Peter Stamm
Noche es el día
Traducción de José Aníbal Campos
Acantilado, Barcelona, 2016
176 páginas, 16 €
POR CRISTIAN CRUSAT

En la aventura poética moderna, la esencial heterogeneidad del yo, su condición múltiple, pluritensional y estratificada, ha constituido uno de los temas y desafíos expresivos fundamentales. «Je est un autre» –la archiconocida aseveración contenida en la famosa carta de Rimbaud a Paul Demeny en 1871– dejaba constancia de que el yo era múltiple y coral y, en consecuencia, exigía nuevos cauces literarios. Uno de ellos fue sin duda el «monólogo dramático», asociado habitualmente a Robert Browning y su libro The Ring and the Book (1868), aunque la lista de autores que han explorado la compleja variedad de perspectivas verbales es muy amplia y no excluye a los antiguos, pues además este método ha representado siempre una audaz manera de tender puentes con la tradición o de recrear vidas pasadas de autores clásicos, como ocurre en algunos textos de Pound, Pessoa, Borges, Mandelstam o Cernuda. En el ámbito narrativo, este fenómeno de desdoblamiento se manifestó a través del microgénero de la «vida imaginaria», puesto en circulación por Marcel Schwob, o mediante la proliferación de elementos y figuras como los del espejo y la máscara, de enorme predicamento entre los estetas fin de siècle. Por fortuna, la infatuación simbolista no consiguió ahogar las inextinguibles resonancias de estos dos poderosos motivos literarios, tan propicios a la hora de simbolizar el difícil equilibrio entre el individuo y el mundo, su análogo, conflictivo y recíproco trayecto. En el caso de Peter Stamm (Weinfelden, 1963), apelar a la tradición y convocar los ecos literarios de las máscaras resulta particularmente oportuno. En primer lugar, porque su escritura elude con gran finura el acervo de influencias que se le suponen a un escritor de expresión alemana nacido en Suiza y, en segundo lugar, porque su conciso, breve y firme estilo es la horma más adecuada para enunciar los anhelos y temores de unos personajes heridos, frágiles y, en suma, inequívocamente aislados.

En la escritura de Stamm late un indisimulable aliento chejoviano. No tienen cabida en ella ni la sintaxis retorcida ni los consabidos escarceos filosóficos de la tradición alemana posterior a Thomas Mann; en lo sustancial, el nervio narrativo se concentra en los personajes y en el mesurado fraseo mediante el que su autor se acerca a las intimidades de los protagonistas. A semejanza del maestro Chéjov, Peter Stamm bucea en las insondables profundidades psíquicas del ser humano, lo cual no obsta para que –como afirmó Walter Benjamin a propósito de otro insigne autor suizo, Robert Walser– sus criaturas no estén marcadas al mismo tiempo por una conmovedora superficialidad. Sí, al igual que en el autor de Jakob von Gunten, Los hermanos TannerEl ayudante, hallamos en las obras de Stamm una idéntica inclinación por la miniatura afectiva, por lo antiheroico, por una extraña normalidad que, en última instancia, conlleva el desenmascaramiento de una existencia banal.

Noche es el día, publicada originalmente en 2013, coloca en el centro de la escena a Gillian, una joven y atractiva periodista cultural. Ésta se nos presenta, sin embargo, bajo la macilenta luz de la habitación de hospital donde permanece ingresada tras un grave accidente automovilístico en el que ha fallecido Matthias, su marido. Gillian, desfigurada e irreconocible para sí misma, deberá someterse a numerosas operaciones para reconstruir sus rasgos faciales; pero, sobre todo, deberá asumir que, en lo sucesivo, la vida discurrirá por derroteros muy distintos. Para empezar, está sola. Evidentemente su aspecto físico no le permite ya plantarse delante de las cámaras para desarrollar ningún trabajo periodístico. Y, gracias al hábil manejo de los diálogos de Peter Stamm, advertimos que la relación con sus padres se encuentra bastante envenenada. Su existencia gravita ahora en torno al sabor de los restos de sangre, el tacto de las gasas secas y la desafiante presencia de un espejito que, inconmovible, le devuelve su nuevo semblante. Entre operación y operación vuelve a casa, aunque sentada en una silla de ruedas. Tras los flecos de su anterior vida le sobreviene un súbito acceso de desdoblamiento. Recorre los pasillos del hogar mientras descifra el carácter y las rutinas de «la mujer que vivía allí»; al repasar los vídeos grabados de sus propios programas de televisión, Gillian se convierte en «la mujer en el televisor». Nada de aquello existe ya, tan sólo el breve parpadeo de una existencia fragmentada como una sucesión inconexa de borrosos fotogramas: «Veinticuatro fotogramas por segundo, veinticuatro personas que no tenían demasiadas cosas en común con ella, salvo las señas personales, el color del pelo y de los ojos, la talla y el peso. Sólo la sucesión de imágenes creaba esa amalgama que conforma a una persona». A este respecto, Antonio Tabucchi acertó a formular de la siguiente manera uno de los principales enigmas de nuestra identidad: ¿somos la misma persona segmentada en varios tiempos o más bien el tiempo segmentado en diferentes personas? En su caso, Gillian llega a la conclusión de que su vida anterior había consistido en una endeble puesta en escena, una representación terriblemente quebradiza: «Algo falso debía de tener cuando había sido tan fácil destruirlo todo, sólo por una falta de atención, por un movimiento imprevisto. La desgracia iba a sobrevenir tarde o temprano, como algo repentino o como algo que se desgasta de forma lenta, pero inevitable». La presentida amenaza que Gillian advierte en el fondo de su anterior rostro se halla confinada en el estudio de Hubert, un artista local: allí, entre esas cuatro sucias paredes, se había sometido a una sesión de fotos días antes del accidente. Como es habitual en las tramas de Stamm desde Agnes, su primera novela (1998, 2001), el lector asiste con asombro a la implacable necesidad que guía a Gillian hacia sus propios límites. En la descripción de la escena y de los razonamientos que determinan que Gillian se preste a ese intercambio de imágenes –y de desnudez– se signa todo el arte narrativo de Peter Stamm: esquirlas de belleza herida, ademanes fingidos, atmósferas vagamente sórdidas, la confusa comunicación entre los amantes. Y, sobre todo, la insoslayable certeza de que el ser humano es el mayor misterio de todos, un laberinto impenetrable. Huyendo de su anterior vida, Gillian busca refugio en una casa de montaña, cerca del bosque y de una anónima estación de esquí.

La segunda parte de Noche es el día focaliza la acción en las rutinas del artista y fotógrafo Hubert, quien mientras tanto ha tenido un hijo con su novia Astrid y ha empezado a impartir clases en la universidad. Las obligaciones docentes lo alejan poco a poco de su quehacer artístico. En mitad de la cotidianidad doméstica emerge la figura de Rolf, una suerte de mentor espiritual para su novia, fascinada repentinamente por la sofrología. La convivencia se resiente y Hubert se muda a un apartamento. Entretanto, recibe una invitación de un centro cultural en las montañas para preparar una exposición. Hubert, dubitativo, accede, pero en cuanto se instala en la habitación del centro artístico se da cuenta de que difícilmente podrá presentar nada digno de interés al final de su estancia. Sus jornadas de residencia artística se desperdician entre la barra del bar del hotel adyacente y las despobladas calles de un pueblo que parece sacado de un melancólico cuento de hadas. Pero un día, conducido por el aburrimiento hacia un tablón con las fotos del personal del hotel, descubre un rostro que le resulta familiar. El lector asiste al reencuentro de Hubert y de Gillian seis años después: ahora, Gillian se llama Jill y trabaja como animadora cultural en el hotel, tiene un Twingo rojo y parece reconciliada consigo misma. También forma parte de la comisión cultural del centro artístico del lugar; de hecho, fue Jill quien tuvo la iniciativa de invitar a Hubert.

Lo que sigue es la narración del embrollado sistema de gestos, actitudes y confesiones entre Gillian/Jill y Hubert. Se abre paso entre ellos una leve, áspera intimidad. En esa línea de sombra afectiva sobresalen las virtudes de Peter Stamm, un autor superdotado para el uso de la elipsis y el análisis de los más sutiles visajes de sus personajes. Así, la tercera parte se abre con el paisaje divisado desde la ventana de la oficina de Jill: un grupo de clientes del hotel, descalzos y en pantalones cortos, dibujan al aire libre bajo la supervisión de Hubert. Por un momento, la idea de que Hubert y Jill puedan dedicarse a cultivar el delicado jardín de sus comunes equívocos parece realmente viable. Y, sin embargo, el presagio de un nuevo desenmascaramiento se vuelve perentorio. En congruencia con el contenido de una de las réplicas de Jill –«En esa época yo esperaba conocerme a mí misma a través de tus cuadros, pero luego me di cuenta de que tú no me veías en absoluto. Por eso me desvestí. La idea de que un ser humano es algo acabado, como una silla o una mesa, es absurda»–, resulta evidente que cualquier trabajo humano está condenado a su inconclusión. Tampoco el afecto es ajeno a esta sutil mecánica.

Noche es el día no alcanza el voltaje narrativo de la anterior novela de Stamm, publicada en España también por Acantilado, Siete años (2009, 2011), la obra maestra de su autor –quien, por lo demás, también nos ha brindado, en el terreno del relato corto, una de las mejores y más emocionantes colecciones de cuentos en lo que llevamos de siglo: Lluvia de hielo (1999, 2002)–. No obstante, goza de todas sus virtudes estilísticas, entre las que sobresale un cuidado tratamiento de las imágenes, tan elocuentes como ambiguas, y un fraseo al que se suma, junto al magisterio de Chéjov, la rica tradición minimalista norteamericana encarnada en Richard Ford, o la sencilla y lírica expresión de Albert Camus. El origen de las novelas de Peter Stamm, un autor verdaderamente esencial en estos tiempos inciertos, podría proceder de la misma alfaguara de la que brotan las fotografías de Hubert: «El único impulso para su trabajo era el deseo, una especie de búsqueda de realidad, de presencia, también de intimidad, en oposición a lo público. Se trataba de trascendencia en el sentido más amplio». De un modo análogo, página a página, novela tras novela, Stamm se afana en despojar a los personajes de todas sus corazas públicas y grabar en ellos su verdadera máscara privada –su persona–, reduciéndolos a un íntimo masculleo del alma que, como en las antiguas tragedias griegas, realza y engrandece su auténtica, fragilísima voz humana.