La poesía de Masoliver Ródenas, que viene de 1977 y aledaños, y hace un largo viaje a través del tiempo, de los libros y de su propia historia, para mí comenzó en Vertedero de Otaca cuando ya en el primer poema, tras una suerte de descripción surrealista de una casa —su casa— en la que flota el abandono, acaba diciendo:
Ruinas donde estoy instalado
la barbilla apoyada en los cojones
meditando.
¿Y sobre qué medita? Pues sobre sus amigos y compañeros del pueblo, sobre aquellos nuevos ricos que, en su infancia, aparecían por estas playas. Porque es en el Masnou desde donde Masoliver ha lanzado su poesía al mundo. Una poesía que, en parte, es geografía. No importa si ha sido escrita en Roma, Rapallo o la Avenue House de su Londres sin sol, en el trasfondo siempre encontramos sus recuerdos y éstos nacen en el Masnou, Otaca o Reixac. Y tampoco importa, claro, que, a medida que pasa el tiempo, añada Barcelona, Roma, Altea o Londres, porque Masoliver mezcla su vida actual con su infancia —no sólo la geográfica, sino también la de los recuerdos, la de los sueños—, y con todo ello se interna en un mundo que no nos es lejano, por más que nunca hayamos estado en Perugia, Florencia, Garda, Venecia, México o Tabarca.
Así, leemos:
Yo niño miro desde las afueras del pueblo
las casas blancas las tejas las personas
marrones y el sueño.
O aquello de
En Masnou tenía
una amiga mía
la melancolía.
Me disculparán ahora si realizo un breve paréntesis y les recuerdo quién es Masoliver Ródenas y la importancia que posee en la poesía española actual. No tenía intención de hacerlo, pero, por si sucediera aquello de que nadie es profeta en su tierra, me permitirán que repita algunas cosas que de él se han dicho; también porque lo que se dice de los poetas suele quedar entre ellos y no llega a los demás. Comenzaré por mencionar algo que se ha publicado sobre La negación de la luz: «Masoliver Ródenas ha alcanzado, por su musicalidad y profundidad, una de las cimas más originales de la poesía en lengua castellana».
De su poesía, así en general, se ha escrito mucho. Por ejemplo, ha sido considerada como un monólogo interior caracterizado por asociaciones inconscientes de recuerdos; o bien que es una poesía alejada de los convencionalismos; o que uno de los rasgos más distintivos de Masoliver Ródenas es la escritura poética como reescritura de la memoria; se ha destacado, asimismo, por ser una de las voces más singulares y trascendentes de la poesía española de la segunda mitad del siglo xx; y se ha dicho que sigue componiendo el extenso poema único que conforma su obra a base de nostalgia de la infancia y amor siempre en precario, algo que él mismo reconoce cuando afirma que la suya es una obra en proceso en torno a una serie de poemas que, aunque cada uno de ellos tenga su propia voz, juntos forman una larga composición. En el fondo, acabaría por configurar lo que yo denomino «Todos los libros el libro». Y es que la obra de Masoliver es un extenso y complejo entramado autobiográfico que nos permite imaginar con libertad lo que fue, lo que dice él que fue y lo que el lector sospecha humildemente que es.
Sólo puntualizar en este aspecto que escribir un largo poema que va y viene a lo largo de unos y de otros libros, que es tanto como decir a lo largo de la vida, de su vida, no significa aburrirnos con lo mismo. La poesía de Masoliver Ródenas radica en la vida misma, y la vida, como ustedes saben, es rica y variada, pero, por si no fuera suficiente con eso, el poeta utiliza una gran diversidad de registros y de formas, incluida la prosa poética, y, en ocasiones, llega a emplear distintos idiomas. Que yo recuerde, además del castellano, a lo largo de los años sus libros han incluido poemas escritos directamente en italiano, inglés, francés y catalán. Será tal vez por todo este conjunto de cosas que yo encuentro su poesía tan gratificante, a pesar de que estemos hablando de un único y extenso poema.
Y tanto es así —que se trata de un único y extenso poema en proceso, de un work in progress, que diría nuestro amado Joyce— que treinta años después de Vertedero de Otaca leemos:
Ahora sí que he llegado al vertedero
al espejo donde estoy muriéndome
harto de vida y sucio
ante la muerte. Reconstruyo
las casas, las mujeres desnudas,
la roña del amor y vuelvo.
Y vuelve —por supuesto, no sólo físicamente, sino evocando su infancia– a esa Otaca ya legendaria, a la playa del Masnou, a la riera de las cañas, a los veraneantes, a los patios, al jardín de los juegos y a los postigos, al mar, a los amores de juventud, a la lluvia, a la casa de las brumas, a la madre y a los hermanos, al padre y a los amigos, a los vivos y a los muertos. Y, cuando regresa a estos escenarios y actores, lo hace hablándonos de lo fundamental: de recuerdos y de amor, de su amor por los recuerdos, de la nostalgia del pasado, de la muerte y del mar, del cuerpo femenino, de la experiencia del sexo, de la soledad, de aquel verano (pues es siempre aquel el verano, nunca otro), de las cicatrices que deja el tiempo, de lo que somos, y somos lo que fuimos —dice él—, y otras cosas.
Sin embargo, como ya he apuntado antes, individualmente, los libros de Masoliver guardan su propia esencia, nada es igual, pese a las coincidencias, porque cada uno esconde su propio secreto. En conjunto, la obra poética de Masoliver —yo me atrevería a decir que toda su producción— nos aparece como un continuum que nace lejos de nosotros, se nos acerca y, luego, prosigue su viaje. Y no lo duden, precisamente en eso, en ver transformarse los acontecimientos y los propios recuerdos a lo largo de los años, se centra uno de los grandes atractivos de su producción poética.
No les ocultaré que la poesía de Masoliver es un poco gamberra, siempre irreverente y erótica, en ocasiones, surrealista. A veces uno cree que debería leerlo con un manual de psicología o de interpretación de los sueños al costado —estamos hablando constantemente de eros y de tánatos—, si no fuera porque la poesía no precisa de manuales ni de interpretaciones que no sean las del propio lector. Si el escritor desarrolla su propio mundo a través de la escritura, el lector hace otro tanto a través de la lectura. Cada uno de nosotros tiene su mirada particular y, fruto de ese proceso interpretativo, nace nuestra propia visión.
En los últimos libros, Masoliver ya venía reflexionando sobre la muerte. En ellos hay un cierto vuelco, en su constante ir y venir de la memoria, cuando advierte que el olvido o la muerte de quienes nos recuerdan nos devolverán definitivamente a la nada. Y tampoco nos sorprende que ahora lo vea todo como en un bucle al que no haya más remedio que regresar, se trata de algo superior a él, que vive como un agravio:
El agravio de estar maniatado
a un mismo poema, al espejismo
de sus variaciones; de regresar
a los mismos espacios de la memoria,
a las mismas trampas del corazón.
Y sigo, porque también confiesa que
Cuando estaba en mi casa
estaba prisionero en mi casa,
sollozando, inventando
paisajes. Ahora estoy prisionero
en los paisajes que he ido inventado
contemplando la casa
cerrada para siempre.
Esta idea del recuerdo nostálgico, ahora tan presente en la poesía de Masoliver, me pareció encontrarlo, o tal vez comenzaba a acentuarse, a partir de 1998, en un poemario titulado Los espejos del mar.
Amamos un jardín que está muy lejos,
un jardín que existió y que ya no existe.
Allí estábamos siempre aquellos niños
tan lejos de la casa de los padres.
Casa oscura, de ventanas podridas
por la sal, la termita y por un tiempo
tan ajeno a nosotros. Y ahora,
cuando el polvo me enturbia los recuerdos,
sólo oigo gritos, llanto, hojas de árboles,
sólo veo las luces apagadas
y llegan los ladrones con sus máscaras
a robarnos a todos los hermanos.
Regresando al jardín, a la casa y a los hermanos, uno tiene la sensación de que, tratándose del mismo tema de tantos otros poemas, de tantos otros recuerdos, aquí el paso del tiempo es más real, la nostalgia avanza y su poesía pasa de trepidante a un ritmo más pausado.
Este libro de 1998 que acabo de citarles y los siguientes que preceden a La negación de la luz son como prolegómenos, quizás la transición que necesita el poeta para, finalmente, llegar a éste, como quien llega a puerto tras un largo viaje sin saber si ése va a ser el definitivo o si todavía le quedan más puertos que visitar. Algo que el poeta desconoce, pero que entiende que puede ser la conclusión de no se sabe muy bien qué. Porque, entre otras cosas, ha llegado a esta insólita vejez más llena de quebrantos del alma que del cuerpo.
En realidad, La negación de la luz son dos poemarios, el que le da título al libro y otro, El cementerio de los dioses, que, a su vez, está dividido en dos, de modo que la obra se divide en tres partes que el autor ha venido escribiendo a lo largo de siete años. Si en los últimos libros Masoliver Ródenas nos hablaba de la muerte, en éste da un paso al frente y, casi sin nombrarla al principio, se sitúa por encima de ella, como si en todo momento estuviera viendo lo que sucede, instalado a esa altura en la que dicen haberse sentido quienes han regresado de ella —de la muerte, me refiero—, esos que han visto una luz al final del túnel un momento antes de regresar a la vida, metáfora a la que Masoliver le da la vuelta, convirtiéndola en un túnel de luz cegadora en cuyo final reina la oscuridad. En su reflexión última de la primera parte, resulta que esa luz son sombras en las sombras del tiempo y la oscuridad al final del túnel no es otra que ese instante que llamamos eternidad. Ésa es la luz que, convertida en sombras, le ha sido negada al poeta, una luz que tiene que ver con la revelación que ha esperado encontrar a lo largo de su dilatado camino, el que precede a su culminación en la eterna oscuridad. Todo es distinto desde esta perspectiva, desde esta altura nada es ni será igual que antes. El futuro que le espera, para utilizar una frase muy de moda, ya no es lo que era. Para él, sentencia, el futuro carece de recuerdos. Desde este enfoque, cabe entender que haya declarado que este libro puede representar la conclusión final de su escritura o, incluso, la apertura de una nueva etapa.