Jorge Volpi
Partes de guerra
Alfaguara
240 páginas
POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

Jorge Volpi (México, 1968) no se había caracterizado hasta fecha reciente por llevar a sus novelas la violencia mexicana que en tantos autores se ha erigido en protagonista de su literatura. De Élmer Mendoza a Laura Baeza, de Fernanda Melchor a Emiliano Monge es posible rastrear la crueldad de una sociedad tensa y llena de desigualdades, a la que el tráfico de drogas ha venido a dar la puntilla. Sin embargo, Volpi se ha mantenido como al margen de esa tendencia testimonial y ha abordado otros asuntos, más interesado por otros temas, como la ciencia. Sí se ocupó de la violencia mexicana en Una novela criminal, (Premio Alfaguara, 2018).

Con todo lo reduccionista que una aseveración así conlleva, se puede decir que ha preferido un cosmopolitismo que ha sido seña de identidad de su generación (la llamada del Crack en oposición al Boom), compartida por Pedro Ángel Palou, Eloy Urroz o Ignacio Padilla, todos ellos con estudios o estancias profesorales en el extranjero. Están estos (Padilla ya no vive) en una posición intermedia entre las miradas a lo autóctono que caracterizaron a Carlos Fuentes y otros, sus mayores, y la vuelta a la problemática nacional, afrontada de muy diversas maneras, por la promoción posterior.

Pero en Partes de guerra (2022), Volpi dirige su atención a la violencia, bien que distinta a la más conocida del áspero norte, tan permeada por el narco. Aquí son unos púberes atolondrados los que desatan la ira, y la acción transcurre en la frontera sur, Chiapas, en la linde fluvial con Guatemala, donde la inmigración presiona, primer paso de los centroamericanos en esa carrera de obstáculos que es su viaje a los EEUU. Para investigar las hondas motivaciones de un crimen, cuyos asesinos se conocen desde el principio, se traslada un equipo de estudiosos universitarios. Y es aquí donde entra en acción la otra trama de la novela, que se entremezcla con la del suceso sangriento y que, aunque no haya asesinato de por medio, resulta ser igualmente detectivesca.

La narradora que abarca ambas líneas narrativas es Lucía Spinosi, una chica que ha padecido una familia desestructurada (sin madre y con padre alcohólico), como los casi niños que han manchado sus manos de sangre. El centro de esa segunda historia es Luis Roth, fundador de un imaginario Centro de Estudios en Neurociencias Aplicadas de la Universidad Nacional Autónoma de México y ex profesor de ella. La neurociencia siempre ha interesado a Volpi, y esta abraza a la violencia en el libro. Y es de destacar que la bisagra que une el crimen preadolescente con la historia de Luis es, constantemente, la propia narración, pues Lucía se dirige a él en segunda persona como en un memorial justificado por la súbita muerte, por accidente, del neurólogo que dirige el equipo.

Sería un error que en la valoración del libro la atención basculara demasiado hacia el crimen. Tanta importancia o más tiene, mar de fondo, la indagación en el polifacético Luis Roth con sus enredos, hombre con mil caras y auténtico encantador de serpientes que seduce a todos cuantos lo conocen y que tiene mucho que ocultar. Hay aquí un roman à clef que funciona perfectamente sin conocer sus antecedentes. En muchas ocasiones la narración parece inverosímil, cuando en realidad Volpi es en ella más velado notario que autor de ficción.

Seguramente tendrá explicación, pero chirría que alguien de apellido Roth, judío, sea de familia muy católica. También, cierta corrección política y acaso sobren algunas transcripciones de mensajes de los chicos. Podría también creerse que Roth desaparece llegado cierto momento con la rudeza en la que en alguna serie de televisión un personaje sufre accidente mortal porque el actor ha sido contratado para otra producción o no le han renovado el contrato. Pero todo sigue la partitura de la realidad, que no es tan simple y a menudo parece invención.

El final de Partes de guerra sorprende sin ser gratuito. Por la penúltima frase se entiende mejor todo el libro. ¿Era necesaria? Sí. Con ella se hace transparente el carácter reincidente de Roth, su depredadora voracidad sexual.