POR ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Es sin duda muy importante cultivar la propia vocación, entre otras cosas porque el genio espontáneo no existe. Pero para llegar a saber si uno tiene una vocación o una disposición para algo es preciso que antes se le ofrezca al niño en la escuela, y a ser posible en la familia, un entorno tranquilo y saludable. Es en la escuela donde empieza el aprendizaje en línea recta y a ser posible también en zigzag. En la escuela, en la familia, en la comunidad de iguales que establecen los niños en cuanto se les ofrece la oportunidad de estar juntos entre ellos. Observar de cerca a un niño pequeño es asombrarse ante la extraordinaria capacidad de aprender con que ha dotado la naturaleza a esta variedad de simios que somos los seres humanos. Un sistema mental y fonético de la complejidad inmensa de un idioma el niño lo hace suyo antes de la edad de tres años, particularmente si es una niña. La primera conexión del aprendizaje es la de los sonidos articulados y las cosas. Para un partidario apasionado de la instrucción pública, como es mi caso, el espectáculo del aprendizaje infantil es uno de los motivos más sólidos de optimismo que le ofrece la vida. No estamos determinados de nacimiento y por eso podemos aprender: nos vamos haciendo en la encrucijada entre nuestras disposiciones y limitaciones genéticas y los ambientes que encontramos al venir al mundo. Ideologías y religiones nos quieren imponer aprendizajes en línea recta, prolongaciones inflexibles de las supuestas identidades individuales y colectivas en las que hemos nacido y a las que estamos destinados. La práctica del zigzag no es solo un antídoto contra esas rigideces: es también el impulso natural que nos guía, llevándonos a explorar y a probar, haciéndonos descubrir impulsos que son exclusivamente nuestros, identidades fluidas que van cambiando a lo largo de los años, aunque sigan un cauce que nos vino de nacimiento. Cada ser humano es un compuesto genético único, y una persona tan distinta de cualquier otra como lo son los rasgos de su cara, aunque en ellos se reconozcan huellas familiares. El misterio de la singularidad de cada ser humano es la fuente inagotable de la que se alimenta la literatura: también es el fundamento del pluralismo democrático. Cada persona es un mundo, decían antes las personas mayores, en una expresión de gran belleza involuntaria. Las capacidades específicas que se asocian a esa singularidad requieren para desarrollarse, aparte de la dosis mínima de bienestar que mencioné al principio, un sistema educativo lo bastante riguroso y lo bastante flexible como para permitir a cada uno que descubra lo que mejor le corresponde, y que uniéndolos a todos en el ámbito común y necesario de la ciudadanía permita y aliente en cada caso un espacio único, una manera de ser irreductible, incluso rara, diferente, solitaria. El niño aprende muy pronto a oscilar entre su mundo privado y el espacio compartido. Jugando a solas se conecta a cosas en parte invisibles que pertenecen al reino exclusivo de su imaginación; pero al jugar con otros niños, o con los adultos, las conexiones se enriquecen, y le llevan a aprender la naturaleza ambigua de la ficción, el equilibrio entre la imaginación solitaria y la compartida, que es uno de los pilares del equilibrio mental, y también de la creatividad. Una invención narrativa o estética que solo es inteligible para quien la ha urdido es tan inviable como un idioma que perteneciera a una sola persona. El escritor, el artista, trabaja muchas veces a solas, durante mucho tiempo, pero su obra, por minoritaria que sea, existe en el juego de conexiones de una colectividad.
Por supuesto que el talento brota en cualquier sitio, igual que el espíritu sopla donde quiere, y que hay vocaciones o impulsos tan poderosos que logran sobreponerse a las condiciones más hostiles. La leyenda del artista humilde e indocto que deslumbra con su talento natural está en la cultura europea al menos desde Giotto. Mujeres inteligentes y valerosas lograron de vez en cuando romper el cerco de la ignorancia forzosa, de la sumisión a la autoridad masculina. Conocemos muchos casos así, y como son tan brillantes nos parece que son habituales, o que fue inevitable su aparición. Y lo que también sabemos es que ha habido y sigue habiendo muchas otras personas capaces, mujeres de clase media y de clase trabajadora, niños que no tuvieron ni la oportunidad de escapar del analfabetismo, o de disfrutar de un mínimo de respiro en las obligaciones, sin el cual no es posible ni la creación ni el disfrute de las artes, ni de la mayor partes de los saberes y destrezas en los que un ser humano puede mostrar el rango de sus capacidades.
Esta es una primera condición de orden social que está en la base de todas las demás. Admiramos a Jane Austen, a Emily Dickinson, a Emilia Pardo Bazán. Nunca sabremos cuántas mujeres que tenían talentos extraordinarios para la literatura vivieron y murieron sin la más mínima oportunidad de descubrir ellas mismas y revelar a otros lo que tenían dentro de sí. La idea de que el genio de un modo u otro siempre acaba brillando, o de que en el repertorio establecido de las artes hay un grado aceptable de justicia, me parece de un descaro cínico. Me crié de niño entre hombres y mujeres a los que la derrota de la República en la Guerra Civil les arrebató la posibilidad de ir a la escuela, de aspirar a un cierto grado de autonomía personal y justicia. Solo conocieron el trabajo sin descanso y sin fruto y la ignorancia obligatoria. Pero había entre ellos, en los hombres y en las mujeres, talentos singulares para la narración, o para la música, o para el razonamiento matemático. Nunca se consolaron de la injuria que habían sufrido. Muchos de ellos y de ellas, sobre todo de ellas, acudieron en masa a las escuelas de adultos que se establecieron en los años ochenta, en una reparación tardía y escasa que, sin embargo, supieron aprovechar con entusiasmo.
Nuestro compromiso con el trabajo intelectual y creativo, con los aprendizajes diversos que lo hacen posible, empieza por ser un compromiso ético y político: sin alfabetización universal, sin escuelas públicas y bibliotecas públicas, sin programas de enseñanza que desde el principio de la escuela despierten y favorezcan la sensibilidad de cada uno, lo que hacemos nosotros se quedará sin una parte del público que podría apreciarlo, y eso afectará a nuestra capacidad de convertir en oficio sostenible nuestra vocación y nos encerrará en el círculo vicioso y exclusivo de los enterados. Una política educativa, que es inseparablemente una política cultural, ha de investigar las mejores condiciones para el desarrollo de las capacidades y las sensibilidades del mayor número posible de personas. No todo el mundo tiene que amar la ópera, o la música de jazz, o la literatura, del mismo modo que no todo el mundo tiene por qué entusiasmarse por las hazañas deportivas. Pero creo que una sociedad democrática e ilustrada –quizás no pueda separarse lo uno de lo otro– ha de ofrecer a la inmensa mayoría de los ciudadanos la posibilidad de descubrir en sí mismos las zonas de su inteligencia y de su sensibilidad que mejor les ayuden a comprender el mundo y a disfrutar de la vida.
Pero en lo que yo quiero concentrarme hoy es en el otro lado del proceso de formación en los oficios creativos: el que le corresponde a uno mismo; el que uno mismo lleva a cabo por su cuenta, según su apetencia o su libre albedrío. Cada persona, recordemos, es un mundo. En un sentido amplio, no hay artista que no sea autodidacta, porque el impulso inventivo nace en zonas muy profundas de la psique humana, y porque el aprendizaje y el proceso de maduración suelen consistir en un apoderarse el artista de todo aquello que le ha venido de fuera, una asimilación orgánica tan profunda que el ejercicio del trabajo se vuelve menos racional que instintivo, y lo aprovecha todo en su beneficio exclusivo, como la planta convierte en tejido vegetal la radiación del sol y las sustancias minerales que extrae de la tierra. En otras épocas el desarrollo de la vocación estaba sometido a las pautas impersonales de la disciplina académica, y al dominio gradual de destrezas tan objetivas como las de la artesanía. Un rasgo de los grandes rupturistas estéticos de principios del siglo XX era la solidez de una formación enraizada en los saberes y los haceres académicos. Rompían con tanta fuerza porque había algo muy firme y poderoso que romper. Y rompían con mayor eficacia porque habían adquirido saberes técnicos de una precisión asombrosa. La tradición de la ruptura, término paradójico, lleva durando ya más de un siglo. Pero cuando desde hace tanto tiempo no queda nada que romper, y cuando ningún tabú o prohibición pueden desafiarse porque hace mucho que no existen, la actitud ya canónica de rebeldía se queda sin objetivo. Es halagador sentirse hereje, a condición de que no exista el peligro de que lo persigan ni lo quemen a uno, y de que mucho más probable que la hoguera sea la beca suntuosa de una gran fundación. Cuando la transgresión se ha convertido en norma, transgredir es una forma de obedecer: es abdicar de la propia originalidad, en caso de que uno la tuviera, para someterse a la ortodoxia de lo establecido.