Mercedes Halfon
Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz
Colección Vidas Ajena. UDP
159 páginas
POR RAQUEL GARZÓN

Tres «performances invisibles» de 1947 ejemplifican para Mercedes Halfon el tono transgresor, de a ratos disparatado y decisivo de los 24 años que vivió Witold Gombrowicz en Argentina, escribiendo la mayor parte de su obra y empujando la literatura más allá de las páginas, mientras se convertía en leyenda.

La primera de esas escenas es la traducción colectiva al español de su primera novela, Ferdydurke, publicada una década antes, realizada en la confitería Rex de Buenos Aires, donde el escritor jugaba al ajedrez por horas. Traducción que financió Cecilia Benedit, amiga de Gombrowicz y encomendada a latinoamericanos que no hablaban polaco (el cubano Virgilio Piñera, entre ellos) y a un polaco, el autor, que manejaba un castellano de batalla. El resultado, rico en palabras inventadas (cuculeito, facha…), fue una reescritura alucinada que fascinó a Gombrowicz, porque ponía en acto su deseo imposible de hallar una forma para la inmadurez. La crítica ignoró el libro.

Una segunda «chiquilinada genial» es la conferencia «Contra los poetas», escrita en español y pronunciada en la librería Fray Mocho. Frases como: «Declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren», merecieron insultos e incluso un bastón que arrojó alguien del público, para satisfacción de Gombrowicz, polemista decidido a cuestionar las formas cristalizadas de la cultura. «A veces me gustaría mandar a todos los escritores al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigrana verbales para comprobar qué quedará de ellos entonces», afirmó a modo de manifiesto en la nota introductoria.

Ricardo Piglia, que consideraba a Gombrowicz un escritor argentino y lo homenajeó en Tardewski, un personaje de su novela Respiración artificial (1980), caracterizará ese español aprendido en los bares del puerto a partir de «la circulación sexual y el encuentro con desconocidos» como un «idioma de la desposesión». La extranjería al cuadrado.

Un conde polaco en Buenos Aires

«Vagamente conde, pero auténticamente aristócrata», como lo llamaba Ernesto Sabato, Gombrowicz recaló en Buenos Aires en agosto de 1939 «por casualidad». Había sido invitado como periodista junto con otras personalidades al viaje inaugural del Chobry, un crucero de bandera polaca.

Cuando días después le ordenaron al barco volver a Inglaterra (los nazis acababan de invadir Polonia y la Segunda Guerra Mundial empezaba a rugir), en un impulso que tardaría en explicarse, eligió el exilio. Bajó a la carrera del buque con dos maletas y 200 dólares (unos 4000 € de hoy). No hablaba castellano; no tenía red ni trabajo en Argentina, pero podía oler las trincheras y las prefería lejos.

Ese es el comienzo cinematográfico de la existencia suramericana del autor de El casamiento (1945), un rapto de casi un cuarto de siglo, que incluyó bohemia y privaciones inimaginables y lo llevó a malvivir en pensiones, almorzar en velorios de desconocidos y ocuparse alternativamente como periodista, profesor particular (dentro y fuera de la comunidad polaca) y oficinista para ganarse la vida.

Ese es también el inicio de Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz, la investigación de Mercedes Halfon que sigue a «Witoldo» desde su fascinación y largos paseos iniciales por el barrio de Retiro y el puerto de Buenos Aires hasta las marcas actuales del escritor en la ciudad, cuando nombrarlo es santo y seña de la literatura descentrada y la creatividad libérrima.

Al elegir la extranjería, Gombrowicz escogió el extrañamiento, la excentricidad, la periferia. La tercera acción de 1947 subrayada por Halfon va en esa línea. Publica como broma, un único número de Aurora. Revista de la Resistencia, en la que dispara contra la revista Sur, Parnaso de la cultura argentina, e ironiza acerca de algunos de sus escritores consagrados: Borges, Victoria Ocampo, Arturo Capdevila y Enrique Larreta (Borges, recordemos, decía no haber leído nunca a Gombrowicz aunque ambos ganaron con el tiempo el premio Formentor, que Witold recibiría ya en Europa, en 1967, un año antes de su candidatura al Nobel).

Elogio de la inmadurez

Cuando llegó a la Argentina, tenía 35 años y era conocido en los salones de Varsovia por Ferdydurke (1937), una novela satírica y experimental en la que exploraba, con el tono del teatro de marionetas, los que serían sus grandes temas: un elogio de la imperfección y la inmadurez, lo inacabado y la juventud, frente a la opresión de la cultura y de la Forma (así, con mayúscula), como estereotipo.

El libro de Halfon, pródigo en estampas imborrables, se lee como una novela de aventuras: las peripecias de un escritor al que la guerra deja varado en el fin del mundo, donde escribe una obra de vanguardia prohibida en su país e ignorada por casi todos hasta que, décadas después, la traducción al francés de Ferdydurke, en 1958, y la representación parisina en 1963 de El casamiento, una de sus obras teatrales, dirigida por Jorge Lavelli, inician el camino del reconocimiento global.

Quienes busquen el origen del mito lo encontrarán (spoiler: el «Maten a Borges» con el que se despidió en el puerto antes de regresar a Europa en 1963, no se ha verificado), pero hallarán también herramientas (preguntas, relaciones) para pensar la literatura, su detrás de escena, formas de consagración y circulación.

El anecdotario es jugoso: de la huída nocturna de una pensión que no pudo pagar por falta de dinero a la tranquilidad que le granjearon sus siete años como empleado del Banco Polaco, donde escribió bajo la mirada crispada de algunos compañeros su segunda novela Trans-Atlántico (1951), ambientada en Argentina. Esa sátira en la que habla de polonidad y de exilio mientras «una nave corsaria contrabandea una fuerte carga de dinamita para hacer saltar los sentimientos nacionales», fue pionera al presentar «un personaje abiertamente gay en una obra de ficción y seguirlo en una larga travesía».

Halfon criba testimonios (directamente o a partir de libros esenciales como Gombrowicz en Argentina, de Rita Gombrowicz, con quien se casó en 1968). Revive los viajes debidos al asma y su mala salud (se detiene en Tandil, entre 1957 y 1960, donde conocerá a lectores jovencísimos de su obra, Rubén Vela, Mariano Betelú y Jorge Di Paola, escritor que alimentará su legado). Recorre lo que queda de sus lugares porteños (el Club Polaco que aloja la «Gombroteca», con sus libros y archivo personal; el edificio de Venezuela 615, en el barrio de Monserrat, entonces una pensión y en el cual existe hoy «Witolda», una librería a puertas cerradas) y elabora su matizada versión del que Deleuze consideraría junto con Joyce y Borges «el tercer mosquetero de la vanguardia».

Escritora atípica ella misma, como lo prueban los sutiles El trabajo de los ojos y Diario pinchado (que abre con una cita del Diario argentino), no edulcora peculiaridades ni contradicciones del biografiado. Gombrowicz era un hombre difícil. Veía en toda conversación una ocasión de esgrima y no parecía haber sosiego en su idea de la amistad. «No quería mucho a las mujeres» y algunas de sus opiniones sobre ellas son generalizaciones pobres. Egocéntrico sin hipocresía (basta leer la primera entrada de su Diario), leía poco y la política no le interesaba nada.

Los 50 son años fecundos. En 1951, publica por entregas como escritor en el exilio Trans-Atlántico en Kultura, revista principal de la emigración polaca en París. Está prohibido en Polonia, pero lo leen; es alguien sobre quien hay que pronunciarse. A partir de 1952, cobra por estas publicaciones y sus finanzas mejoran. Para esa revista escribirá su Diario, inspirado en el de André Gide, libro que le ha recomendado Alejandro Rússovich, uno de sus más entrañables amigos argentinos.

Implacable y de humor corrosivo, el Diario es su obra mayor; en él se recrea y escenifica una relación íntima entre literatura y vida. Empieza a escribirlo en 1953 y no lo abandonará hasta poco antes de morir, en 1969. Pero a contramano de los papeles de escritor habituales, no nace privado sino público, confiando en que lo hará célebre. Escribe desde el Cono Sur, pero sabe que su público está en otra parte. «Es como un diario en el aire», afirma Alan Pauls, autor de Cómo se escribe el diario íntimo, entrevistado por Halfon. «Le permite decir cualquier cosa y eso es algo muy atractivo, modifica mucho las reglas del género». Pauls invita a leerlo como el diario de un impostor.

El artefacto que construye Halfon multiplica sus resonancias con las miradas de otros autores sobre la onda expansiva de Gombrowicz (César Aira, Luis Gusmán…). La marca, si la hay, es haber aprendido de él a desmarcarse, la desmitificación y el humor. En su testimonio, Martín Kohan, autor de La vanguardia permanente, se detiene en el «cortocircuito» Gombrowicz: es en sí mismo un margen, señala, porque es europeo, pero periférico. Siempre opera así, desarmando algo. Desestabiliza, pero no propone otra centralidad.

Gombrowicz dejó Argentina en 1963 con intención de regresar, invitado por la Fundación Ford a Berlín. Poco antes de su partida y veinticuatro años después de su llegada, la revista Eco Contemporáneo publicó el primer dossier sobre su obra. Nunca volvió. Murió en Francia, en 1969. Había escrito y vivido con desparpajo, al margen de cualquier canon. Ese talante pervive: en 2014 el Congreso Gombrowicz reunió en Buenos Aires a 600 ponentes internacionales y más de mil asistentes. Ciertas apropiaciones y recreaciones del legado gombrowicziano propuestas allí desconciertan a sus seguidores más devotos.