Ricardo Menéndez Salmón
El Sistema
Seix Barral, Barcelona, 2016
328 páginas, 19.90 € (ebook 12.99 €)
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

En los últimos años asistimos a un resurgimiento de la novela distópica, subgénero que, en Un mundo feliz (1932) o 1984 (1949), Aldous Huxley y George Orwell definieron como parábolas sobre la libertad del individuo frente al control del Estado. Si en otras literaturas destacan obras como La posibilidad de una isla (2005), de Michel Houellebecq; El método [Corpus Delicti. Ein Prozess] (2009), de la alemana Juli Zeh, o El Libro de las cosas nunca vistas (2014), del holandés Michel Faber, en la hispánica los ejemplos abundan: desde Cero absoluto (2005), de Javier Fernández, a 2020 (2013), de Javier Moreno; de Plop (2002), del argentino Rafael Pinedo, a Iris (2014), del boliviano Edmundo Paz Soldán, por nombrar sólo algunos. A pesar de que la novela histórica sigue surtiendo de best sellers los escaparates, esta literatura prospectiva, aunque más reducida, atrae el genio de algunos escritores.

Es el caso ahora de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), cuya trayectoria novelística, con una decena de títulos anteriores, aúna dilemas filosóficos (no en vano el autor es licenciado en dicha disciplina) con un cuidado estilístico cada vez más raro en la novela española de nuestros días. Más influido por lecturas centroeuropeas y francesas, por Onetti o Benet, que por la novela norteamericana hoy tan dominante, la orfebrería de su prosa se caracteriza por engastar comparaciones osadas, imágenes poéticas; se trata de un autor cuyos dos primeros libros, casi desconocidos, fueron poemarios (La soledad del grumete y Konstantino Kavafis vierte lágrimas arcádicas, cuyos temas, por cierto, no dejan de estar relacionados con El Sistema). La cuestión ontológica del mal centró sus primeras novelas, en especial la conocida como «Trilogía del Mal» (La ofensa, sobre un crimen de guerra nazi; Derrumbe, sobre la violencia adolescente, y El corrector, sobre los atentados de Atocha), mientras que La luz es más antigua que el amor ahondaba en los enigmas de la creación artística y Niños en el tiempo, en el misterio de la paternidad relacionándolo osadamente con la infancia de Jesús. Pero si por algo se distinguen sus novelas es por la radical novedad que, al aparecer, muestra cada una de ellas frente a las anteriores. Como apuntara certeramente Eloy Tizón, el asturiano ha hecho «de la negativa a acomodarse una disciplina de lucidez» y, si bien hay autores que dan a sus lectores lo que creen que éstos están esperando, Menéndez Salmón no teme provocarlos. Al fin y al cabo, en su caso, lo único que esperamos es que nos sorprenda.

Su última novela, El Sistema, supera ampliamente en extensión a las anteriores, y no deja de retomar, sin agotarlos, hilos pendientes de aquéllas. Como es habitual en las novelas del asturiano, la obra se articula en cuatro partes («En la Estación Meteorológica», «En la Academia del Sueño», «En el Aurora» y «En la Cosa»), cada una narrada desde una ubicación y perspectiva distintas (tercera, primera, segunda persona), que en este caso desarrollan la peripecia del que sólo es nombrado como «el Narrador». Habitante de un futuro hipotético de nuestro mundo, en el cual la globalización se ha organizado férreamente en un Sistema que divide (tópico ineludible de estas ficciones prospectivas) a la humanidad en Propios y Ajenos, exclusión inclusiva sustentada sobre el temor y el desconocimiento del Otro, el Narrador asiste a la crisis y colapso del Sistema desde su puesto de vigilante solitario.

Menéndez Salmón no nos abruma con la descripción de avances tecnológicos, excepción hecha del fármaco T29, síntesis que suprime el sueño en sus pacientes y que, paulatina y consecuentemente, va borrando sus memorias. Su novela se interesa más por la especulación sobre el poder, la opresión y la rebeldía. Como siempre, la novela futurista habla también de nuestro presente. El Sistema, organizado en «islas» bautizadas con sustantivos definitorios, va mostrando pronto las identidades de sus divisiones. Así, «Empiria», la isla que, víctima de un supuesto accidente nuclear, es relegada a la categoría de los «ajenos» se nos revela como Grecia, en una fácil metáfora de la crisis helena vista de manera empática. «Realidad» no es sino España, «Poliplástico» Japón y «la Innombrable» Alemania, país donde «barbarie y cultura son una sola cosa, el mismo juego, idéntico logos», y de donde es oriundo el doctor Klein, que en la Academia del Sueño dirigirá el tratamiento del Narrador. Para Menéndez Salmón, que escribió esta novela en Bamberg con una beca para escritores, las tierras germánicas están inextricablemente ligadas al exterminio nazi y, a través del pasado del padre de Klein, criminal de guerra, nos asomamos al misterio de la banalidad del mal en torno al cual giraban La ofensa y Medusa. Con todo, la revelación de las correspondencias entre las islas y los países actuales daña el poder sugestivo de esta historia al cerrar esas zonas de indeterminación de las que hablaba Ingarden, más aún cuando, en casos como el de Empiria, el paralelismo griego salta a la vista del lector menos avisado.

Pero El Sistema, sobre todo en su primera parte, es también una historia sobre la soledad y sus demonios. No por nada, la situación inicial del Narrador evoca la del teniente Giovanni Drogo en El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, y, sobre todo, la misión de Aldo, protagonista de El mar de las Sirtes de Julien Gracq, escritor por el que el gijonés siente verdadera devoción. El Narrador descubrirá, con ocasión de la enfermedad que le lleva de vuelta a casa, que vive el exilio de un exilio, y que su verdadero hogar está en la Estación Meteorológica: «Como un farero, ese oficio extinto [], el Narrador se vigila a sí mismo en esta soledad. Él es su mar y su luz. Al hacerlo se descubre, se define y se explica. La soledad es la verdadera metafísica». También se evoca inevitablemente el poema «Esperando a los bárbaros» de Cavafis, que es parafraseado, y que ya diera título a la primera y genial novela de J. M. Coetzee. Como en éste, y al contrario que en Cavafis, los bárbaros sí llegarán, aunque serán menos ajenos de lo que la propaganda sistémica había hecho creer al Narrador.

La tercera parte, «En el Aurora», la más morosa, es quizás la menos original. Concebida como un viaje mítico en barco (medio de transporte tan obsoleto para el futuro descrito), el exceso simbólico con el que quiere cargarse este desplazamiento náutico acaba por perjudicar la sencilla intensidad que caracteriza las mejores páginas del escritor asturiano. Los pasajeros del Aurora son argonautas, pero también tripulación que acompaña a Odiseo; es el viaje de Arthur Gordon Pym (tiene Menéndez Salmón un sagaz ensayo sobre Edgar Allan Poe), y hasta el Arca de Noé. El «Juego» de miles de piezas que se suministra a los pasajeros y que lleva a la locura a algunos sólo se alude, no se describe, y, si la elipsis puede sugerir en algunos casos, en otras es un fácil recurso para escapar a un ahondamiento de la trama.

El Narrador, lector voraz en un tiempo en que la literatura se habría convertido en una ocupación casi extinguida, condimenta su narración con citas de Céline, Nietzsche, Kafka, Gide, Conrad, Musil o Coover, entre otros. Más interesantes son las iluminaciones que va recibiendo sobre la escritura y que, aisladas, podrían formar una sintética poética narrativa. Así, el descubrimiento de un detalle artístico imposible de captar sin una lupa de aumento le lleva a concluir la dignidad de la obra al margen de su recepción. Al igual que «lo importante en una actividad humana no es el resultado, sino el proceso», la historia debe ser «escrita o contada como si nadie fuera a disfrutarla. La recompensa de la virtud es la propia virtud». Pero ¿cómo contarla? Para el Narrador, hay «dos estrategias posibles: prosa exaltada o mirada entomológica, plétora o precisión».

Mitómano apasionado, se identifica con personalidades históricas, como la del bolchevique Anatoli Lunacharski, que impulsó el célebre juicio a Dios por crímenes contra la humanidad, o la del doctor Tulp de La lección de anatomía de Rembrandt, lienzo sobre el que medita sin descanso. La sensibilidad visual del Narrador nos regala descripciones inolvidables: el tránsito entre icebergs del Aurora, el pez agonizante que salta desde el buche abierto de un pelícano muerto; simbolismos múltiples que quedan resonando en la convicción del Narrador de que «la vida ama las metáforas» y «el mundo es una sinestesia».

La narración no ahorra los golpes de efecto y, a medida que el Narrador, en la heteróclita compañía de su «falange fraterna» (un niño sin piernas con poderes divinatorios, una zahorí, una pareja de mellizos incestuosos, ella embarazada), avanza en busca de «el Dado» como de un nuevo El Dorado cuya existencia se duda hasta el final, nos precipitamos en una catarata de acontecimientos. El Narrador cree que ciertos gestos encierran la dualidad de «resultar ridículos y memorables a un tiempo». Él, por su parte, se ha decidido al impudor convencido de que sólo la pasión permite el conocimiento, quizás por lo mismo que el autor abandonó la filosofía como instrumento de indagación en favor de la literatura.