, leer vale la pena. Ahora, cerca, escribo».

Ahí y entonces y ahora, Caparrós descubre/redescubre varias cosas: la letra como esperanto existencial, la idea del extranjero como verdadera e ilimitada patria y consciencia de que a partir de entonces, sobreviviente, ya tiene algo digno de ser contado. Algo que —se comprende, feliz a la vez que conmovido, a las pocas páginas— su lector también experimentará: centrifugado como en un coche que da vueltas sobre sí mismo y ante el ocurrente y constante frenesí de una vida envidiable que no se tiene ni se tendrá pero que, sí, se puede compartir y gozar y sufrir leyéndola.

Y el título de este libro conquistador e imperial (para el que su autor alguna vez sopesó la opción/alternativa, por consolador a la vez que un tanto mentiroso por todos los motivos correctos, de Ya pasó) es, a su vez, una más que atendible advertencia. Así,

Antes que nada: Caparrós leyéndose y escribiéndose —en esa habladora y memoriosa y nabokoviana «breve grieta de luz entre dos inmensidades»— desde algún lado entre lo que pasó y lo que dejará de pasar: esa «nada» que aspira a un más auto-judicial que auto-ficcional «nada más que la verdad» entendiendo a la verdad como, Nabokov redux, un «montaje sistemático de recuerdos personales» y el «seguimiento de tramas temáticas».

¿Y qué es lo que monta y recuerda Caparrós en Antes que nada? De nuevo: no sólo la puesta en marcha de una vocación sino su ejemplar mantenimiento y los beneficios y complicaciones de la acumulación de kilómetros y millas a veces por decisión propia y meditada y a veces apenas con tiempo para razonarla porque —como en las aventuras de aquellos tigrecillos malasios— los acontecimientos siempre se precipitan. Precipitación que no impide ahora la reposada contemplación de lo que rodea y acorrala ya desde la juventud estudiantil y militante hasta las malinterpretadas maduras implicaciones en pos de un mundo menos inmundo. Entre uno y otro extremo, después, todo ese antes: la persona y el personaje; la historia y la histeria, las idas y vueltas, los desatinos y los destinos (con Argentina y España y Francia como mosqueteril trío al que siempre se vuelve porque, como D’Artagnan; Caparrós nunca abandona del todo para uno y uno para todo); el fútbol y lo poco deportivo, los familiares y los conocidos (con más de un nombre propio en actitud un tanto impropia); los periódicos y las revistas y la radio y la televisión; los premios públicos y los castigos íntimos; el mundo famélico y el cuerpo sediento; el amor y el sexo (y el amor sexual y el sexo amoroso); el padre y el hijo; los sueños y los insomnios; la vida literaria y las muertes literales; los primeros dichos y las últimas palabras. Y, claro, la génesis de sus greatest hits (Larga distancia, La voluntad, El interior, El hambre, Ñamérica) así como de sus apoteósicos apocalipsis (ese La historia al que Caparrós entiende como aquel en el que «hay más literatura que en la gran mayoría de los libros que se publican en estos tiempos –todos juntos. Por supuesto, no la ha leído casi nadie» y que, previa apuesta con sus editores, de tanto en tanto consigue reeditar a cambio de otro éxito de ventas). Y una y otra vez, razonando acerca de las dos caras de su moneda profesional: la inimaginable no-ficción y la imaginativa ficción —¿cuál es Jekyll, cuál es Hyde?— cuyos rasgos se funden: «Me pasé tantos años diciendo que no había diferencia entre escribir ficción y no ficción para decir que no encaraba distinto la prosa de una y otra, que no era más ambicioso o disruptivo cuando escribía novelas que crónicas, que a menudo desarmaba y rearmaba más mi estilo en una historia real que en alguna ‘inventada’. Hasta que, hace no mucho, me di cuenta de que decía una tontería: hay una diferencia radical entre escribir ficción y no ficción; para mí, por lo menos. Cuando escribo una crónica, una parte importante del trabajo sucede en el campo: el lugar, las personas, el tema del que estoy escribiendo. En esas situaciones, en ese paso previo se me va armando la escritura, tomo notas que a menudo son párrafos o páginas y cuando llego a la computadora lo que tengo que hacer es ordenarlas, completarlas y editarlas: buena parte del trabajo ya fue hecho. En cambio cuando escribo una novela me siento en esta misma silla y tengo, si acaso, un par de ideas, pero todo el trabajo de composición y de escritura se hace aquí, aquí la invento, aquí la escribo. En un caso el escritorio aporta la terminación; en el otro, todo o casi todo. Es muy distinto estar aquí sabiendo qué debo hacer, haciendo artesanía, que sentarme a ver qué se me ocurre, a ver qué sale. En ese aspecto la diferencia es absoluta. Y me pregunto, de tanto en tanto, cuando he agotado mis temas de conversación, si soy un buen escritor. No me lo pregunto tanto porque sé que no tengo respuesta: todo está en saber con quién me comparo, con qué ambición me mido. Yo sé que escribo mejor que miles y miles. El problema no es ese: lo es, si acaso, esas docenas que lo hacen mejor».

La solución (o si se quiere el consuelo) a ese problema, pienso, es que nadie salvo Caparrós podría escribir —sea este lo que sea— un libro como Antes que nada y en cuyo soundtrack (que lo tiene) cabría añadirse un remix/remasterizado de aquel himno de Violeta Parra retitulándolo como «Muchísimas gracias a la vida». Enfrentado a sí mismo, Caparrós propone y dispone de un sabio modus operandi para operarse y extirparse/trasplantarse/injertarse a sí mismo que explica así: «¿Unas memorias deberían ser el intento de recordar todo lo que uno ha tratado de olvidar a lo largo de su vida? ¿O, en cambio, la tentativa de juntar todo lo que uno había jurado recordar? ¿O una sabia mezcla de ambos elementos? ¿Y, en tal caso, cómo se mide la sabiduría de las proporciones? (…) Así que en algún momento pensé que quizá valiera la pena construir unas memorias a la manera crónica: reporteando, entrevistando a personas —parientes, amigos, enemigos, viejos conocidos— que pudieran contarme historias de mi vida, y trabajar con eso, amalgamarlo en un relato. Entonces recordé la cantidad de veces que he escuchado a personas contando situaciones que me involucraban y que no recordaba en absoluto; cuántas, incluso, que sabía que no podían ser ciertas. Así que no. No digo que mis recuerdos sean precisos; digo que son míos, y que cada cual se arma los recuerdos que quiere. Eso es, supongo, una memoria, e incluso unas memorias. Y, de todos modos, no sé para qué sirven. A veces creo que para crear un relato tolerable, amable de uno mismo, para creer que uno ha sido en el pasado lo que no consigue ser en el presente, lo que no puede proyectar en el futuro. A veces me resulta difícil no creer que es puro narcisismo trasnochado, perdida la esperanza. Y no querría y me digo que no es mi caso –aunque es probable que lo sea. Pero me digo que lo que quiero es dejar un boceto del mundo donde estuve; es verdad y es, por supuesto, mentira cochina: no estoy haciendo una historia de la humanidad en las últimas décadas, estoy usando esa historia para ponerme en el medio de la escena y contarme como si importara. Aceptarán —supongo, aceptarán— que a mí pueda importarme; hablarles –como lo estoy haciendo— a “ustedes” es otra forma de desmentir lo que acabo de decir o de decirles. Para eso, también, sirven las memorias. Pero escribir unas memorias es como inocularte –con perdón– un virus autoinmune: cuanto más te metés en ellas más te parece que tiene sentido hacerlas, este no-tema se constituye más y más en tema –no temas, anatema».

Sin que esto, de nuevo, implique desentenderse de El Tema que surca todo el libro y que aporta tramos que van de la ferocidad al candor, de la calidez al escalofrío, con todo el cerebro y de todo corazón: el presente viaje de una enfermedad por el propio cuerpo, por aquello que aqueja y de lo que Caparrós se queja con un ejemplar y casi épico estoicismo y una prosa magnífica rebosante de hallazgos ante la pérdida que convierte a Antes que nada en uno de los libros más subrayables primero y citables después de los que yo tenga memoria (y de ahí la disculpable/agradecible profusión de encomillados en esta reseña, pienso). Así, leerlas temblando —gran mérito: leyéndolas se siente una gran y muy reflexiva tristeza pero jamás esas minúsculas y automáticas penitas— por la suerte de su autor y por la suerte de que las haya escrito y que se sumen a la obra y vida de quien siempre se supo «un privilegiado. Ahora dejé de serlo, pero eso no lo vuelve retroactivo. O, por lo menos, no debería volverlo. Me cuento historias: que tuve una muy buena vida, que hice más que muchos aunque menos que yo, que la pasé muy bien, que quise y me quise y me quisieron. Pero nada de eso sirve –termina de servir– para justificar este final un poco bruto (…) Y la pregunta, que siempre es la misma: ¿qué importa contar de una vida? O, dicho en serio: ¿una vida, qué carajo sería?».

La respuesta: una vida es este libro. Una vida que se lee como alguna vez se leyó a Salgari: como a una aventura que obliga (incluso a aquellos que conocen más o menos de cerca a su «héroe») a preguntarse constantemente un expectante «¿Qué pasará después?» No creo que haya elogio mayor para una memoir o journal o recollection o autobiografía. O autohistoria. Algo que casi concluye con una alephiana numerosa y enumerativa recopilación de lo vivido y lo vívido: una suerte de diorama existencial contemplado por alguien quien estudió Historia y se licenció en la Universidad de París pero dice que, casi enseguida, entendió que no sería historiador. Alguien que aquí y ahora prefiere hacer práctica de la teoría y entenderse lo mejor que puede y que se pueda como prócer y patriota de su propia saga y nación. Así, en el magistral y emocionante Antes que nada y después de todo, por fin, el historiador Martín Caparrós se nos presenta y, sí, lógicamente y paradójicamente, se vuelve histórico con otro libro —no La historia sino Su historia, que ya no pasó, que pasa llamado a ser y acudiendo a hacer Historia.

Después de todo.