Mario Martín Gijón
La Pasión de Rafael Alconétar (Novelaberinto)
KRK
746 páginas
La obra literaria de Mario Martín Gijón se ha caracterizado por la incursión en diversos géneros: la poesía —su último libro se titula Des en canto (2019)—, novelas cortas como Un otoño extremeño (2017), o colecciones de relatos como Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos (2012), galardonado con el xxxiv Premio Tigre Juan. Esta nueva novela, que se ha ido gestando durante casi diez años, no solo desborda en extensión a las anteriores, sino que también lo hace en ambición, logrando algo que está al alcance de pocos escritores en la actualidad: fundir la experimentación lingüística y la construcción de la historia, el humor y el pensamiento, la intensidad y el exceso, la seriedad y la ironía.
Desde el título y la imagen de la cubierta, el nombre de su protagonista invoca el castillo extremeño de Garrovillas de Alconétar, también llamado de Floripes, que perteneció a los templarios y que hoy se encuentra bajo las aguas: símbolo de la resistencia y del individuo excepcional frente a un entorno mezquino y adocenado que le condenará a la lapidación o la fuga. Su «Pasión» obliga, por tanto, a realizar una lectura dilógica del relato: Rafael Alconétar es un profesor universitario dionisiaco, un cínico en el sentido antiguo —ha llegado para invalidar la moneda en curso—, amante de la literatura y profundamente vitalista, que reniega del hombre-masa unidimensional; sin embargo, a la postre, será expedientado por sus superiores y sometido a martirio precisamente debido a esa heterodoxia, por haber venido a traer no la paz, sino la espada (Mt 10:34). Crónica de una muerte anunciada, la narración arranca en un presente ahogado por el fracaso y la memoria doliente: los antiguos discípulos de su taller literario rememoran la figura de Alconétar en una sucesión enfebrecida de monólogos interiores, que van reconstruyendo un rostro polimorfo ante los ojos del lector. La escritura polifónica y carnavalizadora de Martín Gijón utiliza hábilmente el perspectivismo y el cambio de focalización para mostrarnos, a ojos de sus evangelistas y sus verdugos, una figura fascinante: mesías para unos y charlatán para otros, insolente, seductor, culto, hedonista, soñante de lo imposible, pensador utópico, náufrago en medio de una ciudad levítica que, como la Vetusta de La Regenta, duerme la siesta eterna de sus convenciones, mezquindades y renuncias. Esta actitud de agente provocador recuerda a películas como La edad de oro, de Buñuel, o Teorema, de Pier Paolo Pasolini. Lo dice Allen Ginsberg al comienzo de Howl: «[…] expulsados de las academias por locura y por publicar odas obscenas en las ventanas del cerebro».
Entre un amplísimo retablo de personajes son seis los principales: Susana Cordero, Pedro Muñoz, Dolors Cavall, Josué Pérez Williams, Antonio Tejedor y Jaime Becerril, el impostor o Judas, para quien los miembros del taller literario eran en realidad una secta. En torno a ellos gravitan examantes, compañeros de departamento, poetastros, resentidos, tartufos, parásitos o simplemente ignaros. Algunos lectores quizás puedan llevar a cabo una lectura en clave, sacando a relucir nombres y apellidos reales detrás de la ficción, enderezando los espejos curvos, pero, a mi juicio, esta obra desborda cualquier pretensión de referencialidad mecánica y simplificadora. No se trata de un libelo, aunque no renuncie a la invectiva. La ética-estética alconetariana, que hunde sus raíces en el romanticismo y en los maudits, se podría sintetizar en estas líneas: «Escrivivíamos, como decía Rafael, la no-vela, la no-sueña de nuestra existencia de soñadores bien despiertos y alertas. Por eso lo desvelaba y rebelaba el éxito de los mediocres, que le revelaba la hegemonía del mal gusto, de lo sin vuelo y resultónu». Y en otro lugar: «Lite-ratura, arte de ratas o mejor dicho de ratés, una rature o ta-chón que nos trazó la vida pasándonos por encima, marcándonos como reses apartadas, con esa tache indeleble». Porque Alconétar es también un Bartleby, un escritor partidario de la enjundia del no, que desprecia la fama y los espejismos del mercado editorial, que no aspira a ningún escalafón ni cargo con el que medrar.
¿Un libertino? Sí, pero en el sentido que le da Michel Onfray a este término en su Théorie du corps amoureux: aquel que se guía por una moral autónoma y no se deja avasallar por nadie. Espoleado por la santa lujuria y por el precepto del non serviam, nuestro protagonista anhela lo que llama «el presente saciado», de ahí que el erotismo y la literatura se sirvan en la misma taza. Dolors recuerda las palabras de su amante, cuando le confesaba que el sexo «se basta para ofrecer una tregua al mundo, pues solo las pasiones intensas fijan el destino de las personas». Como advirtió Georges Bataille, la literatura rompe la economía burguesa basada en la razón y en el ahorro, introduciendo la falta de interés material (así el lujo, el juego o la sexualidad no encaminada a la reproducción). «Se trata de ir versatirizando, de la mañana a la noche», recuerda el discípulo Pedro Muñoz. Alconétar y sus files son partidarios del ocio frente al trabajo, critican la literatura subvencionada e invitan al viaje y lo inesperado contra la rutina y las clerecías académicas. Según Susana Cordero, su enseñanza principal podría resumirse en la necesidad de inventar la vida, ideario por donde notamos que se filtra la luz arrebatadora de Rimbaud y la energía de las vanguardias.
Pero, por encima de todo, La Pasión de Rafael Alconétar es una fiesta del lenguaje. Se hibridan lo intelectual y lo canalla en un banquete donde afloran poemas, correos electrónicos, fragmentos teatrales, conversaciones callejeras o anagramas mordaces. Radicada en la modernidad más que en la posmodernidad, la escritura opípara de Martín Gijón es deudora de una tradición que convoca a cada página: el babelismo de Joyce, la creatividad verbal de Cortázar o Julián Ríos, los ejercicios de estilo de Queneau, el sarcasmo erudito de Miguel Espinosa o la fruición por la paronomasia y el calambur de Cabrera Infante. Los frecuentísimos guiños intertextuales y los homenajes conectan con la poética alconetariana basada en la corporalidad, el mestizaje y el vagabundeo, de ahí también la tendencia paródica, que toca tanto a textos literarios —las Soledades gongorinas, Historia del ojo de Bataille, «El infinito» de Leopardi, «Vuelta de paseo» de García Lorca, las Cartas marruecas de Cadalso— como a repertorios bibliográficos o topónimos. Escrituras al fin del placer y del deseo frente al capitalismo voraz y al yo bunkerizado en sus rancias beaterías o banderías.
A primera vista, tal vez se pudiera afirmar que Mario Martín Gijón ha querido escribir una novela sobre el fracaso y la derrota, una epopeya del perdedor o del mártir, a juzgar por las vidas grises que llevan en el presente los nostálgicos talleristas del maestro. Creo, más bien, que La Pasión de Rafael Alconétar narra una caída heroica, pero es precisamente la persistencia de esa caída en la memoria de los otros lo que hace valer su semilla revolucionaria y la verdad de su profecía o de su mito.