Ahora que se acaba el mes de noviembre de 2023 y se consolida el otoño –la lluvia, el frío, el miedo–, quisiera volver a un libro leído en la descarnada primavera de 2021: Stendher en Santandal, de Moisés Mori (KRK, 2021), un autor esencial para mí. Se trata de una narración que se alza simultáneamente como epítome de escritura apuntacionista y como uno de los múltiples brazos del Kali crítico-ensayístico de raigambre barthesiana. En otras palabras: un viaje mental, un diálogo en busca de intimidad con la literatura. Y ahora que lo pienso: ¿cuál sería el grado máximo de este tipo de intimidad? ¿Convertir al lector en un momento de la obra? Seguramente. Libro a libro, Mori se fue internando en las creaciones de Iván Turgueniev, de Ismail Kadaré, de Georg Büchner, de Annie Ernaux, de César Aira o de Raymond Roussel y, al mismo tiempo, curiosa y oblicuamente, los lectores teníamos la impresión de leer su vida. Pero ahora, con Stendher en Santandal, ha ocurrido algo nuevo: el comentario y la glosa siguen siendo fascinantes, pero la fábula –en el sentido narratológico– casi lo es más. Stendher en Santandal se subtitula Un cuento cantábrico. Más bien se trata de un conte –un conte de Voltaire, o de Rohmer– que, finalizado, se disipa como la bruma cántabra. Y, con ella, se disipa también la univocidad de sentido de la obra.
La peripecia de Stendher en Santandal se configura a partir de los encuentros cantábricos entre el narrador y su tío, Kike el Suelto, que acaba de regresar a Santander después de casi treinta años en México
–un país, por lo demás, al que no pocos críticos calificarían como lugar de los sueños y la literatura, siquiera fuera por las irradiaciones intelectuales de su breve pero próspero Ateneo (1906-1914), por su proverbial hospitalidad hacia los escritores desterrados o por esa curiosa tradición nacional que facilita una fluida carrera diplomática a los escritores de buenos modales, desde Alfonso Reyes y Octavio Paz a Sergio Pitol (un fenómeno que, como recuerda Matías Serra Bradford, también ocurre en otros países, «aunque los nombres son menos memorables»)–.
Pues bien, a partir de esos encuentros con el tío Kike se trazan, como es habitual en la literatura de Moisés Mori, los apuntes biográficos y el análisis literario de un autor, en concreto de Henri Beyle, principalmente aludido en los manuales como Stendhal –el extraño hecho del amor, la gloria y la miseria militares, casuísticas viajeras–. Para ello, Moisés Mori activa los principales resortes de su magnética escritura: capacidad de síntesis, prosa clara y tensa, naturalidad y economía verbal, óptima dosificación de la polifonía… Como se dijo de Ralph Waldo Emerson, Mori es un buen biógrafo porque es un buen ensayista (o al revés), es decir, «alguien que sabe ver lo general y particular sin perderse en las contradicciones y en la maleza que representa toda vida y obra» (Juan Malpartida). No sólo es extraordinariamente riguroso, además maneja referencias que ni siquiera sospechábamos que existían: «La trayectoria de Moisés Mori podría guarecerse bajo el paraguas de una pregunta soberana: ¿Qué significa leer? Esta pregunta presenta derivadas electivas (¿Por qué leemos a X y no a Z?), pedagógicas (¿Existe un arte de la lectura?) e incluso angustiosas (¿Es posible leer “bien”?)» (Ricardo Menéndez Salmón).
No obstante, a la habitual lectura de algún autor (desde Turgeniev a Roussel) en todos los libros de Moisés Mori, se suma ahora en Stendher en Santandal una enigmática, indefinida narración. Al cabo, los encuentros con el tío Kike, el triángulo geográfico Bayonne-Santander-Baiona y la recurrente lectura stendhaliana propician una interpolación de sentidos a partir de la cual el libro va adquiriendo una densidad de cuento filosófico de Voltaire y aun de conte moral de Rohmer –los temas: el amor, la vejez, las ilusiones–, aunque con la particularidad de que su tesis es casi invisible, levísima, misteriosa o impronunciable. En congruencia con lo enunciado por una cita de Julian Barnes sobre Braque que figura en el libro, la tesis ideal de Stendher en Santandal tal vez fuera el resultado de leerla y, mientras tanto, no decir nada; si acaso, escribir algo, tiempo después, desde el ángulo de su exquisita escritura apuntacionista, algo que no se le parezca en nada y se encamine hacia otros derroteros. Sea.
No obstante, me siento como un personaje de Lydia Davis. En concreto, como aquella mujer que escribe un relato en el que hay un huracán. En el relato, este huracán se acerca y amenaza la ciudad sin llegar nunca a azotarla. Y también hay un hombre enfermo pero que no se muere. Y mientras tanto, la cosa sigue así, un poco como yo ahora: «No adivina dónde podría estar el centro del cuento». Pero tiene que haber un centro sobre el que gravite Stendher en Santandal. O, al menos, debería ser posible acercarse a él, como el huracán respecto a la ciudad.
En un primer momento, al terminar de leerlo, me pareció que este libro de Mori, donde su escritura sin duda ha alcanzado un punto de tensión extrema, erigía una parcela propia en los dominios de lo que Enrique Vila-Matas ha cartografiado como «ficción crítica». A saber: una suerte de «realismo más realista» mediante la discreta introducción «de la sombra radical de lo inenarrable en las convenciones narrativas de siempre» (Enrique Vila-Matas); un imán literario capaz de atraer peripecias narrativas, reflexiones críticas, acechanzas biográficas y desplazamientos de diversa índole. Pienso que en la parcela hispánica de esa cartografía orbitan varios textos de Vila-Matas, de Sergio Chejfec, de Cynthia Rimsky, de Ramón Andrés, de Juan Malpartida, de Vicente Valero, de Victoria de Stefano…
A mayor abundamiento, y para mi ayuda, resulta que Moisés Mori resumió algunas de las características principales de la «ficción crítica» en una reseña que él mismo firmó sobre Chet Baker piensa en su arte, uno de esos textos fundamentales –hasta ahora el último– sobre los que se ha articulado el esqueleto autofigurativo de Vila-Matas, junto a «Mastroianni-sur-Mer», «Un tapiz que se dispara en muchas direcciones» y «Porque ella no lo pidió», básicamente.
En un primer momento, al terminar de leerlo, me pareció que este libro de Mori, donde su escritura sin duda ha alcanzado un punto de tensión extrema, erigía una parcela propia en los dominios de lo que Enrique Vila-Matas ha cartografiado como “ficción crítica”
«No resulta fácil clasificar un texto como este», afirmó Mori en su reseña de la edición exenta de Chet Baker piensa en su arte (2020), «pues es tanto relato como ensayo, lectura activa como viaje mental, autorretrato, nouvelle, pensamiento, despertar sonámbulo». Numerosas son las convergencias entre este libro (y otros más) de Vila-Matas y Stendher en Santandal de Moisés Mori, pero también con varios episodios de las escrituras antes referidas. ¿Relato? Checked. ¿Ensayo? Checked. ¿Lectura activa? Checked. ¿Viaje mental? Checked. ¿Checked Baker? Alto. Una característica divergente podría ayudarnos a deslindar las propuestas de Mori y de Vila-Matas. Dice lo siguiente Mori en su reseña: «Con todo, Vila-Matas denomina a su libro ficción crítica, que es la aproximación más adecuada para registrar un texto donde se cuenta la aventura intelectual de un crítico: un personaje que escribe durante toda una noche sobre la posibilidad de conciliar las narraciones tradicionales y de cierta entidad literaria (el modelo que maneja como ejemplo es Georges Simenon, La prometida de monsieur Hire) y las novelas poco narrativas y difíciles de leer, cuyo patrón último y más radical es la ilegible Finnegans Wake de James Joyce».
De todas formas, el narrador de Mori no se ajusta en sentido estricto –no quiere ajustarse– a la figura del crítico: es el suyo un «arte de vivir la literatura como un mundo acogedor, divertido y nada solemne» (Mario Martín Gijón). El narrador de Stendher en Santandal tampoco aspira a emprender una aventura intelectual, si bien guarda una obvia similitud con el mutante barthesiano del crítico-ensayista: alguien que, como suele recordar Alberto Giordano, llega a concebir el ejercicio de la crítica, no como una empresa de conocimiento o de evaluación cultural, sino como un modo de conversar con la literatura, de entablar un diálogo lo más íntimo posible con la literatura que, además, responda activamente a la presencia de la literatura en la vida cultural. (Quizá por eso, pienso ahora, convoqué el nombre del imponderable Éric Rohmer: pequeñas, maravillosas aventuras de diletantes cotidianos que charlan de jansenismo, literatura o historia). Tal parece ser el espíritu que ha movido desde el principio a Moisés Mori al hacer sus apuntaciones, sus biografías y sus lecturas, y que se ha agudizado por mor de la ficción introducida en sus libros a partir de Escenas de la vida de Annie Ernaux (2011) y César Aira y la silla de Gaspard (2019): entrañarse con la literatura, hacerla presente –la literatura como presencia irreductible–. Pero esto lo ha logrado magistralmente en Stendher en Santandal, y lo ha querido expresar a través de un lector ingenuo, alejado del biógrafo que a menudo se encargaba del relato, como sucedía en Estampas rusas. Un álbum de Iván Turgueniev (1997), De Büchner a Basarov (2004, 2007) o No te conozcas a ti mismo (Nerval, Schwob, Roussel) (2015).
¿Podríamos definir entonces Stendher en Santandal como una «ficción lectora», más que como una «ficción crítica»?
Puesto que está a mi alcance, se lo pregunto directamente por email a Moisés Mori. Mientras tanto, ya ha principiado el mes de diciembre, pero sigue siendo otoño –la lluvia, el frío, el miedo–. No tarda en llegarme la respuesta:
En cualquier caso, no me disgusta que consideres mis libros como “ficción lectora”, pues en efecto todos ellos parten de una lectura no académica de algún autor y tienden a construir un narrador-personaje que transmite al conjunto
-creo- un estatuto cercano a la ficción. Esta característica quizá sea más notable en los últimos títulos (Cesar Aira y la silla de Gaspard o Stendher en Santandal), pero siempre he intentado más o menos lo mismo: encontrar un espacio (lírico, por ejemplo, a propósito de Turgéniev; falsamente confesional, con Ernaux…) en el que la escritura tuviera entidad por sí misma, una entidad literaria o, si se prefiere, poética.
Continuación o consecuencia de Cesar Aira y la silla de Gaspard, donde se interrelacionaban la lectura de César Aira, Raymond Roussel y las peripecias del padre del narrador, Stendher en Santandal pone el foco deliberada y definitivamente en la identidad del narrador, alguien sin la menor relación con la institución literaria. La desaparición de las notas al pie en Stendher en Santandal representa mejor que ninguna otra cosa este deslizamiento, esta apuesta por una presunta ingenuidad narrativa. ¿Qué late de fondo en ella? Percibo cierta violencia. Es como si hubiera realizado una sofisticada construcción y, al final, optara por hacerla añicos. Entre esos añicos se encontrarían las convenciones narrativas de siempre.
O tal vez estoy confundido. Me había acostumbrado a tejer las consabidas correspondencias, a leer entre líneas sus elecciones críticas, a atribuirle varios biografemas esparcidos por sus textos… Y, de repente, el rostro de quien al hablar de los otros, hablaba de sí mismo, rehúye su mostración, como el dibujo de la alfombra persa en la novela de Henry James.
Trataré de explicármelo a mí mismo, comienza diciéndome en otro email Moisés Mori:
Es claro que ese narrador-personaje ha cobrado otra fuerza en esos dos últimos libros y que de uno a otro también hay un paso en la dirección que señalas, que el narrador de Stendher en Santandal tiene una mayor presencia como personaje “novelesco” que el de César Aira y la silla de Gaspard, donde la ficción se filtra más bien hacia el padre del narrador, un viejo y solitario artista marginal, quien, por otra parte, bien puede ser el vivo retrato de su hijo. Sin embargo, no tengo una respuesta clara a tus preguntas; es decir: no sé por qué la ficción ha ido ganado terreno al ensayo propiamente dicho, a lo más expositivo, que, por lo demás, en mi caso siempre ha discurrido entre tientos, por sendas meramente intuitivas… Así que más allá de ese tanteo, que en sí mismo es ya una sensibilidad -sin duda configurada tanto con la lectura de autores queridos como por el aire de nuestro tiempo- no tengo planteamiento teórico alguno.
Cierta tradición francesa es fundamental para entender la literatura de Mori, tal y como podíamos imaginarnos: él mismo subraya la decisiva lectura de la Antología de la poesía surrealista (edición de Mauro Armiño), Cómo escribí algunos libros míos, de Raymond Roussel (traducción de Pere Gimferrer), y Locus Solus, claro, todo ello vinculado con Baudelaire, Rimbaud o Schwob. De los clásicos españoles, no deja de encomiar La Celestina y la poesía del Siglo de Oro, prolongada en Rubén Darío, César Vallejo, o Antonio Gamoneda y Olvido García Valdés. Proust y Borges figuran en el más alto lugar también:
Creo que lo que intento es incorporar elementos de contraste, de dispersión, el contrapunto de la línea dominante, una escritura que no se acomode. Y es justamente ahí -como ya antes te decía- donde creo que encuentro el espacio en que mejor me siento, donde me expreso con mayor libertad. Es parecido a lo que ocurre con el folio en blanco, con ese famoso miedo: solo una vez que he emborronado la página con lo más previsible o convencional, el texto me permite ya escribir sin reparos, sin miedo, escribir de verdad. Es cierto, no obstante, que en Stendher en Santandal ya el punto de partida sitúa al lector en un campo contaminado de ficción; y en efecto el posible interés del libro no creo yo que esté en los comentarios que ahí puedan hacerse sobre el autor de Rojo y negro, sino en el desarrollo de ese marco ficticio en que se inserta todo el relato. La naturaleza del conjunto me gustaría que fuera literatura.
Bajo mi punto de vista, el tono reflexivo y apuntacionista no sólo no significa una traba en los libros de Moisés Mori –el necesario contrapunto–, sino que este se yergue como un auténtico propulsor narrativo. E indagando en las relaciones entre libros y lectores, entre obras y vidas, ha acabado por examinar no sólo las relaciones de los otros, sino su propia relación con los otros, merced a la voz que ha ido configurándose en sus últimos libros, especialmente en Stendher en Santandal, una obra juiciosamente maestra. A través de esa faceta autobiográfica y de la lectura presuntamente ingenua de una obra y un corpus bibliográfico a ella asociado, Moisés Mori parece haber encontrado una forma de fidelidad a la andanza novelesca. En cierto modo, es como si lograra revitalizar el género mediante la abstracción de una peripecia vuelta tentativa lectora: he ahí el auténtico centro de su literatura, el huracán que se aproxima. Érase una vez una voz narradora que leía ingenuamente, tomaba notas y, de vez en cuando, viajaba, autorretratándose con un huracán de fondo.
Stendher en Santandal concluye con una línea de puntos. Gesto netamente mallarmeano, pues nos recuerda que un libro no comienza ni termina, a lo sumo lo aparenta. A su manera, Mori revalida entonces la idea de que un libro tampoco debería ser completo. Debería siempre tener un hueco, un vacío móvil: en ese vacío, acercándose siempre, está el acontecimiento de la literatura.