«El riesgo de quedar atrapada, de dejarse envolver por una telaraña tejida por silencios y relaciones ambiguas, atraviesa la escritura de una autora que merece ser rescatada»

POR IRENE REYES-NOGUEROL

¿Qué podemos amar que no sea una sombra? Las palabras de Hölderlin permanecen como un eco durante toda la lectura de El Sur, novela de Adelaida García Morales publicada junto con Bene en 1985. En ambos relatos, la ausencia, lo innombrable, la atracción de lo que se desvanece sin remedio marcan la mirada inocente que se esfuerza por comprender lo que solo se puede leer entre líneas. El riesgo de quedar atrapada, de dejarse envolver por una telaraña tejida por silencios y relaciones ambiguas, atraviesa la escritura de una autora que merece ser rescatada.

Como datos biográficos pertenecientes a la infancia y a la adolescencia (periodos esenciales en la composición de estas dos historias), de Adelaida García Morales se destaca su nacimiento en Badajoz en 1945, su traslado a Sevilla (la ciudad de sus padres) a los trece años y su tardía escolarización, compensada por las clases particulares que su propia madre le ofreció y que aparecen reflejadas en la obra que nos ocupa. Tras comenzar los estudios de Filosofía y Letras y unirse al grupo de teatro Esperpento, terminó licenciándose en Madrid, donde también cursó la especialidad de Guion en la Escuela Oficial de Cinematografía y conoció a Víctor Erice, su pareja durante más de dos décadas y el director de El Sur, película basada en el relato homónimo de la autora y reconocida por la crítica como uno de los largometrajes más fascinantes del cine español, a pesar de ser una obra mutilada (el productor decidió acortar la propuesta inicial de Erice por considerar excesivo el presupuesto).

García Morales ejerció como profesora de Filosofía y Lengua Castellana y Literatura en centros de Educación Secundaria, pero también trabajó como modelo, actriz y traductora. Tras pasar cinco años retirada en La Alpujarra granadina, debutó como escritora en 1981 con Archipiélago (finalista del Premio Sésamo), novela a la que siguió el volumen que incluía El Sur y Bene, así como El silencio de las sirenas (con la que alcanzó los Premios Herralde e Ícaro). Adelaida confesaba adorar los personajes marginales y quizá se sintiera reflejada en ellos a tenor de su trayectoria vital y política, bastante cercana al anarquismo. Murió en su casa de Dos Hermanas (Sevilla) en 2014.

Mañana, en cuanto amanezca, iré a visitar tu tumba, papá. Ya en el inicio de El Sur, contada desde el presente de la narradora, la figura del padre ausente destaca sobre todas las demás y se convierte en el motivo central de un relato que gira en torno a la relación –amable en ocasiones, tensa en otras- entre Adriana, la hija que crece en el silencio de un «hogar» extraño y poco afectuoso, y Rafael, su atormentado y solitario padre. A pesar de su inocencia o quizás gracias a ella (hay veces en que solo los niños acceden a la comprensión de un mundo que escapa a la razón), Adriana admira, reconoce y respeta la «magia» (Rafael es zahorí y no solo sabe encontrar agua, sino toda suerte de objetos con un péndulo que enseña a utilizar a su hija) de ese padre que vive aislado. A sus ojos, Rafael es una especie de brujo, un hechicero, un ser especial que había llegado de otra tierra y al que ella recuerda (o mejor, imagina) en una especie de trance que lo convierte en un ser mítico, más soñado que real. 

Y llegamos a uno de los «personajes» principales de la novela y el que le da título: el Sur, ese espacio, idealizado por la nostalgia, que ejerce una atracción tan fuerte en la memoria de Rafael que no le permite siquiera un intento de ser feliz en otro lado, un lugar y unas circunstancias que su entorno actual desconoce casi por completo y contra los que su mujer siente que no puede competir

Desde las primeras páginas, García Morales presenta la imagen de un padre al que Adriana adora envuelto en una especie de bruma, una sombra que pasea su nostalgia por los rincones de una casa donde habitan otras tres figuras femeninas (Teresa, Josefa y Agustina) que susurran sus críticas hacia el personaje masculino, un hombre ateo, extraño, «anormal», que no se ajusta a las reglas sociales imperantes, una especie de héroe romántico a los ojos de una niña, un don Álvaro que se salta las convenciones y que, al igual que el protagonista del duque de Rivas, tendrá un destino trágico. 

Mientras que Agustina aparece como un personaje de fondo, una sirvienta apática, sin apenas caracterización, Josefa se muestra de un modo muy definido; es quien ejerce el poder en la casa y quien trata de dominar también a Adriana. Curiosamente, no forma parte de la familia, es una «recogida». Teresa, la madre, la tomó bajo su protección al conocer los malos tratos y humillaciones a los que la sometía su marido y que la condujeron incluso a la prostitución. No deja de ser llamativo el modo en que, desde el principio, Josefa, como una fanática conversa, asume un rol de autoridad moral, una Torquemada que nadie se atreve a cuestionar y que, en las sobremesas de costura y charla, logra convencer a Teresa sin dificultad de que en Rafael habita el germen del mal y de que esto lo terminará condenando. 

Esta idea, que repite incansablemente, acaba por instalarse en el personaje de la madre, fácilmente manipulable. De este modo, en la casa se manifiestan dos fuerzas enfrentadas: la inquisitorial de Josefa, una especie de Bernarda Alba, obsesionada por lograr la pureza de espíritu y eliminar cualquier idea del pecado, y la «herética» de Rafael, que no se ajusta a esos moldes convencionales diseñados por una sociedad cerrada y oscura, al modo de otras ya retratadas en la literatura española (baste recordar los asfixiantes mundos presentes en las tres grandes tragedias lorquianas).

Pero Josefa no se contenta con anular la figura paterna hasta transformarla, de un modo maniqueo, en un personaje diabólico a los ojos de una Teresa entregada a la causa, sino que también pretende moldear el carácter de Adriana. Conforme se acerca la comunión de la niña, Josefa actúa como su mentora espiritual y la somete a continuas confesiones en busca de faltas, por mínimas que sean, que demuestren cómo germina en ella la herencia maldita de Rafael. Y, a pesar de que la niña nunca reniega de la religión, sí tiene una preferencia evidente por esos «milagros» que Rafael solo comparte con ella y que la hacen sentirse valorada, como si fuera la aprendiz de un mago o la cómplice de un ser fascinante que decide honrarla con una atención que niega al resto de las mujeres de la casa, cuyo trato el padre rehúye en todo momento.

Frente a esta extraña y estrecha relación paterno-filial, que se irá deteriorando con el tiempo, el vínculo que une a Adriana con su madre parece mucho más débil. El único dato que se menciona sobre la vida anterior de Teresa es su condición de maestra, sin título desde la guerra, pero que tiene aún el don de despertar en su hija el interés por cualquier materia. A los ojos de la narradora, la madre es un personaje relegado a un segundo plano, arrastrada por los silencios de su esposo, incapaz de iluminar las sombras que rodean a Rafael desde que abandonó la luz de ese Sur mítico, donde conoció otro amor mucho más intenso, una mujer con la que todavía mantiene correspondencia y donde incluso dejó un hijo. Tras su matrimonio, Teresa comprueba con tristeza que su existencia como esposa se verá limitada a amar calladamente a un hombre que nunca va a corresponderla. Ese mismo dolor, producido por el desamor, la termina desligando afectivamente de su hija y la lleva a refugiarse en la seguridad que le ofrece el autoritarismo de Josefa, cuyos consejos acata como auténticos mandamientos.

Y llegamos a uno de los «personajes» principales de la novela y el que le da título: el Sur, ese espacio, idealizado por la nostalgia, que ejerce una atracción tan fuerte en la memoria de Rafael que no le permite siquiera un intento de ser feliz en otro lado, un lugar y unas circunstancias que su entorno actual desconoce casi por completo y contra los que su mujer siente que no puede competir. Solo al principio de la novela el personaje de Adriana parece capaz de traer hasta Rafael algunas ráfagas de luz «sureña» que iluminen sus tinieblas. Pero eso pasará pronto. 

En una novela que destaca por su escasa acción y por la indagación en la psicología de los personajes, hay un momento fundamental tras el que se acelera el ritmo narrativo y se precipitan los acontecimientos hasta el suicidio de Rafael. Este punto culminante, que abre estructuralmente la segunda parte, es el viaje de los padres de Adriana a Sevilla, a ese Sur añorado de una manera tan radical por el protagonista masculino. 

García Morales nunca explica qué sucede en ese periodo de tiempo en que la niña no aparece, ya que la narradora es, a la vez, un personaje del libro, Adriana, y, por lo tanto, no baja a Sevilla. El texto está narrado siempre en primera persona y el punto de vista es subjetivo; eso acentúa la ambigüedad de una novela donde son esenciales el secreto, las conversaciones en voz baja, lo que queda sin aclarar. Sin embargo, es evidente que, tras este «viaje» exterior e interior, Rafael quedará finalmente atrapado por recuerdos que le van a impedir seguir adelante con su vida; se convertirá en una especie de árbol trasplantado, incapaz de florecer bajo otro clima que el que lo vio nacer, un naranjo que se marchita poco a poco hasta secarse por dentro. 

Y, frente a ello, otro «personaje», otro espacio protagonista: el de la casa familiar, el entorno que, tras el viaje, ya no es solo asfixiante sino que se torna también decadente: las paredes, los suelos y los muebles se agrietan y acumulan polvo, el jardín es invadido por la maleza, todo se corrompe. Este espacio refleja magistral y metafóricamente el abandono de unos padres ausentes, que condenan a su hija a una soledad absoluta. Tras su regreso, Rafael, el hombre al que Adriana adoraba, se encierra por completo en sí mismo y corta cualquier vía de comunicación con el mundo que lo rodea. Desaparecido el misterio mágico que lo unía a su hija y su propia voluntad de vivir, este personaje se convierte en un ser apático, entregado a la nostalgia y a la autodestrucción. Y Adriana, entonces, aparece debilitada, sin raíces ni asideros, una niña que ha agotado todos sus recursos para intentar conectar y comunicarse con un padre al que comienza a ver como un ídolo caído y al que contempla, en la lejanía, como una sombra: Tú parecías expulsado de alguna tierra, caminabas errante, sin saber a dónde dirigirte.

Sin embargo, antes de la desconexión total, del adiós definitivo que supone el suicidio del padre, hay una última conversación con la hija. Es muy breve pero muy reveladora de lo que es esta novela, una charla plagada de pausas y sobreentendidos, en la que Rafael parece querer abrirse a Adriana por un instante. Es su despedida de la hija y del mundo, su epitafio, y pronuncia las que quizás sean las palabras más significativas y duras de este libro: El sufrimiento peor es el que no tiene un motivo determinado. Viene de todas partes y de nada en particular. Es como si no tuviera rostro. En apenas dos líneas, García Morales condensa la dimensión aplastante de un estado depresivo, el dolor sin origen ni explicación ni cura, la angustia del desterrado que nunca podrá regresar a otro tiempo, la melancolía que ensombrece y devora el alma, la que mata. 

Tras este suicidio, que da inicio a la tercera parte del libro, se vislumbra que efectivamente la herencia «maldita» del padre sobrevive en la hija, solitaria e incomprendida por su entorno, al igual que el padre, pero que se resiste al espanto que le supone la idea de la ausencia radical de Rafael, su no existencia. Por eso, Adriana va a tratar de recuperar su imagen y de comprender su esencia, esa que pervive en el pasado. Y el libro vuelve, como en un círculo, a su comienzo, a la búsqueda de la tumba del padre, a una edad más adulta aunque aún joven de Adriana. Esta decide viajar a Sevilla, en un intento de poner nombre a los espacios del padre y a quienes lo acompañaron en esa vida anterior que tanto lo marcó. Va entonces en busca de Gloria Valle, una mujer sin más entidad para Adriana que la de la amante con quien su padre se carteó durante años. Y la encuentra, en medio de una casa reducida a escombros e invadida por la naturaleza y la ruina, en una especie de oasis paradisíaco que habita junto a un joven que termina reconociendo como su hermanastro. Se nos describe un lugar mínimo, un territorio de seguridad y pureza al margen de los destrozos del tiempo, un mundo ajeno al dolor, inventado por las manos de Gloria, para evitar el dolor del hijo y honrar la memoria del padre. De este, solo les queda un recuerdo físico: una foto de dos jóvenes quinceañeros disfrazados de don Juan y doña Inés, dos amantes también románticos, también atemporales. Las máscaras y el poder de las metáforas, los secretos tras los símbolos.

Es su despedida de la hija y del mundo, su epitafio, y pronuncia las que quizás sean las palabras más significativas y duras de este libro: El sufrimiento peor es el que no tiene un motivo determinado. Viene de todas partes y de nada en particular. Es como si no tuviera rostro. En apenas dos líneas, García Morales condensa la dimensión aplastante de un estado depresivo, el dolor sin origen ni explicación ni cura, la angustia del desterrado que nunca podrá regresar a otro tiempo, la melancolía que ensombrece y devora el alma, la que mata

Hasta estas últimas páginas, no se logra vislumbrar el Sur más que como un paraíso perdido, un Edén del que Rafael ha sido expulsado, una Sevilla que no es la postal folclórica, alegre y vital de la mayoría de representaciones, sino una ciudad de luz y silencio, de callejuelas vacías que parecen respirar con una serenidad de siglos, un lugar que reconecta a hija y padre. Pero es especialmente con Miguel, el hijo de Gloria y su medio hermano, con quien Adriana establece una conexión semejante a la que tenía con Rafael. Como reflejo de ese vínculo paterno-filial, Adriana provoca una fascinación en Miguel que bordea el incesto y que el muchacho describe como algo mágico en su diario: Ella me estaba esperando donde y cuando se le antojaba, y yo, sin saberlo, sin pensar en ella siquiera, iba como un sonámbulo hasta el lugar donde estuviera, como si ejerciera un fuerte poder sobre un lado de mí que yo mismo desconocía. En el Patio de los Naranjos, en los restos del Circo romano de Itálica o en cualquier espacio unido al pasado, Adriana encuentra a su hermanastro como en un hechizo, replicando el poder de ese péndulo que su padre le mostraba de niña. Y el embrujo continúa.

En esos días que la protagonista pasa en Sevilla, en ese tiempo sin tiempo, García Morales compone un retrato de un Sur misterioso: las campanas como único sonido de fondo, una atmósfera ungida por una claridad que revela y oculta, claroscuros creados por un sol que ilumina fuerte pero que también provoca sombras. 

Final abierto y ambiguo de este Sur extraño, como surgido de un encantamiento, nostalgia y fuente de la devastación de un hombre, lugar donde habitan las raíces de una luz que crea y que destruye. El Sur es un estado de ánimo.

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