POR  CARLOS BARBÁCHANO

El 19 de diciembre de 1998 presenté a César López en una de las salas del Ateneo madrileño poco antes de que dictara una conferencia sumamente original, «Impregnación cubana en la novela de Ganivet».

Nos dejó en abril del nefasto 2020, pero César era y sigue siendo uno de los poetas más notables de la generación cubana de los años cincuenta, aquella que siguió a la inolvidable generación de Orígenes: la de Lezama Lima, Eliseo Diego, Gastón Baquero, Fina García Marruz, Cintio Vitier y el primer Virgilio Piñera, por anotar solo sus figuras más señeras. La de los cincuenta o de la Revolución agrupó, entre otros, a poetas como Baragaño, Sarduy, Marré, Jamis, Díaz Martínez, Retamar, Branly, Pablo Armando, Alcides, Arrufat, Padilla, los hermanos Oraá, Álvarez Bravo, Raúl Luis…; pocas veces en la historia de la literatura un territorio relativamente abarcable ha dado tantos y tan buenos poetas. A lo que cabría añadir: y tan buenos músicos, cantantes, bailarines, pintores, cineastas… Cuba, en síntesis, se convirtió a lo largo del pasado siglo en uno de los focos culturales más potentes de la humanidad.

Pero retomemos a César, que era, además, mi amigo, razón por la que me cupo la satisfacción de presentarlo ante la audiencia ateneísta que acudió a la conferencia impartida con motivo del centenario de Ganivet. A César y a ese centro de irradiación cultural que era su casa.

La casa de César –dije entonces– está en ese corazón abierto de La Habana que es el Malecón. En medio del Malecón. Es una casa grande, medio descascarillada por el salitre y el sol implacable del trópico. En permanente estado de rehabilitación. Pero se mantiene sólida y acogedora, resistiendo todas las embestidas posibles, del mar y del mal. No sé cuántas veces ha entrado el mar en su interior, salinizando, todavía más si cabe, los libros de los bajos, entresuelos y principales de sus estanterías, las patas de todos los muebles y las macetas de sus plantas, que ya son medio acuáticas. No sé cuántas veces los amantes de lo ajeno han entrado en su casa, despojándola de sus objetos más valiosos; entre ellos, una magnífica colección de cuadros de los mejores pintores cubanos del siglo, que tenía la plusvalía afectiva de haberle sido personalmente entregada por todos y cada uno de sus amigos los plásticos, que así llaman allá a quienes del pincel hacen su arte. Los libros todavía están, y espero que estén por mucho tiempo; son objetos espirituales más livianos pero menos codiciados por los amantes de lo ajeno; necesitan, entre otras cosas, mucho más tiempo y conocimientos para afanarlos. En medio de estos avatares, del llamado periodo especial, que ahora habría que llamar especialísimo, la casa de César López permanece. Como permanece su dueño.

Entre 1989 y 1995 tuve el extraño privilegio de que los azares de la vida me llevaran a La Habana, donde «fungí», permítanme decirlo asimismo en cubano, como agregado cultural de la Embajada de España en la isla. A los pocos meses de mi llegada me presentaron a César y pronto frecuenté su casa. En él y en ella encontré la colaboración impagable, el refugio a veces indispensable. Quienes me conocen, quienes me conocieron, saben que fui un diplomático ocasional muy activo; debo confesar que sin la ayuda de César no hubiera podido hacer ni la mitad de las cosas que hice; de las cosas buenas, se entiende. César tenía siempre el consejo justo, la opinión equilibrada, audaz y prudente a un tiempo, la llave de casi todas las puertas. Juntos hemos luchado, y espero que podamos seguir luchando, por aportar nuestro granito de arena a la anhelada reconciliación entre todos los cubanos de buena voluntad, que son muchos. Juntos trabajamos por lograr el reencuentro en esa rica y común cultura cubana, donde se funden las raíces africanas e hispánicas, que sobrepasa las fronteras físicas y los condicionamientos políticos. Ese mestizaje que nos hace y nos sostiene, como César gustaba decir.

Vivo ejemplo de ese deseo fue el primer encuentro que reunió en Madrid a escritores del interior de la isla y del exilio, bajo el genérico de La Isla Entera, para celebrar el medio siglo de la revista Orígenes, y que simultáneamente homenajeó al gran Gastón Baquero en noviembre de 1994 en la Casa de América y en la madrileña Universidad Complutense. Conseguir el permiso de salida de los poetas de la isla se convirtió en un verdadero pulso entre nuestro Gobierno y el castrismo, pues hasta pocas horas antes de volar a Madrid las autoridades cubanas denegaban los visados. Recuerdo con emoción la llamada de César para pedirme que acudiera inmediatamente a su casa. Lo hice sin demora y me encontré en el porche de la vivienda al grupo de escritores invitados al encuentro, pero hasta entonces varados, prorrumpiendo en aplausos mientras me acercaba, radiantes de felicidad porque acababan de obtener los permisos de salida. En aquella intensa semana madrileña se produjo el primer encuentro en España entre creadores de la isla y del exilio, casi todos pertenecientes a la generación del cincuenta, que en algunos casos llevaban veinte años sin verse. Como coordinador del evento desde la Embajada y persona que atendió al conjunto de invitados tuve el privilegio de participar de la fraterna emoción que unió por unos días a amigos separados por el radicalismo ideológico. Dos años después, en febrero de 1996, y coincidiendo con el fin de mi misión en Cuba, tuvo lugar un segundo encuentro, centrado entonces en la narrativa cubana; pero en esa ocasión no se logró la salida de los escritores de dentro. En mi equipaje de mano traía el valiente texto del poeta y narrador Roberto Sánchez Mejías, que fue leído testimonialmente en esa incompleta convocatoria. Pero la semilla estaba echada y la revista Encuentro de la Cultura Cubana, que en la primavera del 2000 homenajeó precisamente a César López, se convirtió en uno de sus más hermosos frutos.

 

POESÍA, ENSAYO, PEDAGOGÍA

Si hubiera que elegir un título de entre sus numerosos poemarios, ensayos y ediciones, me quedaría con los Tres libros de la ciudad, uno de los más lúcidos testimonios de la fusión entre poesía e historia; una trilogía donde la ciudad fabulada y la ciudad real se funden en un solo crisol. Parte de su ciudad natal, Santiago de Cuba, pero, conforme avanza la trilogía, el arco se dilata y llega a abarcar no solo ya lo cubano, ahondando en las características esenciales de la propia cubanía, sino lo universal.

Primer libro de la ciudad aparece en Ediciones Unión, La Habana, en 1967. Las pequeñas cosas, casi secretas, en las que apenas se repara, la cotidianeidad, la intrahistoria de la ciudad preside esta primera entrega. Segundo libro de la ciudad se publica en Barcelona en 1971 al obtener el Primer Premio de Poesía Ocnos; expurgado, ya que algunos de sus poemas podrían haber sido prohibidos por la censura franquista. Habrá que esperar a 1989 para que se edite íntegramente en La Habana; el libro sufrirá, como su autor, el silencio que en su propia nación impuso la década ominosa, la de los años setenta. Ahora lo particular cede paso a lo histórico, a los eventos revolucionarios, a lo sucedido en su propio país, mediante un dificilísimo intento de libertad y objetividad poética en el que la vida prevalece sobre la historia. «El poeta –señala con acierto Jorge Luis Arcos– apresa la historia en el centro de su devenir, cuyo eje es la contradicción, la paradoja. No quiere ello decir que el poeta no tome partido. Precisamente lo aleccionador, lo notable de este libro, es que no se puede dudar de que el poeta toma partido por la revolución, en su sentido etimológico de transformación profunda, lo que no significa que exprese la perspectiva de partido político alguno».

Ese difícil equilibrio entre la objetividad y el compromiso es lo que logra César en estos poemarios a través de un tono conversacional, tan propio de su generación, en el que conjuga fundamentalmente dos personas narrativas: la tercera, representada en la figura emblemática del viajero, y la segunda, predominante en la tercera entrega, donde viajero y poeta dialogan entre sí en un discurso reflexivo, salpicado a veces de incertidumbre, que logra acercar lo local a lo universal, proyectar el presente y lo circunstancial al futuro y lo general. Tercer libro de la ciudad, donde, como en su poemario Quiebra de la perfección, combina sabiamente –por decirlo en palabras de Álvaro Pombo– ironía y compasión, aparece de nuevo en España, esta vez en la sevillana Renacimiento y en 1997. Efraín Rodríguez Santana reúne las tres entregas bajo el título Libro de la ciudad en Ediciones Unión, La Habana, 2001. Un par de años antes, en 1999, César López, el cronista de la ciudad, recibe el Premio Nacional de Literatura, controvertida distinción, pues en muchos casos suele aplacar el espíritu crítico de los creadores de la isla.

Su obra narrativa, de marcada originalidad, está presidida por la idea del absurdo inherente a la condición humana, tan presente en los convencionalismos y hábitos sociales; el absurdo y el irracionalismo en línea con sus admirados Virgilio Piñera y su excepcional La carne de René y Ezequiel Vieta, autor de una insólita novela, Pailock, a quien precisamente dedica su primera colección de cuentos, Circulando el cuadrado, expresivo título que aparece en 1963. Ámbito de los espejos, su nuevo libro de relatos, lo publica Letras Cubanas en 1986.

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