Ignacio Martínez de Pisón
Castillos de fuego
Seix Barral
698 páginas
Donde Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza,1960) brilla con especial intensidad es cuando delimita un espacio determinado en un momento de nuestra reciente historia que nos sirve para iluminar nuestro presente. No de otra manera construyó Galdós ese magnífico mosaico de la vida española en el siglo XIX que es su obra, adscrita, aunque no siempre, a Madrid, ciudad a la que dio entidad de personaje literario,como hicieron con París y Londres Balzac y Dickens –autor del que Galdós gustaba sobremanera hasta el punto de que en 1868 publicó su traducción de Los papeles póstumos del Club Picwick. Martínez de Pisón, al igual que Galdós o Balzac, frecuenta una literatura que exige un plan, sólo que ese plan no adquiere ese tono apriorístico del XIX donde existe una voluntad, pareja a la idea de progreso, de dotar a una época de una idea y comprobar luego que esa idea se encarnaba en personajes provistos de una personalidad arrolladora,de una sola pieza, esos personajes de tono épico,único, que nos dio la narrativa del siglo XIX, desde Víctor Hugo a Tolstoi y que resumen como ninguna obras como Los miserables o Guerra y Paz.
Toda épica exige que esté respaldada por una comunidad, que es la que le otorga legitimidad. Esa épica, en el imaginario decimonónico, surge del pueblo, sustento del nuevo concepto de nación, nacido de la Revolución Francesa. De ahí ese incontrovertido personaje que se extiende como mancha de tinta en las novelas de la época, y que admiten todas las gradaciones de donde vienen personalidades como la Fortunata galdosiana o el Jean Valjean de Los miserables, personalidades que exigen su contrapartida en personajes malignos o, por lo menos, de una rigidez y sentido desmesurado del deber, tal como Javert persiguiendo a Valjean durante años sin que le tiemble el pulso… La época exigía un paisaje en blanco y negro que se transforma en una amplia gama de grises en el siglo XX y que alcanza la total disolución en la narrativa posmoderna. Basta con comparar cualquier novela histórica del XIX (tal como El último de los mohicanos, que Feminore Cooper publicó en 1826, cuando no hacía treinta años que los Estados Unidos se habían independizado) con El plantador de tabaco, de John Barth, publicada en 1960 y que trata de la épica de la fundación de Maryland donde los personajes se saben ya sujetos de texto y no aspiran a creerse personas de carne y hueso. La consecuencia para la novela histórica es trascendental porque ahora todo es cuestión y consecuencia del relato mismo: si en Ana Karenina, de Tolstoi, se nos aparece un perro pensando y no nos causa sorpresa alguna, en la narrativa posmoderna todo es ya texto, y desde luego, lo que hasta entonces hemos denominado lo real alcanza cotas de pesadilla como las habidas en El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon, donde la realidad es ya pura proyección paranoica.
Permítaseme tal digresión porque en cierto modo nos ayuda a entender la específica narrativa de corte realista de Ignacio Martínez de Pisón y su modo de insertar sus tramas dentro de un determinado momento histórico y de la que es ejemplo señero su última novela, Castillos de fuego.
La narrativa de Martínez de Pisón creo representa dentro de la tradición realista española el modo más logrado de hacer pervivir esa tradición que parte de Galdós, y que se decanta en un modo más moderno en el estilo impresionista de un Pío Baroja, donde la realidad surge en gran parte del propio impulso del personaje y que se resiste a ser engullida en la intertextualidad posmoderna. En Martínez de Pisón, en cambio, el modo de abordar el tiempo histórico viene determinado por su carga simbólica, a la que se atiende de modo especial. Ocurre así, por ejemplo, si relata el destino de tres mujeres en el Transición Española en El tiempo de las mujeres. Pero también en Enterrar a los muertos, donde el tema, el asesinato del escritor José Robles en nuestra guerra civil y la consiguiente ruptura de John Dos Passos, amigo de Robles, con Hemingway por su sospechoso silencio, le lleva a un tratamiento casi ensayístico de la narración. O también en su celebrada La buena reputación, donde da cuenta de las relaciones familiares del pueblo sefardí en la Melilla de los años del Protectorado, en una novela en la que detrás de las anécdotas, de las pequeñas historias, se esconde el interrogante de la imposibilidad de redimir nuestra miserable condición como testigos mudos de la Historia.
Y donde alcanza Martínez de Pisón cotas superiores es en esta última Castillos en el aire, una crónica acerba, terrible, del Madrid de la inmediata posguerra en los años en que transcurre la Segunda Guerra Mundial, cuya oculta influencia en el destino de los personajes es determinante. Comienza con el recorrido por la sierra de Madrid del entierro de José Antonio camino del Valle de los Caídos y finaliza con el Desfile de la Victoria del año 45, el más vistoso de los acontecidos, donde el Régimen sacó pecho frente a los Aliados, y asesinato de Eloy, uno de los principales personajes del libro que después de la ejecución, en el Campo de las Calaveras, del traidor Trilla, poco antes de incorporarse al Maquis, es arrestado por la Guardia Civil.
La novela se sitúa en dos planos: el de la Crónica, el de la Historia, así, con mayúsculas, con el de la intrahistoria, por decirlo en términos unamunianos. Así, por un lado, asistimos al entierro del fundador de Falange o la rehabilitación de Jacinto Benavente con la asistencia de Dionisio Ridruejo en una muy fina secuencia del autor que destila ironía por todas partes, o la conversación que tienen varios jerifaltes falangistas entre los que se cuenta Arrese sobre la homosexualidad de Felipe Ximénez de Sandoval y el trato de favor que le hace, para cubrirlo de fatales consecuencias, Ramón Serrano Suñer; o la magnífica descripción de la excursión de Ridruejo con sus íntimos de Falange en el Parador de Gredos, donde da cuenta de su experiencia en la División Azul. Pero por otro lado, también conocemos a esos personajes anónimos en un Madrid arrasado por el miedo y que hace que esta novela en algunos momentos logre esa magnífica recreación del hampa de las narraciones de Patrick Modiano en el París ocupado, ese París mítico por mor de la literatura convertida ahora en un bulevar periférico. Así, Eloy, roba por salvar la vida su hermano; Alicia, la taquillera de cine, es despedida por colaborar con su novio Eloy en el robo de la recaudación de la taquilla; Basilio, el catedrático que se obsesiona por su rehabilitación y termina siendo el subalterno de un antiguo alumno suyo; Matías, el falangista que trafica con los objetos robados en las casas burguesas en la guerra; y sobre todo Valentín, el soplón por excelencia, capaz de cualquier villanía con tal de, al modo de la antigua limpieza de sangre inquisitorial, ocultar que perteneció a las Juventudes Comunistas y que acaba perteneciendo a la Brigada Político Social. Y además de estos personajes de relieve, un coro enorme formado por costureras, guardias civiles, falangistas, policías, sin que al autor se le olvide una visita a la Dirección General de Seguridad, en una serie de secuencias y retratos que hacen de esta novela una de las más ambiciosas escritas sobre la posguerra que se hayan escrito, todo ello con una querencia de totalidad que me recuerda el espíritu de la serie de los Campos de Max Aub.
Y sin olvidar el paisaje en que todos estos personajes sobreviven con el miedo pegado al cuerpo y al alma, pues es el tiempo de los chivatos, de la delación interesada e incluso gratuita, esa terrible Waste Land en que se ha convertido Madrid, ciudad que Martínez de Pisón recrea con una prolijidad en los detalles que termina por diluir un tanto el aspecto de crónica realista de la novela y la inscribe en una suerte de hiperreralismo, pues se trata de nominaciones de edificios y lugares que en algunos casos no reflejan la atención prestada por los personajes si la crónica se atuviera a parámetros realistas. Así sucede con la nominación del cine Europa y el guiño sobre su adscripción al estilo buque, o con la descripción de los edificios Titanic en la Avenida de Reina Victoria. Es la parte, por llamarla de alguna manera, tipo John Barth: somos hijos de nuestro tiempo y la textualidad forma ya parte de nuestro más íntimo carácter.