Eduardo Lago
Cuaderno de México
Firmamento
160 páginas
Singularísima crónica de un viaje por los estados de Yucatán y Chiapas durante el verano de 1995, Cuaderno de México representa, sobre todo, una estimulante vuelta de tuerca con respecto a los géneros del diario íntimo y el libro de viajes, a menudo imbricados en esta clase de cuadernos. En principio, debe subrayarse que el texto de Lago respeta cabalmente las características formales básicas de todo diario: cotidianidad y periodicidad de las anotaciones. En efecto, estas acontecen –y así quedan reflejadas en el libro– entre el viernes 14 de julio y el domingo 30 de julio, las dos fechas que abarcan la peripecia viajera por el sur de México. Por lo tanto, podría afirmarse que se trata de un diario de viaje, una de las principales variantes de este tipo de escritura, junto a los diarios de la vida amorosa (Louise de Hompesch), de guerra (Ernst Jünger) o de reflexión artística (Paul Klee). Pero, en el caso del texto de Eduardo Lago, esto no es más que una hipótesis inicial.
Sabido es que el género del diario suele acoger una enorme libertad compositiva. En consecuencia, se trata de un género que destaca por la pluralidad de estilos y de aproximaciones a la propia intimidad, a pesar de lo cual los mejores ejemplos de este tipo de escritura manifiestan siempre lo que Charles Du Bos denominó «sentido del fragmento», una característica que se aviene a las distintas etapas que suelen configurar todo viaje (que en la lógica del dominio de la sociedad espectacular con frecuencia se reduce al ocio de ir a ver aquello que ha llegado a ser banal o equivalente a tantos otros lugares). Pero el referido carácter fragmentario sancionado por Du Bos resulta fundamental para ordenar las fuerzas que orientan el desplazamiento físico y espiritual, pues, aparte de los ineludibles comienzo y final, cada etapa del viaje significa también un inicio y un final, otra cápsula de sentido. Cada faceta de existencia vivida reclama su espacio particular en la escritura íntima del viaje.
Si se considera la definición provisional que Julio Ramón Ribeyro formuló para este tipo de diarios –«una sucesión periódica de vivencias expresadas en forma de fragmentos»–, entonces el cuaderno de Eduardo Lago constituye el sobresaliente ejemplo de un inusual talento para expresar en un diario de viaje, fragmentariamente, con enormes viveza y transitividad, un atardecer, una escena dialogada, la aparición de un personaje. Sin embargo, el mayor mérito de Cuaderno de México parece consistir en el ensanchamiento del horizonte de expectativas de todo libro que encierre un desplazamiento, al tiempo que problematiza algunos de los motivos y esquemas preconcebidos de una representación cultural tan fecunda como el viaje.
De entrada, el cuaderno de Lago acentúa una de las tensiones más urgentes a las que se enfrenta el autor: el movedizo combate entre las figuras del viajero y el turista. Oscilante e indefinida, esta tensión ya se manifiesta abruptamente en la primera anotación. Si el fenómeno del viaje constó habitualmente de tres partes claramente identificadas en la tradición de este tipo de libros –salida, traslado y llegada–, Cuaderno de México arranca cuando la llegada ya ha tenido lugar y el narrador se halla preso en uno de los angustiosos laberintos del turismo de masas conformados por controles de inmigración, funcionarios adormecidos y suspicaces, veraneantes impacientes y minibuses conducidos por chóferes aficionados a la música que resuena en nuestras más infamantes pesadillas. La llegada, es decir, el encuentro con lo extraño, se convierte de esta manera en un déjà vu granuloso y rutinario. Por lo demás, sabemos que los viajes se preparan y que siempre se sale a la búsqueda de algo. Pero Cuaderno de México –y he aquí el primer hallazgo del libro de Lago– se subordina a una lógica narrativa que se impone al carácter preponderantemente descriptivo de este tipo de escritura. Que se subordina a una lógica narrativa significa, entonces, que responde a unas causas imposibles de controlar. Por este motivo, en lo fundamental, Cuaderno de México puede leerse también como una enigmática novela corta de cuyos protagonistas –el narrador y GB, su compañera de viaje– lo ignoramos todo, en especial los motivos de su viaje a México. En efecto, comenzado in medias res, Cuaderno de México es también un viaje al corazón de las tinieblas del turismo de masas de finales del siglo XX; un viaje que carece de plan, de itinerario y tal vez de razón (y en ese caso, el narrador-turista vuelve a ocultarse tras la adusta máscara del viajero): recién aterrizados en Cancún, «no sabíamos si quedarnos en Cancún o irnos a Isla Mujeres, si entrar en la estación de autobuses y comprar un billete con cualquier punto de destino, o si alquilar un coche y echarnos a la carretera en la primera dirección que se nos ocurriera».
La intimidad que uno presupone en un diario se ve desplazada por un minucioso y casi conductista recuento de hechos y acciones. El psicologismo no sólo no encuentra cabida en este relato, sino que uno sospecha que tampoco en México (ese género literario). ¿Se relaciona esto con los aspectos infernales que Enrique Vila-Matas ha destacado del libro? Podría ser. Como sucede en las ficciones de Bolaño, Lowry o Greene, las anotaciones de Cuaderno de México responden a las incontrolables trepidaciones de la brújula del narrador en un país interior, remoto, sometido a los vaivenes del presente. Las anotaciones, por lo tanto, en cierto modo, responden a eso que podemos llamar destino. La viajera Annemarie Schwarzenbach dijo que en el viaje las cosas se hacen como si fuera la última vez. En Cuaderno de México, merced a esa atractiva combinación de rutinas desplazadas, imprevisibilidad y eterno retorno del turismo masivo, las cosas se hacen como si no hubiera una última vez, como si el destino actuara como el más ominoso turoperador.
No obstante, la intimidad del narrador se cuela de rondón en algunas anotaciones: residente en EEUU, muestra una obvia incomodidad con las imágenes de lo español (desde un triste espectáculo flamenco a los enojosos compañeros de excursión procedentes de la península ibérica); también consigna que algunos jóvenes yanquis le recuerdan a sus estudiantes del Sarah Lawrence College; se echa a dormir a la mínima oportunidad; anota obsesivamente sus desayunos y comidas; recuerda el ritual del tequila de Álvaro Mutis; sigue con inusitado interés la Copa América de Fútbol, al punto de recorrer desesperadamente las calles de San Miguel de Cozumel en busca de un bar donde se está televisando una tanda de penaltis.
En general, el viaje, como afirma Patricia Almárcegui, «está ligado a un objeto o razón: el negocio (nec-otium, sin ocio), la escritura, el conocimiento. El turismo, al ocio». Entonces, ¿cuál es el objeto de este cuaderno que oscila entre el viaje y el turismo? ¿El lenguaje, la escritura? Tal vez. Desde este punto de vista, la naturaleza viajera del libro se impondría a la turística y, a su modo discreto y oblicuo, operaría en favor de la construcción de un lugar posible del escritor. En congruencia con lo anterior, no resulta extraño que este fuera el primer libro de un autor especialmente culto, atento a los flujos y reflujos de la lengua y que, sin ir más lejos, ha considerado sus profundas y singulares entrevistas con algunos de los más relevantes escritores contemporáneos como unidades narrativas que se rigen por sus propias normas. Pues bien, en este diario de viaje la escritura también responde a unos presupuestos implícitos y a una singular dimensión narrativa. Y, al cabo, la tensión entre lugares y personas que caracteriza la escritura de sus cuadernos (como refiere Lago en el espléndido prólogo) se anuda en Cuaderno de México en torno al lenguaje, catalizador de nuevas colisiones: entre turismo y viaje, entre búsqueda y encuentro, entre el destino y los resquebrajados fragmentos narrativos que nos lo señalan o escamotean.
Así, por unas razones que nunca conoceremos, como el implacable destino en la literatura antigua, el narrador del cuaderno accede a un espacio concreto, por donde se desplaza desordenadamente con la clara intención de revelar las consecuencias de su anárquico paso. Como si de ese precario movimiento se hubiera desprendido otro mucho más sutil, emerge en las brillantes páginas de Cuaderno de México tanto una oculta formulación programática cuanto un presagio y una dichosa forma de desvío en el ámbito de los diarios de viaje. Sin duda, la acelerada sucesión de unidades narrativas de Cuaderno de México trasciende la escritura viajera (y por lo tanto hace pensar en otros casos mayúsculos de la literatura en español del siglo xxi, como Sesenta semanas en el trópico de Antonio Escohotado, si bien en el caso del pensador recientemente fallecido en Ibiza a través de la mutación del diario en una suerte de novela de ideas sobre antropología económica). Vórtice de la geografía íntima del autor, el texto de Lago acaba configurando uno de esos insólitos y provocadores rostros que adopta la literatura cuando esta se alza sobre la frontera misma del lenguaje narrativo.