PRIMER ENCUENTRO CON JAIME SÁENZ
Es una tarde soleada
en la estación ferroviaria de La Paz.
Por la transparencia del aire:
mayo de 1966.
Desde la ventanilla del tren
lo diviso —lo adivino—
con su frente amplia
en la luz del atardecer.
El viento le rodea,
le brinca como un perro
tratando de morderle
el abrigo negro:
pero él lo capea diestro,
y se aproxima por el andén
aflojándose la chalina
para el abrazo de bienvenida.
Ya en su casa, a la mesa:
el picante de la tía Esther
capaz de revivir a un muerto
pero él sin probar ni pizca.
Luego, la charla a solas,
y con su voz más íntima
el soliloquio sobre una mujer
que hasta hoy no logro entender
si acababa de irse lejos
y para siempre
o estaba por fin de regreso
decidida a quedarse
en la ciudad y en su vida.
Avanzada la noche: el frío incólume
y horas insomnes en un catre
detrás de una mampara
y, al frente, en la pared:
su sombra enorme
en el escritorio
ancho como una barcaza,
y él, entre inhalaciones,
escribiendo, recorriendo
una gran distancia
en pos de los mares de la niñez
y de la juventud.
Es extraño que ahora,
al cabo de tantos años,
su imagen se siente a mi lado
en un banco de la vejez.
Aunque de haber misterio
no hay tal
sino la gratitud
por haberle conocido,
y este instante
que vuelve a reunirnos
y a disiparse
sin decirnos adiós.
JORGE ZABALA
Recuerdo tus manos extendidas
con las palmas abiertas
como ofreciéndonos en bandeja
las joyas que nos decías.
Imposible transcribirlas
sin el sustento de tu voz
y la puntuación
exacta de tus cejas,
porque ¿quién eras tú,
Jorge Zabala,
sino la palabra imprevista,
la imagen insólita
que de pronto saltaba por encima
de nuestras tazas de café
como un pez espada
decidido a no perecer
en peceras de papel
ni menos en las aguas
inseguras de la memoria?
Y es que era todo tu cuerpo
la palanca que movía el lenguaje
al compás del instante.
De haberte conocido Rubén Darío,
te hubiera incluido entre Los raros,
después de Lautréamont
para que continuaras su libro…
Vuelve, pues, George,
con la lanza de tu ingenio
a matar al dragón de nuestro tedio
y a las lombrices de tanta cháchara.
Vuelvan nuestros pasos
de la plaza Colón
a la puerta de mi casa,
yendo y viniendo los dos
de las once de la noche
a la una de la mañana,
sin querer despedirnos;
acaso tú temeroso
de afrontar el espejo
de la soledad en tu cuarto
y yo, de suspender
el sortilegio
de los versos de Auden
en tu voz y tu acento.
No, para serte franco,
no recuerdo cuándo
ni dónde nos conocimos,
y es que, a diferencia
de los amores,
la amistad entre amigos
parece desde siempre
haber existido.
Pero qué aciago, Jorge,
nuestro último encuentro
en la plaza Colón esa tarde:
tú: sentado
en un largo silencio,
y yo, a tu lado, como si nadie…
Hasta que por fin un instante
te asomaste a tu mirada
como a la ventana de ti mismo
para decirme: Tú eres el hijo
de la señora Kerime
que vive allá…
Luego, como ella años antes,
desapareciste tras la puerta
sellada del Alzheimer.
A veces, Jorge, pienso
Que, si bien te sentabas
al centro de nuestra mesa,
sólo ocupabas la periferia
de nuestro afecto,
pues no encuentro
otra manera de explicarme
tanto abandono nuestro
en tus días y horas finales.
Perdónanos ya, Jorge,
y aquí dame una mano
para alegrar un poco esta elegía
rememorando las fiestas
en que solías bailar
ligero como una cinta
y enérgico
como una guitarra eléctrica.
Te estoy viendo ahorita
pasar de prisa por el Prado
camino de la cafetería,
anhelante de diálogo,
abotonándote
el cuello de la camisa
y recogiéndote el pelo lacio
que, rebelde, se te cae
cubriéndote media cara.
Y a propósito, Jorge,
y sin ánimo de elogio:
¡Qué ojos los tuyos!:
entre los más claros y profundos
que nos hayan mirado,
y aunque en el fondo
muy tristes,
de lo más reidores.
Pero ya basta de andar
tantas horas juntos
por calles y bares de Brooklyn
donde tú nunca estuviste
y empecinadamente me sigues
como si no te hubieras muerto.
Pues hasta aquí no más, Jorge,
y hasta pronto, en donde tú ya sabes.
Y por si las moscas no olvides
tu libro bajo el brazo.