Cristóbal Serra
El viaje pendular
Wunderkrammer
677 páginas
POR EDUARDO MOGA

A Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922-2012) se le considera hoy un escritor de culto: alguien que pergeñó su obra en secreto, o sin alharacas publicitarias, y con un cierto cultivo de la marginalidad, una marginalidad a la que estaba naturalmente inclinado, dada su condición de isleño, y de la que nunca abjuró. También se le reputa escritor de culto porque muchas de las vetas que recorren sus libros, tanto ideológicas como formales, disienten de las principales corrientes de pensamiento y estilo de su tiempo. Sin embargo, Serra no fue un desconocido, ni alguien oculto en los entresijos de la cultura balear, que practicase el malditismo o que consumiera sustancias psicotrópicas para alimentar una personalidad a contrapelo. Su primer libro, Péndulo, data de 1957, publica el segundo, Viaje a Cotiledonia, en 1965, y, hasta la muerte del general, Franco Serra no da rienda suelta a su inventiva. Pero, a partir de 1975, los títulos —de libros propios o traducidos— se suceden, incluyendo una obra completa, Ars Quimérica, en 1996, hasta configurar uno de los catálogos más rozagantes y heterogéneos entre los prosistas españoles del último medio siglo, que recibió, además, los tempranos elogios de Octavio Paz y ha recolectado después los de otros prestigiosos escritores, como Pere Gimferrer, José Carlos Llop o Basilio Baltasar. De esa obra magna, Nadal Suau ha seleccionado ocho títulos, los a su juicio mejores o más representativos del mundo serriano, para configurar este viaje pendular: los dos primeros que publicó, ya mencionados, más Diario de signos (1980), La noche oscura de Jonás (1984), Con un solo ojo (1986), Augurio Hipocampo (1994), Las líneas de mi vida (2000), Saverio el servicial (2000) y Tanteos crepusculares (2007).

La obra de Cristóbal Serra constituye un festín literario. Su prosa, en la que un castellano recio y sabroso, que se nutre tanto del habla corriente como de la cultura libresca, se llena de requibros irónicos y exquisiteces eruditas, es persuasiva, exacta y musical. Esto escribe, por ejemplo, en Péndulo: «Un experto demonógrafo, conocedor del arte de desendemoniar, asegura que en la posesión furiosa los posesos rompen utensilios, desparraman el grano, muestran la furia del perro rabioso. Gentes que antes de ser arrebatadas ofrecían una desmesurada fortaleza, presas del diablo, enflaquecen hasta quedarse en puro hueso. A veces, el espíritu arrepticio lanza desenfrenadamente al juego, Nada ni nadie es capaz de detener el desenfreno de los que van a quedarse desplumados». Devoto de la concisión y la brevedad, que extrema a menudo hasta el aforismo —como le enseñaron los moralistas franceses—, de la frase ejecutada con precisión, en la que cada palabra encaja matemáticamente con las adyacentes, como quería Montaigne —otro de sus principales inspiradores—; admirador de los místicos, los metafísicos ingleses y algunas figuras excéntricas y visionarias como William Blake o Juan Larrea; amante de los bestiarios, las cosmogonías extrañas y los alter ego; y seguidor heterodoxo pero leal del cristianismo y su libro sagrado, una Biblia llena de personajes inverosímiles, empezando por el propio Dios, y sucesos sanguinarios, Cristóbal Serra privilegia la imaginación, el misterio y la fábula para la construcción de un cosmos literario caracterizado por la imprevisibilidad y el humor. Algunos caracteres testamentarios lo acompañan siempre, como Jonás, el tragado por la ballena, que protagoniza La noche oscura de Jonás, uno de sus libros más aburridos. Otras obsesiones, verdaderas o ficticias, escoltan asimismo a Serra, como la reivindicación del asno, sin reverencia al cual «decae toda civilización, pierde esta su carácter sacro y se hace vertiginosa y alocada».

Las inclinaciones esotéricas y la pulsión antirracional y anticientífica de Serra lo vuelven un escritor premoderno, como señala Nadal Suau en su minuciosa introducción. No se le ha de reprochar este sesgo. Al contrario, debe valorarse como una rareza meritoria; y es meritoria porque está bien resuelta estéticamente. Sucede, no obstante, que con los años Serra decae en pesarosas elucubraciones bíblico-teológicas, sin mayor interés para un lector indiferente a los tenebrosos encantos de la fe, y se deja arrastrar por la fascinación de lo insensato, lo que le lleva a sostener, entre otros desatinos, que Iberia fue la cuna del pueblo judío, que el vasco está emparentado con el arameo, la lengua de Jesús, o que, según los rosacruces, las erupciones volcánicas «han aumentado con el crecimiento del materialismo».