¿Qué ha cambiado por el camino? Yo diría que la perspectiva: sin renunciar a sus obsesiones sempiternas, Masoliver Ródenas ha ganado en profundidad; que, siempre tratando de encontrarse, sigue regresando a la Vallensana de su tío Juan Ramón y al jardín de la carretera de Teyá, y que, desde esta nueva atalaya, continúa revisando el pasado como lo hacía antes, ya que hay cosas que no cambian y las pesadillas lo arrastran a los abismos de la memoria donde dice que permanecen, es decir, a ese lugar donde

Están reunidos en la mesa de mármol

del pasado los ausentes,

los que viven en la soledad

de la muerte y hoy han regresado.

 

¿Y quiénes son estos personajes a los que invoca como un espiritista a su mesa? Pues ahí están los de siempre, a los que pasa revista: Diego Vera, Luis Maristany, Nissa Torrents, Borges, Manuel Puig, Javier Lentini o el tío Juan Ramón Masoliver. No sigo porque no acabaría. No son sólo estos quienes aparecen en el libro, son muchos los que estuvieron en aquel jardín de la infancia y han muerto. El poeta invoca aquí las ausencias como si ninguna de ellas pudiera desaparecer definitivamente mientras permanezca en su memoria.

Teníamos tres madres y un solo cementerio.

Se reunían los muertos en la plaza

de Ocata, bajaban por Pintor Villà

hasta el Camino Real, atraídos

por la luz de los árboles, engañados

por la música que llega desde la vida

como llegan los barcos entre árboles

atraídos por un tiempo sin tiempo

en un vano oleaje sin orillas.

 

Son recuerdos que ocupan la primera parte del libro, aunque ya hemos dicho antes que el poeta no habla sólo de recuerdos sino de geografías personales. Busca, y en su búsqueda ha encontrado, tras la negación del amor, la revelación final que es Sònia, si bien, por el camino, perdido en un ayer que no se acaba nunca, se pregunta por el significado definitivo de su existencia. Y como sea que sigue buscando, de ahí que se invente un personaje, Laura, como una necesidad para salir a flote: «Tuve que inventarme / mi pasado, esta historia que escribo / sabiendo que no es cierta / porque no existe la certeza. / Me invento a Laura y huye».

Parece que tengamos que rastrear las claves del libro en los poemas finales de cada una de las tres partes. Por lo que se refiere a la primera, el poeta nos pide reflexionar sobre el significado de este recorrido a través de un túnel de luz cegadora que lo dirige, inevitablemente, hacia la oscuridad final. Como quien tras una vida de plenitud y de vacío se arroja, dice, a un pozo sin fondo. Y ahí se pregunta si es que hay recuerdos en ese descenso, si quedará algo de nuestra vida tras la muerte. Algo que retoma en el poema final de la segunda parte, cuando ya ha abandonado su invento de Laura y surge Sònia, a la que pregunta si con la muerte se pierde todo lo que han vivido juntos, si abrirá las ventanas que dan al mar para que él pueda verla, mientras repasa esa vida plena de amor, pero también de recuerdos compartidos y de complicidades, que lo llevan a citar a Rilke, a Machado, a Leonard Cohen, Adriano Celentano o Paolo Conte. «Y si me voy ojalá no encuentre / el camino y tenga que regresar / a la cama donde estás soñando / la apoteosis de mi resurrección». «¿Qué será de mí sin ti / cuando me muera?», se pregunta entre los recuerdos otra vez geográficos de Génova, Rapallo o el Masnou.

En la tercera y última parte, titulada «El cementerio de los dioses», Masoliver confiesa vivir en la tristeza de no entender lo que piensa, porque cada vez su cerebro está más lleno de barro. Si cierra los ojos, vuela entre ángeles y cúpulas, flores y diamantes, sin embargo, al abrirlos, vuelve a ser «El ciego que no quiere envejecer humillado / y que humillado / se postra ante la muerte / y le pide clemencia». De pronto, decide regresar a casa y se da cuenta de que se ha perdido: no es que haya olvidado la calle o su nombre, lo que ocurre es que es él el que está perdido. En esto encuentra a Teresa, cincuenta años más tarde, y tienen una conversación surrealista, pero que entendemos perfectamente posible entre quienes están perdidos, y, cuando llega a la casa, «En el balcón / está mi mujer, llorando. / Si no sé quién soy, / ¿cómo puedo saber por qué llora? / La saludo. Ella me saluda. / Prosigo mi camino hacia la nada. / Allí estoy yo, esperándome». No puedo resistirme a repetir estos dos últimos versos: «Prosigo mi camino hacia la nada. / Allí estoy yo, esperándome».

Por el camino ha olvidado, de Génova, sus calles y, de Rapallo, el mar. De Venecia sólo recuerda la terrible crueldad de su belleza. Sólo oigo el silencio, confiesa. Sólo habla con difuntos. Piensa en los amigos: «Tristes, muertos, abandonados / por sus mejores mujeres. Pienso / en los problemas de álgebra / en la pizarra de los escolapios / que nunca entenderé / como nunca entiendo casi nada». Admite, entonces, Masoliver que ha venido a este pueblo a ver el culo de Mariona: «Y sólo he visto / a ancianos jugando al dominó / en las lápidas de mármol / de La Calandria».

Como ven, se trata de los recuerdos que regresan, como regresa, asimismo, ese largo poema del que les he hablado y que libro a libro conforma esa frase mía: «Todos los libros el libro». En él, el poeta vive en la intemperie, falto de protección, se busca de forma constante en un pasado que, por más nostálgico que sea, no le da cobijo y, cuando persigue el amor, sólo lo encuentra en ocasiones. Se siente desposeído de él, le es negado. Son esos recuerdos de veleros y de salitre y de Nicole «con los rizos del pubis / obscenamente expuestos». O cuando recuerda las noches de verano de entonces «en las casetas de las mujeres / desnudas junto al agua», a las que el poeta recurre para lamentarse a Sònia de que «Tú no existías. Llegaste / tarde, en el ocaso / de mi vida». A medida que nos acercamos al final, da la impresión de que el poeta se siente en tiempo de descuento y, tras ver la sombra de su alma por un oscuro corredor, se pregunta si tienen sombra las almas. Ve almas en busca de almas y sabe que lo que un día comenzó ahora está por terminar. Tampoco pierde el humor cuando anuncia que «Éstas son las últimas palabras / que escribo sobre mí. / A partir de ahora escribiré / sobre los lagartos y las lagartas / en las paredes de mi habitación».

Mi lectura, particular como todas, por supuesto, es que, con tanto final y tanta muerte, Masoliver Ródenas, en realidad, de lo que nos habla es de la vida, y es a ella a la que se aferra, porque ésta tiene muchos ámbitos y facetas. Ocurre que, si bien, hace unos años, nos desbordaba con un ritmo trepidante, ahora lo hace de un modo más pausado, que parece acompañar suavemente nuestros pensamientos, obligándonos a reflexionar. Yo creo que también ahí radica —no sólo en la temática— la profundidad poética de la que hace gala en La negación de la luz. Lo suyo es un himno constante a la vida, aunque tal vez vista desde la desolación de quien pretende atrapar algo que viene persiguiendo desde siempre y, como siempre, no lo consigue. Las lágrimas que escribe entristecen, pero no son tristes. Masoliver nos describe a nosotros mismos a la vez que nos hace partícipes de su mundo. Y su mundo es todo un mundo.

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