POR RAMÓN ANDRÉS
A Juan Malpartida
Siempre me ha perseguido la idea de escribir un breve libro sobre la Misa en si menor (BWV 232) de Johann Sebastian Bach, no solo por una razón musical –es innecesario decir que justificada–, sino por el mundo que la envuelve y, todavía más, por el hecho de que esta obra se fraguó durante decenios en la mente del compositor. Esto significa, en cierto modo, acompañarlo, estar en su interior, asistir a su evolución espiritual, pero también intelectual, y eso nos asegura vivir en el filo de la creación pura y en un pensamiento puntal de Occidente que oscila entre Spinoza y Leibniz. El de estos mencionados filósofos respondía a la inquietud de una época que se detuvo a pensarse a sí misma de manera radical y, con ello, ir en busca de la solución que exigía corregir la deriva existencial de un continente cada vez más conflictivo y hecho de preguntas. Nada de esto escapaba a Bach, siempre atento y mirando a lo lejos sin olvidar su presente, su límite, del que consiguió un universo.
Es muy posible que este anhelo mío ya no se cumpla, pero no deja de ser tentador adentrarse en una composición que, con más o menos intensidad, según el periodo, mereció la atención del maestro y la revisión de materiales escritos nada menos que entre 1714 y 1749. Todo un mundo, un viaje de décadas al centro de la música, de ahí el título bruniano de este artículo.
Cuando en 1833 Hans Georg Nägeli, que fue compositor y propietario de una tienda de música, consiguió, no sin esfuerzos, la impresión de dos secciones de la Misa en si menor, como son las relativas al «Kyrie» y el «Gloria», poco podía imaginar los posteriores estudios y especulaciones que suscitaría esta obra considerada, y con justicia, una cumbre de la música sacra occidental. Este abnegado editor suizo, a quien cabe el gran honor de haber dado a la imprenta en 1801 El clave bien temperado (BWV 846-893) y, al año siguiente, El arte de la fuga (BWV 1080), había comprado un grueso del legado musical de Bach que estaba en poder de Christian Friedrich Gottlieb Schwencke, Kantor en el Johannem de Hamburgo y alumno de Carl Philipp Emanuel Bach, el heredero que con mayor celo conservó y ordenó la producción paterna. De no haber sido por él, hoy seríamos mucho más pobres. Carl Philipp, por considerar que estaba en buenas manos –no se equivocó–, confió a Schwencke un material en el que figuraba la partitura de esta tan extraordinaria página litúrgica. En tanto que compositor y virtuoso del teclado, además de editor, Schwencke podía calibrar muy bien el valor de aquel legado que tenía y tiene algo de milagro.
Es cierto que a Nägeli no le fue posible, pese al ahínco, cumplir el sueño de editar todas las partes de la misa, cosa que sí pudo llevar a feliz término su hijo Hermann en 1845. Mientras, las audiciones de esta composición, siempre parciales, celebradas en reuniones privadas durante las primeras décadas del siglo XIX –la primera en su integridad no tuvo lugar probablemente hasta 1859–, sembraban una incógnita entre los entendidos, pues a oídos de los románticos resultaba inquietante. ¿Qué había detrás de la Misa en si menor? ¿Qué mundo se ocultaba en los caminos de aquel pentagrama?
En cierta forma parece natural que el espíritu alemán de principios del XIX se mostrara desconcertado ante esta página de música religiosa, cuya fuerza espiritual contrasta con las turbulencias propias del Romanticismo, que tuvo por testigos a quienes vieron envejecer a Dios y encontraron su argumento en revoluciones de toda naturaleza. Es verdad, se hizo difícil para aquellas generaciones evaluar una obra del pasado que no presentaba una clara definición en sus términos. ¿En qué sentido? Se preguntaban qué proponía Bach, siendo como era luterano, al escribir una misa «católica» –en el inventario de Carl Philipp se la registra como Die grosse catholische Messe, es decir, La gran misa católica–. Él, precisamente, que fue considerado un emblema de la fe protestante.
La historiografía alemana del siglo XIX, que había sembrado de tópicos la figura de Bach –el titán matemático, el severo abanderado de Lutero, el héroe de las grandes formas, el inflexible y colosal espíritu germánico– no sabía explicar muy bien la esencia de una composición que se enfrentaba a estas ideas preconcebidas que han tenido una extraña y molesta pervivencia hasta por lo menos mediados del siglo XX. Porque Bach fue todo lo contrario de lo que expresa el célebre monumento a él erigido junto a la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, obra del escultor Carl Seffner terminada en 1908.
Cuando Johann Sebastian envió en julio de 1733 las señaladas secciones del «Kyrie» y «Gloria» al entonces recién nombrado elector de Sajonia, Federico Augusto II (Augusto III de Polonia), pretendía con ello establecer una fluida relación con la corte católica de Dresde y, de paso, solicitar, por más que fuera honorífico, el título de Kapellmeister. Eso no significaba el acercamiento del maestro a una confesión distinta de la suya, sino la asunción de algo primordial: que la música y la espiritualidad no tienen por qué sujetarse a unos esquemas determinados, ya que los trascienden.
La misa protestante, que partía del modelo propuesto por Lutero en 1526, esto es, la llamada Misa alemana o Deutsche Messe, estaba tan solo formada en su origen por el «Kyrie» y el «Gloria» (Missa brevis), modelo que siguieron los compositores anteriores a Bach y que incluso abrazaron algunos de sus coetáneos. Pero el Kantor de Santo Tomás agregó en esta ocasión las secciones propias de la liturgia romana, a saber: «Credo», «Sanctus» y «Agnus Dei». ¿Dónde está la explicación de ello?
John Butt (Mass in B Minor, Cambridge University Press, 1991, p. 22) hace hincapié en la influencia que pudo ejercer sobre él su buen amigo Jan Dismas Zelenka, un compositor sin duda sobresaliente que había escrito misas «católicas» para la señalada corte de Dresde, en la que desempeñó el cargo de vicemaestro de capilla y de director de la musica da chiesa a partir de 1729. No se trataba, desde luego, de una corte al uso si se tiene en cuenta que por su capilla pasaron talentos tan poco comunes como los de Pisendel, Veracini, Hasse, Quantz y Heinichen. Entre otras cosas, ello explica que en su fuero interno Bach seguramente abrazara la posibilidad de abandonar Leipzig para trasladarse a esta ciudad sajona. Al hablar de la influencia de Zelenka sobre Bach, por supuesto, no habría que entenderla desde el punto de vista musical, sino en el hecho de que este músico checo, sin pretenderlo, representaba a ojos de Bach el acercarse a un ambiente más abierto y grato que el que le ofrecía su labor, a menudo tediosa, en la iglesia de Santo Tomás. Además, había observado la buena aceptación de las misas de Zelenka en las que se mezclaban, de manera muy personal, dos estilos: el alemán y el italiano. La aproximación bachiana a la forma católica de la misa no fue la única, porque, sin ir más lejos, el mencionado Heinichen, que era protestante y formaba parte principal de dicha corte, hizo lo propio y dio el fruto de unas notables obras.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho hasta aquí, creer que la Misa en si menor significa un «acercamiento» al catolicismo dista de la realidad. Ciertamente, fueron numerosos los músicos que desde el siglo XVI sirvieron a los intereses de ideas religiosas distintas. Cabe recordar, por ejemplo, el caso de Thomas Tallis en Inglaterra. Es útil recordar también que Lutero fue un buen amigo del polifonista Ludwig Senfl, quien con probabilidad no renunció al credo católico, y que el organista Johann Staden trabajó para luteranos y católicos, del mismo modo que Claude Goudimel lo hizo para los hugonotes y el culto romano. ¿No viajaron asiduamente los músicos protestantes alemanes para cumplir su aprendizaje en la Italia de los siglos XVI y XVII? Al respecto es significativa la copia o transcripción que Bach efectuó, total o parcialmente, de páginas debidas a compositores católicos, entre ellos Palestrina, Bassani, Lotti y Caldara, cuya escritura no resulta extraña si se compara con determinados episodios de la Misa en si menor. También es revelador que en 1745 copiara el Stabat Mater de Pergolesi y lo reelaborara sobre una versión del salmo 51, Tilge, Höchster, meine Sünden (BWV 1083), a la que dio como título Motetto a due voci, tre stromenti e continuo. Es posible que esta partitura llegara a Bach, precisamente, de la mano de Zelenka.
Nada en el músico alemán es simple, nada es gratuito. El estudio de algunos de los libros que guardaba en su biblioteca permite contemplar su inquietud religiosa, pero sobre todo espiritual. Junto a autores, por referirlos de algún modo, «doctrinarios» –el propio Lutero, Calovius y Olearius–, aparecen en sus anaqueles otros maestros pertenecientes a la mística. Tampoco faltan, como es razonable, los títulos enraizados en el pietismo impulsado por Jacob Spener, el autor de Pia desideria (1675). El pensamiento de este teólogo estaba inspirado en un rico sustrato en el que se mezclaban la mística medieval renana –el maestro Eckhart y su discípulo Johannes Tauler principalmente–, la palabra de Kempis, la devotio moderna y la iluminación del «secreto» Jacob Böhme, en el que con tanta naturalidad y frecuencia se funden la religión y la filosofía. A ello habría que añadir las huellas dejadas por católicos como el ignaciano Achille Gagliardi, próximo al quietismo, y ciertas tradiciones contemplativas de la primitiva Iglesia oriental que fueron revisadas durante el siglo XVII europeo, sobre todo en Alemania.
Es lógico que Bach participara, por así decir, de la amplitud de miras ofrecida por los credos pietistas. Ello no significa que fuera un pietista en sentido lato, sino un hombre alejado de los dogmas y ajeno a toda visión sesgada. No es ocioso recordar que este movimiento dejó su impronta en ilustres como Klopstock y Goethe, y lo propio puede decirse de Kant y Schiller. Por otra parte, ciertos pasajes de luminosa espiritualidad que son comunes en Novalis y Hölderlin no tendrían razón de ser sin la herencia de Spener. Parece lógico pensar que tanta reunión de saberes y formas de conocimiento supuso una fuente importante para la construcción intelectual y espiritual bachiana.