¿Cómo se educa uno, si no hay modelos artísticos universalmente aceptados, ni tampoco cánones opresivos y caducos contra los que rebelarse? El arte es una respuesta al mundo: una manera de explicarlo y también de intervenir en él, de mostrar su realidad y su apariencia, el prodigio sensorial y mental de la percepción y la facilidad con que sucede y se acepta el engaño. Porque el arte, o lo que llamamos así de una manera amplia, es una respuesta al mundo, no podemos fijarnos solo en el arte para nuestro aprendizaje. La primera conexión necesaria de todas es la de la imaginación creadora con el mundo real: es el niño jugando a que ese muñeco de trapo es otro niño que está vivo sin dejar de ser un muñeco. Un aprendiz de escritor no puede alimentarse solo de las palabras de la literatura. El sentido de la forma, de la composición y del color, donde mejor los aprende un artista plástico es en la observación de la naturaleza y en el espectáculo cotidiano del mundo. Willem de Kooning decía que por nada del mundo volvería nunca a pintar un árbol: era sin duda un artista incomparable, pero cuando yo veo los cuadros que pintó en su tardía explosión de creatividad de los años setenta lo que estoy viendo, en sus formas abstractas, son los ritmos y las secuencias orgánicas de la naturaleza, los patrones formales que pueden observarse igual en el crecimiento de una ola que en las ondulaciones de la copa de un árbol estremecido por el viento.

El escritor, para encontrar su propia voz, ha de buscarla en las voces humanas reales y en el habla común además de en los libros, entre otras cosas porque durante la mayor parte de los al menos 40.000 años de tradición narrativa de la humanidad solo una parte mínima y tardía se ha hecho y se ha transmitido por escrito. El mundo está lleno de historias para quien se fija y pone el oído por la calle, en un bar, en el autobús. Y al escuchar el habla adquirimos una conciencia más clara del carácter musical del idioma, que es la fuente más poderosa del estilo. A escribir se aprende no solo escribiendo y leyendo sino también prestando atención al habla, a la realidad del mundo, a las otras artes.

Algunos ejemplos me parecen particularmente instructivos. Un estilista tan sofisticado de la lengua francesa como Marcel Proust aprende del habla de la gente, de la música, de la pintura, de la fotografía. En busca del tiempo perdido es una asombrosa novela en zigzag, una especie de enciclopedia sin orden alfabético que trata de todo y en la que las conexiones estallan como en la malla neuronal de un cerebro hiperactivo. Es muy rico y está muy estudiado el campo de las conexiones de la obra de Proust con la música de Wagner, pero yo voy a concentrarme en dos: la primera, el sentido de la composición, de la duración hecha de sucesiones fragmentarias, de las resonancias interiores; la segunda conexión con Wagner es la percepción musical de los sonidos cotidianos: el despertar de Sigfried a los sonidos del bosque Proust lo traslada a los sonidos matinales de las calles de París que llegan amortiguados por cristales y cortinas al dormitorio de su narrador. En el primer volumen, el narrador descubre a su amada Gilberte en un sendero del campo y cree que ella le ha hecho un gesto de desprecio: en el último volumen, tres mil páginas después, el narrador camina con Gilberte por el mismo sendero y ella le cuenta la intención verdadera de aquel gesto lejano, que no había sido de rechazo, sino de provocación. Así el principio y el final de la novela se juntan con un motivo común, creando una unidad no narrativa sino musical. Es un recurso que puede aprenderse leyendo a Proust y escuchando a Wagner, y que está también, con plena claridad pedagógica, en el quinteto de clarinete de Brahms.

El fotógrafo Brassaï es un modelo de conexiones tan rico como Proust. A veces creemos que la fuerza singular de una vocación es una prueba del talento, y es verdad que eso es así en muchos casos. Hay quien desde muy niño quiere ser músico o quiere ser pintor y no aspira a nada más ni se interesa por nada más en la vida. Pero también la vacilación y la incertidumbre, el zigzag y no la línea recta, pueden ser no pérdidas de tiempo sino estrategias inconscientes de aprendizaje. Brassaï es uno de los grandes fotógrafos del siglo xx, pero llegó a serlo de una manera accidental. Él lo que quería ser era pintor. La fotografía en esa época de su juventud, los años veinte, no era un arte respetable. Ni siquiera era un arte. Brassaï empezó a tomar fotos no empujado por una vocación incontenible, sino como una forma de ahorro: en Berlín, y luego en París, se ganaba la vida mandando a un periódico húngaro crónicas que ilustraba un fotógrafo. Se le ocurrió que, si tomaba él mismo las fotos, no tendría que compartir con otro un pago ya escaso. Sus tanteos, sus aficiones literarias, su curiosidad por la vida de la gente común en los cafés y en las calles, enriquecieron su talento específico para la fotografía. Durante muchos años siguió deseando ser pintor. Picasso lo animaba a eso, le decía que ser fotógrafo era muy poca cosa. Es verdad que Brassaï dibujaba muy bien, pero dibujaba como muchos otros. Lo que hacía como nadie era usar una cámara de fotos. Aunque también, por cierto, era un escritor muy notable. Los ensayos de Brassaï sobre Proust son más perceptivos que los de muchos especialistas en literatura.

Paul Klee era un violinista muy competente, capaz de tocar los cuartetos de cuerda más exigentes que existen, que son los del Beethoven tardío. Su sentido de la armonía, de la ligereza, de los matices cromáticos, sin duda tiene mucho que ver con su educación como músico: las líneas de pluma y las filigranas en sus dibujos tienen un aire de notaciones musicales; sus figuras parece que flotan en el aire tan sin peso como las frases de la música, y que son igual de tenues, y se extinguirán en un momento. Proust, hijo y hermano de médicos, amaba la ciencia, la música, los automóviles, los aeroplanos, el habla de las criadas y los trabajadores, la pintura: cada una de esas artes educó su sensibilidad tanto o más que la lectura de novelas, y se integró en el tejido mismo de lo que escribía. La última vez que salió de su casa, ya muy enfermo, fue para ver una exposición de Vermeer y fijarse sobre todo en la Vista de Delft. Cuando ya había dejado de recibir visitas de amigos, organizaba sin embargo veladas musicales en las que los miembros del cuarteto Rosé interpretaban para él los cuartetos últimos de Beethoven.

En nuestro país todo parece que es más rígido, y más áspero. Las conexiones entre las artes estallan con más dificultad. No es infrecuente, por ejemplo, que los escritores declaren sin apuro su insensibilidad hacia la música. Un melómano entregado como Pérez Galdós es una excepción en un panorama de árida sordera.

Por eso resalta tanto entre nosotros una figura de conexiones tan plurales como Federico García Lorca. Su primera vocación no fue la de poeta. Lorca estuvo a punto de dedicarse a una carrera de pianista, y tal vez hasta de compositor, muy alentado por la influencia de su maestro querido y venerado, don Manuel de Falla. Se decidió por la poesía, pero la música, la sensibilidad musical, está tan presente en su obra como la tradición literaria, y lo provee con alguno de los rasgos de su originalidad. El mundo verbal y sonoro de la canción popular, y en particular del flamenco, está en su poesía, y no en un sentido mimético, sino de emulación profunda, como lo está en la obra de Falla, y en la de otro de sus contemporáneos, Béla Bártok. El Poema del cante jondo de Lorca y las Siete canciones populares españolas de Falla son dos ejemplos máximos de cómo la austeridad formal y la intensidad expresiva de la poesía y la música popular influyen en las artes de vanguardia de su tiempo. En el último poema prodigioso de Poeta en Nueva York, Lorca traslada a los versos la cadencia y el ritmo africanos de Cuba.

En la Residencia de Estudiantes, al encontrarse con Dalí y con Buñuel, Lorca establece un glorioso zigzag de aprendizajes compartidos: la pintura, el cine, la música, la poesía. El cine, la pintura y la literatura estaban conectándose y cruzándose en el gran caldo de cultivo de las vanguardias europeas. Emulando a Buñuel, Lorca escribió un guion. De cine, Viaje a la luna. Y al principio de Bernarda Alba dice que las escenas tienen un propósito de documental cinematográfico.

El especialista quiere encerrarse obsesivamente en su especialización. Y es verdad que la solvencia en el dominio técnico de cualquier arte requiere una dedicación concentrada e incesante. Pero el aprendizaje exige un doble recorrido: concentración y expansión, salida y encierro, disciplina y abandono. Irse por las raíces, pero también irse por las ramas. Del pintor o del fotógrafo un novelista puede aprender las posibilidades de la economía narrativa. De un músico, el sentido de la composición y de la fluidez, la idea de que la escritura no es una tipografía inmóvil sobre la página, sino un fraseo que se desarrolla en el tiempo. Del científico y el historiador puede aprender la atención meticulosa a los hechos, el deseo de un máximo de precisión en el uso de las palabras. La conciencia, dicen los neurocientíficos, es un estado de máxima conectividad entre regiones del cerebro muy alejadas entre sí. También en eso consiste la creación, cualquiera que sea, y también la simple y complicada plenitud de la vida.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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