POR EDUARDO MITRE

PRIMER ENCUENTRO CON JAIME SÁENZ

 

Es una tarde soleada

en la estación ferroviaria de La Paz.

Por la transparencia del aire:

mayo de 1966.

 

Desde la ventanilla del tren

lo diviso —lo adivino—

con su frente amplia

en la luz del atardecer.

 

El viento le rodea,

le brinca como un perro

tratando de morderle

el abrigo negro:

 

pero él lo capea diestro,

y se aproxima por el andén

aflojándose la chalina

para el abrazo de bienvenida.

 

Ya en su casa, a la mesa:

el picante de la tía Esther

capaz de revivir a un muerto

pero él sin probar ni pizca.

 

Luego, la charla a solas,

y con su voz más íntima

el soliloquio sobre una mujer

que hasta hoy no logro entender

si acababa de irse lejos

y para siempre

o estaba por fin de regreso

decidida a quedarse

en la ciudad y en su vida.

 

 

Avanzada la noche: el frío incólume

y horas insomnes en un catre

detrás de una mampara

y, al frente, en la pared:

su sombra enorme

en el escritorio

ancho como una barcaza,

y él, entre inhalaciones,

escribiendo, recorriendo

una gran distancia

en pos de los mares de la niñez

y de la juventud.

 

Es extraño que ahora,

al cabo de tantos años,

su imagen se siente a mi lado

en un banco de la vejez.

Aunque de haber misterio

no hay tal

sino la gratitud

por haberle conocido,

y este instante

que vuelve a reunirnos

y a disiparse

sin decirnos adiós.

 

 

 

 

 

JORGE ZABALA

Recuerdo tus manos extendidas

con las palmas abiertas

como ofreciéndonos en bandeja

las joyas que nos decías.

 

Imposible transcribirlas

sin el sustento de tu voz

y la puntuación

exacta de tus cejas,

 

porque ¿quién eras tú,

Jorge Zabala,

sino la palabra imprevista,

la imagen insólita

que de pronto saltaba por encima

de nuestras tazas de café

como un pez espada

decidido a no perecer

en peceras de papel

ni menos en las aguas

inseguras de la memoria?

 

Y es que era todo tu cuerpo

la palanca que movía el lenguaje

al compás del instante.

 

De haberte conocido Rubén Darío,

te hubiera incluido entre Los raros,

después de Lautréamont

para que continuaras su libro…

 

Vuelve, pues, George,

con la lanza de tu ingenio

a matar al dragón de nuestro tedio

y a las lombrices de tanta cháchara.

 

Vuelvan nuestros pasos

de la plaza Colón

a la puerta de mi casa,

yendo y viniendo los dos

de las once de la noche

a la una de la mañana,

sin querer despedirnos;

acaso tú temeroso

de afrontar el espejo

de la soledad en tu cuarto

y yo, de suspender

el sortilegio

de los versos de Auden

en tu voz y tu acento.

 

No, para serte franco,

no recuerdo cuándo

ni dónde nos conocimos,

y es que, a diferencia

de los amores,

la amistad entre amigos

parece desde siempre

haber existido.

 

Pero qué aciago, Jorge,

nuestro último encuentro

en la plaza Colón esa tarde:

tú: sentado

en un largo silencio,

y yo, a tu lado, como si nadie…

Hasta que por fin un instante

te asomaste a tu mirada

como a la ventana de ti mismo

para decirme: Tú eres el hijo

de la señora Kerime

que vive allá…

 

Luego, como ella años antes,

desapareciste tras la puerta

sellada del Alzheimer.

 

A veces, Jorge, pienso

Que, si bien te sentabas

al centro de nuestra mesa,

sólo ocupabas la periferia

de nuestro afecto,

pues no encuentro

otra manera de explicarme

tanto abandono nuestro

en tus días y horas finales.

 

Perdónanos ya, Jorge,

y aquí dame una mano

para alegrar un poco esta elegía

rememorando las fiestas

en que solías bailar

ligero como una cinta

y enérgico

como una guitarra eléctrica.

 

Te estoy viendo ahorita

pasar de prisa por el Prado

camino de la cafetería,

anhelante de diálogo,

abotonándote

el cuello de la camisa

y recogiéndote el pelo lacio

que, rebelde, se te cae

cubriéndote media cara.

 

Y a propósito, Jorge,

y sin ánimo de elogio:

¡Qué ojos los tuyos!:

entre los más claros y profundos

que nos hayan mirado,

y aunque en el fondo

muy tristes,

de lo más reidores.

 

Pero ya basta de andar

tantas horas juntos

por calles y bares de Brooklyn

donde tú nunca estuviste

y empecinadamente me sigues

como si no te hubieras muerto.

 

Pues hasta aquí no más, Jorge,

y hasta pronto, en donde tú ya sabes.

Y por si las moscas no olvides

tu libro bajo el brazo.