POR ANDRÉS BARBA

Maupassant dijo en cierta ocasión que lo que le llevó a irse de París, y hasta de Francia, fue que la torre Eiffel le empezó a parecer insoportable. La frase podría sonar a literaria si no fuese también una experiencia muy real. En el centro de la huida, muchas veces se encuentra el hartazgo de lo que supuestamente es el núcleo de nuestra identidad. Lo que no dice Maupassant es si la torre Eiffel dejó de viajar en su interior filtrando comparativamente todo cuanto veía y sentía en tierras extrañas, o si verdaderamente consiguió desembarazarse de ella. Más aún si -en el caso hipotético de que realmente triunfara en su empeño- esa liberación fue realmente una liberación o si de pronto, le invadió el desamparo.

Tendría que añadir que ese «síndrome Maupassant» responde también a un sentimiento familiar. También yo he sentido violentos ataques de hartazgo por España. Los he sentido desde que tengo conciencia de mí, y más aún desde que tengo conciencia política. Nunca he sabido interpretarlos bien. A veces me han parecido poco más que una forma distante del hartazgo por cierto chauvinismo casposo, otras una sensación de decadencia, de que España -Europa, en términos generales- era una vaca vieja, y que la única manera de alimentarme y producir algo que mereciera la pena era que me adoptara una madre más joven, por mucho que no fuera la mía. Otras veces he pensado que era la fascinación, el enamoramiento por otras culturas, o tal vez el simple deseo de no tener testigos para poder ser en libertad aquella cosa supuestamente irrepetible que yo pensaba que era cuando tenía treinta años, o las ganas de vivir y el valor para hacerlo, o la búsqueda de trabajo y el lumpen económico natural de los escritores, o el esnobismo de quien encuentra lo ajeno siempre más sofisticado que lo propio. Algunas de esas razones tienen que ver con mi inteligencia y otras con mi estupidez, pero como cada vez me veo menos capaz de dar respuesta a casi nada, tampoco pretendo resolver aquí esa cuestión. Sí sé, sin embargo, una cosa: que me he educado y descubierto como escritor fuera de España, que siempre he estado -de una manera o de otra- escribiendo «fuera» de mi cultura y dialogando con ella desde el exterior. Y como nunca habría podido ser escritor de otra manera, la condición de estar desplazado, más que un accidente, se ha convertido en una característica natural que muchas veces he discutido y compartido con otros escritores exiliados, sobre todo latinoamericanos, tanto en España, como en Italia, en Estados Unidos o Argentina, los países en los que he vivido, y siempre he llegado a una curiosa sensación compartida.

En una novela poco conocida de Alberto Moravia (La atención) describe esa experiencia y necesidad como depaysement: un escritor, tras muchas horas de vuelo, aterriza en el aeropuerto de una ciudad desconocida. Al salir a la calle sube al autobús que ha de llevarle al hotel. Está cansado y aturdido, no sabe nada del país, no conoce el idioma en que están escritos los letreros de las tiendas y en el que hablan las demás personas. En esas condiciones –comenta Moravia– una casa es tan solo y verdaderamente una casa, un árbol es verdaderamente y tan sólo un árbol; una mujer, un niño, una plaza, una nube, son verdaderamente y tan solo una mujer, un niño, una plaza, una nube. La observación no va más allá de la superficie, y sin embargo no es superficial, sino casi abstracta. Al neutralizar su vínculo sentimental y cultural con las cosas, el escritor descubre que está tocando el centro de su estructura. Creo que esa intuición de Moravia es una descripción bastante precisa de lo que sucede cuando uno se traslada a otro país y se evapora la sensación de exotismo: se establece un revelador vínculo con la realidad. Uno se siente desamparado, pero con una mirada que es a la vez, simplificadora y primigenia. Creo sinceramente que lo que hizo, por ejemplo, que María Zambrano fuera una filósofa única en su especie, lo que le otorgaba ese tono lírico y perceptivo a la vez, era su condición de permanente extranjera, una extranjera que percibía con una simplicidad casi dolorosa la realidad que la rodeaba. También hay algo de eso en la literatura de Kipling. O en la de Nabokov. O en la de Lowry. O en la de Conrad. También en la de Tsvietáieva y en la de Lispector. Una especie de sensibilidad irritable, como la de varios días de resaca, o una plaza iluminada por un sol muy fuerte en la que las cosas se reducen a su forma y que va atenuándose poco a poco a medida que uno se convierte en «local» de ese nuevo paisaje.

También hay algo de eso en la literatura de Kipling. O en la de Nabokov. O en la de Lowry. O en la de Conrad. También en la de Tsvietáieva y en la de Lispector. Una especie de sensibilidad irritable, como la de varios días de resaca, o una plaza iluminada por un sol muy fuerte en la que las cosas se reducen a su forma y que va atenuándose poco a poco a medida que uno se convierte en “local” de ese nuevo paisaje

Pero en la literatura desplazada no solo se objetiviza y «neutraliza» la realidad, también lo hace la herramienta natural de la literatura; el lenguaje. Más aún si es un lenguaje compartido, como en el caso de que un autor español se establezca en Latinoamérica, o viceversa. Las razones, fundamentalmente económicas y políticas de esos tránsitos, ponen de manifiesto que el viaje es desigual. En el caso de las transferencias entre España y América Latina los escritores latinoamericanos tienen (todavía hoy) que soportar muchas veces no solo un paternalismo bastante provinciano y obsoleto por parte de una sociedad española (a la que caracteriza en ese sentido una gran desmemoria histórica y una ingratitud considerables), sino lo que es más grave, una falta de conciencia, por parte de los escritores y editores españoles, de que la mejor literatura en nuestro idioma hace ya años que dejó de hacerse en la península, y que si hay un español que debería considerarse de segunda categoría desde el punto de vista literario, ése español es el nuestro. Los canales comerciales y editoriales han permitido solo muy recientemente que los escritores latinoamericanos puedan dar el salto internacional sin tener que pasar necesariamente por las editoriales de la península. Hoy un escritor colombiano puede estar traducido a quince idiomas sin haber sido publicado en España, algo que habría sido casi imposible hasta hace muy poco, y eso libera a la literatura latinoamericana del engorro de tener que contar necesariamente con una aprobación y supervisión que, más que literaria, era meramente comercial según un criterio estrictamente español. Por otra parte, los lectores latinoamericanos, al haberse formado durante varias generaciones leyendo editoriales de toda Hispanoamérica y de España, tienen una conciencia lingüística mucho más diversa y panhispánica. Allí donde a un lector español se le caería un libro de las manos solo porque dice «pollera» en vez de «falda», un lector medio latinoamericano está habituado a leer localismos de más de media docena de países hispanoparlantes de un alto nivel literario. Eso tiene la contrapartida de que también los escritores se permiten una libertad mayor y sobre todo de que no le tengan ningún miedo a la «contaminación» y al mestizaje lingüístico. En España no es infrecuente encontrarse con un tipo de interlocutor supuestamente ultraculto y puntilloso de la corrección literaria que en realidad no es más que un puritano redomado, eso que Jovellanos llamaba los «eruditos a la violeta», una plaga que invade todos los terrenos de la acción cultural: desde los críticos literarios hasta los correctores de estilo o los editores de mesa. De ahí mi opinión -insisto, esto es una opinión personal- de que, en su decadencia, el estilo «literario» español tiende al barroco y a la hipercorrección (en España, sea como sea, hay que escribir «florido» y «correcto» para que a uno le consideren buen escritor) y el estilo latinoamericano, en términos generales, a la sencillez, la experimentación y la transgresión creativa.

Ser un escritor español que vive en Latinoamérica y escribe en ella, se parece un poco a haber salido de una casa en la que había unos tutores estrictos a los que no se percibía como tales sencillamente porque no se tenía otra referencia. Al ingresar en un territorio en el que la libertad y la creatividad son notablemente superiores, a veces es inevitable mirar hacia atrás con cierto resentimiento aunque, retomando el ejemplo de Maupassant, siempre se corre el riesgo de pensar que por el hecho de haber puesto miles de kilómetros de por medio, uno ha dejado de filtrar la realidad a través de la torre Eiffel. Hasta en nuestra manera más violenta de renegar -o tal vez, precisamente, más en ese lugar que en ningún otro- se pone de manifiesto que no podemos dejar de ser lo que somos. Y está bien que sea así. Escribir es siempre una forma de desplazamiento, de estar fuera de lugar. «La literatura empieza en el pero», decía la sabia y tristemente desaparecida Hebe Uhart; en el espacio en que el prejuicio confirma la realidad, pero a la vez fracasa, en que alcanzamos lo soñado, pero bajo otra fórmula, en que somos felices, pero nunca lo bastante, en el que la expectativa se confirma y se niega y se hace necesario volver a empezar de nuevo la interminable batalla entre la realidad y su enunciación.