Gabriela Cabezón Cámara
Las niñas del naranjel
Literatura Random House
256 páginas
POR CARMEN G. DE LA CUEVA

Hay en la última novela de la escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 1968) un lenguaje que desborda las páginas como el agua que desborda el cauce de un río después de un temporal de lluvias. En una entrevista, la autora confesaba que empezó, al menos, cincuenta veces esta novela y que todas esas veces le salía la oscuridad. Cansada de abismos, quiso escribir sobre la luz y quién sabe si al intento cincuenta y uno o cincuenta y dos, la escritora la encontró en Michī y Mitãkuña, las dos niñas guaraníes que acompañan al protagonista de esta historia en su viaje por la selva. Las niñas del naranjel (Random House, 2023) es la primera novela de la escritora después de quedar finalista en el International Booker Prize con Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017) y en ella imagina el relato de un viaje imposible de Catalina de Erauso (San Sebastián, 1585-Cotaxtla, 1650), la Monja Alférez, aquí, en estas páginas, Antonio, por la selva guaraní. Mientras recorre ríos y arboledas, le va contando por carta a su tía, Úrsula de Urizá y Sarasti, priora del convento del que ella escapó cuando era novicia, lo que ha vivido en los últimos veinticinco años. Le escribe a su tía y le reza y le canta a su Virgen.

Catalina estuvo internada en el convento desde los cuatro hasta los quince años. Un día, encontró las llaves del convento colgadas de un clavo y se escapó por sus puertas la víspera de San José del año 1600. Para dejar huella de su hazaña, Catalina escribió su Autobiografía: «Fui abriendo puertas y emparejándolas, y en la última dejé mi escapulario y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni adónde ir. Tiré no sé por dónde, y fui a dar en un castañar que está fuera y cerca de la espalda del convento. Allí acogime y estuve tres días trazando, acomodando y cortando de vestir. Híceme, de una basquiña de paño azul con que me hallaba, unos calzones, y de un faldellín verde de perpetuán que traía debajo, una ropilla y polainas; el hábito me lo dejé por allí, por no saber qué hacer con él. Corteme el pelo, que tiré y a la tercera noche, deseando alejarme, partí no sé por dónde, calando caminos y pasando lugares, hasta venir a dar en Vitoria, que dista de San Sebastián cerca de veinte leguas, a pie, cansada y sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino».

Y una vez claro el camino, se enroló en un barco que iba hacia América y fue como si en medio de las aguas oceánicas, naciera de nuevo como hombre. «Estás viendo que no es tan raro que yo, que fui tu niña amada, sea hoy, si quieres, tu primogénito americano: no ya la priora que soñaste, ni el noble fruto de la noble simiente de nuestra estirpe, tu niña es un respetado arriero, un hombre de paz. Y, en la selva, un animalito de dos, tres o cuatro patas junto a los otros, los que son míos y suyo soy, un animalito al fin que sube y que baja y trepa y rodea y salta y se cuelga de las lianas…», como le escribe a su tía en su primera carta.

Este maravilloso y apasionante texto de Catalina de Erauso fue uno de los orígenes de Las niñas del naranjel. El otro fue el Ayvu Rapyta de los Mbyá-Guaraní, un relato de los orígenes del mundo del que bebe mucho la prosa de la autora. Está plagada esta novela de referencias eruditas y bellas, además de las ya citadas, están Cervantes y Quevedo. Gabriela Cabezón se ha inventado un idioma nuevo que se nutre del Siglo de Oro, del vasco, del guaraní y del latín. Y esa riqueza en el lenguaje, además de en la metáfora —los ríos, los árboles, los animales, la tierra misma, todo cobra vida y parece emerger del sueño— acompaña en cada página y también, por momentos, abruma. Una lee y lee y se pierde con Antonio y con Michī y con Mitãkuña por la selva y cuesta, a veces, volver a la senda del relato.

No sorprende que Gabriela Cabezón Cámara viajara a la selva con el fotógrafo Emilio White para ver de cerca a los animales, para observarlos en la naturaleza y mirarlos largo rato y quizá así poder llegar a entenderlos si acaso. No sentía que tuviera que ir porque ya estaba en plena escritura, pero, frente al río Paraná, la escritora supo que tenía que estar presente allí: «Los peces medios transparentes con manchitas, el agua calentita, los perfumes y las mariposas, los pájaros, las flores y las orquídeas y una planta que sale de la otra, que sale de la otra. Es el puto paraíso. Estás viva en la vida misma (…) Cambió un montón porque una cosa es imaginarte algo y hacer un sistema estético y biológico. Esos rasgos singulares son de la selva de verdad, la sentí en la piel, en el cuerpo, en los oídos, en los ojos». Y eso mismo vive una como lectora: que los animales florecen y las plantas muerden y que pueden llegar a caminar y saltar con las niñas, que todo borbotea porque está lleno de ojos: «La vida le crece como les crece la lava a los volcanes y la lava fuera árboles y pájaros y hongos y monos y coatíes y cocos y serpientes y helechos y yacarés y tigres y lapachos y peces y víboras y palmitos y ríos y hojas de palmas y todas las otras cosas que hay que son mezcla de estas principales».

La novela, a pesar de la belleza de su lenguaje, cuenta una historia de violencia, la violencia del colonialismo, del genocidio. En ese sentido, Las niñas del naranjel es una novela muy política y combativa. La mirada aquí es múltiple. En Antonio confluyen varias voces, entre ellas, la del colonizador, una mirada más cruel y condescendiente, pero también una mirada desde abajo. Antonio habla con las niñas y con los árboles, con los tigres y los pájaros y los monos como si fueran sus iguales. La novela ofrece un acercamiento distinto, en ella están contenidos los ojos y las voces de las niñas, curiosas, hambrientas de saber, y los miles de ojos de todas las criaturas que conviven en ese espacio secreto y borboteante que es la selva. Hay en esta novela una mitología propia.

Además de Antonio y la selva misma, las otras dos protagonistas de este relato son las niñas, sin duda. Michī es la pequeña, tiene apenas tres años y solo habla guaraní y como cualquier niña de esa edad que está descubriendo al mismo tiempo el mundo y la manera de nombrarlo y entenderlo, repite, sin descanso, la misma pregunta: «¿Mba’érepa?» (¿Por qué?). Mitãkuña es la niña grande y ella hace de traductora entre el uno y la otra, entre Antonio y Michī. También los acompaña una yegua, Orquídea, y un potrillo que se llama Leche. Y un jote que les ronda desde el cielo. Entre todos conforman una manada hermosa, una familia.

Hay muchísimas escenas hermosas, cotidianas, más allá del gran relato histórico, este libro está conformado, precisamente, por lo pequeño, a mí hay una que me gusta especialmente, una en la que el cuerpo de Antonio es protagonista. Después de escucharlo hablar sobre su dios, Mitãkuña inicia uno de sus diálogos con Antonio al que se une Michī: «—Che, Antonio, ¿es kuimba’e ha kuña tu dios?/—¿Qué es eso, Mitãkuña?/—Hombre y mujer. Como vos, che./—Pues mira que no lo había pensado. Soy hombre yo./—Héê, che, pero tenés una teta./—Muchos hombres tienen./—¿Mba’érepa?/—Porque sí, Michī./—Mi papá y mi abuelo y mis tíos no./—Pues Dios y yo sí./—¿Una sola, che?/—¿Mba’érepa?/

—Porque sí, Michī. Cantemos juntos».

Las niñas voraces de saber, de entender, qué o quién es Antonio, más allá de todo aquello que nos enseñan desde que llegamos al mundo, hacen preguntas, danzan, cantan, se lamen las heridas, se cuestionan todo. En la última página, cuando tienen que separarse, los pájaros huyen, las serpientes trepan a los árboles, como si la selva entera intuyera el final, Mitãkuña se abraza a Antonio, y él siente el cuerpito frágil de la niña, llora lágrimas de sal y miel y, cuando abre los ojos, en medio de todo aquel follaje inmenso, Mitãkuña le sonríe desde la distancia, confundida entre el verde, con sus colmillos asomando por la pequeña boca. En unas de las cartas a su tía, Antonio las describe así: «Las sonrisas, tía, las lengüitas rosas de cachorras. Me pesan, las niñas: a ellas déboles esta quietud, esta detención, estas horas sin más ansias que escribirte, rascarme o comer. Me voy a comer, tía, huelo ya los guisos indios. Debo, además, velar por mis niñas. Por mis anclas. ¿Será que la Virgen quiso darme raíces, tía, tierra?».