Retrocedamos un poco y reparemos en que Lutero, cansado y decepcionado ante la deriva que tomaban algunos aspectos de la Reforma, revisó al final de sus días las propuestas que antaño había enunciado con encendido lenguaje. Esto lo llevó a cuestionar algunos puntos de su doctrina, cosa que influyó en una observación más serena y no por ello menos crítica de su pensamiento. Esta reflexión, convertida en camino, fue lo que recibió el autor de la Misa en si menor.
La lectura atenta de las obras teológicas protestantes publicadas en el siglo XVII no hace más que confirmar un paso, un cambio que se plasma en la concepción más personal e íntima de la trascendencia. ¿No podemos admitir que esta misma evolución se opera entre la música de un maestro como Schütz y la de Bach?
Este mundo es el que se materializa en esta misa, una obra que no fue creada de manera unitaria, me refiero a que sus secciones, como se ha indicado, pertenecen a tiempos distintos. Y, sin embargo, su sobria unidad y coherencia son proverbiales, cosa que a buen seguro obedece a la latencia espiritual e intelectual que se mantuvo en Bach durante toda su existencia.
Es verdad que esta missa tota, llamada así por presentar el conjunto de secciones, tiene una genealogía poco lineal. Debemos tener en cuenta que su forma definitiva no la alcanzó hasta entrado el año 1748, o tal vez en el siguiente, poco antes de morir su autor. Así, el «Sanctus» fue escrito en 1724, mientras que el «Credo» (Symbolum Niceum) data de ese último periodo acontecido entre 1748 y 1749. Ya vimos que el «Kyrie» y el «Gloria» surgieron en 1733, y que el origen de las demás partes radica tanto en creaciones anteriores como posteriores a esta última fecha, partituras que fueron retocadas y ordenadas a lo largo del periodo de gestación del «Credo». Como ejemplo cabe recordar que el «Osanna» procede del coro de apertura de la cantata Preise dein Glücke, gesegnetes sachsen (BWV 215) [1734], mientras que la íntima y elevada aria del «Agnus Dei» ya había sido utilizada en la cantata Lobet Gott in seinen Reichen (BWV 11) [1735] –es decir, el Oratorio de la Ascensión–. Un caso similar afecta al conclusivo «Dona nobis pacem», que forma parte de la Cantata Wir danken dir, Gott, wir danken dir (BWV 29) [1731]. Esta traslación de materiales, tan común en el proceso compositivo de entonces, afecta asimismo a otros momentos de la Misa en si menor; uno de ellos, el «Crucifixus», que encuentra su raíz en el lamento fúnebre de la conmovedora cantata Weinen, Klagen, Sorgen, Zagen (BWV 12) [1714] que Franz Liszt transcribió dolorosamente tras la muerte de su hija. Si he indicado los años entre corchetes lo he hecho con la intención de mostrar las muy dispares fechas que se reúnen en esta soberbia y profunda página.
Es posible que la música de Bach suscite una añoranza del Paraíso o que formule un mundo más grande «del que puede medirse en cada época», según dejó escrito hace más de dos décadas el filósofo Hans Blumenberg en un libro como Matthäuspassion. Lo cierto es que en ella se originan imágenes sonoras donde conviven el desasimiento y la posesión, la nada y el mundo, la serenidad y la terribilità. Esta coexistencia de los opuestos es la semilla del pensamiento trágico que en tiempos de Bach se impuso de modo definitivo en Occidente: entender la condición humana como melancólica finitud, reducirlo todo a temporalidad, creer que la nada existe porque el hombre existe. Esto queda enunciado, y en ocasiones resuelto, en muchos momentos de la Misa en si menor, que Bach jamás escuchó.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]