Rodrigo Hasbún
Los años invisibles
Literatura Random House
160 páginas
POR FRAN G. MATUTE

En el marco de la tan interesante como pertinente colección «Mapa de las Lenguas», iniciativa promovida por las editoriales Alfaguara y Literatura Random House desde la que se pretende dar mayor visibilidad intercontinental a un seleccionado grupo de escritores (entre ellos, la argentina Selva Armada, la colombiana Pilar Quintana, la uruguaya Fernanda Trías, la chilena Nona Fernández, el mexicano Emiliano Monge, el español Sergio del Molino…, y así hasta veintiún países hispanohablantes representados) mediante la publicación simultánea de algunas de sus obras tanto en España como en Latinoamérica, es posible encontrar esta magnífica novela del boliviano Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) de título Los años invisibles (2019). Seleccionado en su día por la revista Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español y autor hasta la fecha de novelas como El lugar del cuerpo (2007) y Los afectos (2015) y libros de relatos como Los días más felices (2011), la literatura de Hasbún ofrece en esta su última creación una suerte de perfección formal de incómoda madurez que –como también ocurre con la literatura de Andrés Barba o Patricio Pron-podría dar lugar a ver en ella cierta frialdad, de tan esculpida que se presenta su escritura, pero que sin embargo no altera en ningún momento la capacidad de transmisión de las indudables emotividades que el texto contiene. Hay de hecho unos cuantos pasajes absorbentes en Los años invisibles que, además de gastar eso que algunos críticos denominan «calidad de página», terminan introduciendo al lector en toda una hondonada de verdaderas sensaciones. Los diálogos son por otro lado portentosos, de lo más rítmicos, demostrando Hasbún un fino oído para ellos. 

Es probable que la indudable cuestión generacional sobre la que pivota esta novela, protagonizada por un grupo de adolescentes de clase pudiente en la Cochabamba de mediados de la década de 1990, genere mayor identificación en según qué lectores. Dicha identificación no vendrá desde luego por las escuetas (aunque vívidas) referencias ambientales que aparecen en el texto (ese grunge que suena –que se vive aunque no suene-de fondo…) sino por la increíble capacidad que tiene Hasbún de llevarnos a través de la palabra a ese punto exacto de la memoria colectiva que la gran mayoría comparte sobre aquellos turbulentos años de formación (ese primer acto de amor, esa primera fiesta salvaje…). Hay en todo caso un amago de cántico (entre amargo y heroico) al período histórico, como puede leerse en la página 62, donde Hasbún pone en boca de uno de sus personajes, ya adulto: «Nosotros fuimos la última generación que creció sin internet ni celulares, ¿te das cuenta? Por eso somos una generación tan enferma de nostalgia». Y ciertamente es palpable cierto halo nostálgico en Los años invisibles, cuyo título se conecta con esos más que comunes procesos defensivos de vaciado de memoria que tantos jóvenes se han visto alguna vez obligados a realizar sobre determinados hechos vitales del pasado, tan contundentes y definitorios como dolorosos de recordar. Quiero pensar aun así que las coordenadas de tiempo y lugar en las que se mueve la historia aquí narrada se desdibujan ante la universalidad de las sensaciones que se describen, al igual que ocurre en otras novelas recientes –y me vienen ahora mismo al recuerdo, por ejemplo, las espléndidas Autopsia, de Miguel Serrano Larraz, que vio la luz en 2013 gracias a la editorial Candaya; y Arena, de Miguel Ángel Oeste, publicada el año pasado en Tusquets-que han lidiado con una intensidad similar variantes equivalentes de juveniles (de)formaciones sentimentales.

Destaca en Los años invisibles su estructura, amparada en una alternancia temporal de relatos que muestran, en primer lugar, troncalmente, el pasado de la pandilla protagonista y sus vivencias mientras que, desde la óptica presente, dos de sus miembros se reencuentran en Estados Unidos más de veinte años después para hablar de lo anterior. Uno de ellos, Julián, ha escrito una novela precisamente sobre aquellos «años invisibles» –fragmentos de la cual conformarán los capítulos de la novela de Hasbún que lidian con el relato pasado–, que es leída ahora en el tiempo presente por una de sus amigas de antaño, testigo de excepción de los hechos sobre los que se basa lo allí narrado. Dicho así de enrevesado, soy consciente de que podría estar transmitiendo una imagen incorrecta de las pretensiones formales de la novela, que no trata en ningún momento de pasar por un experimento metaliterario, todo lo contrario. Pero la forma en Los años invisibles importa y mucho a efectos narrativos, pues es justo la conjunción de un relato con el otro lo que aporta vida a la historia que aquí se nos cuenta. De hecho, en un detalle aparentemente nimio pero que ayuda sin duda a dar corporeidad a la verosimilitud del elocuente juego de voces propuesto, Hasbún decide que las identidades de todos los componentes de la pandilla (salvo la de Julián) se ofrezcan camufladas, gracias a su conversión en personajes por parte del escritor. Así, la amiga que leerá la novela de Julián será identificada en todo momento como «la que llamo Andrea», pues Andrea será el nombre con el que aparecerá en la ficción que aquel ha escrito. En esta decisión formal de identificación late de fondo un interesante debate acerca de las verdades que pueden alcanzar los textos narrativos basados en experiencias biográficas, ya que por más que se asuma que la realidad de la que nacen no será nunca pura, pues se encontrará ya lógicamente deformada no solo por el paso del tiempo sino por la inevitable subjetividad del que escribe, quedará en todo caso demostrado que lo que late en las páginas escritas por Julián, donde tantos silencios han quedado quizás por primera vez verbalizados, sigue resultando igual de incómodo que entonces, al menos para sus protagonistas, al menos para la que aquí se llama Andrea.

Qué duda cabe que tras la «invisibilidad» de los años a los que Hasbún hace referencia en el título de su novela se esconde un momento fundacional del trauma colectivo que, a modo de vórtice, ha ido arrastrado hacia su interior todos los recuerdos asociados al mismo, anegando por completo lo que debiera ser el recuerdo inmaculado de una adolescencia si no plenamente feliz al menos sí vivida en plenitud. De este modo, mientras que la novela de Julián es, al menos en sus inicios, aparentemente elusiva con esos hechos, la contralectura que le ofrece Andrea a partir de lo que ve en el manuscrito permitirá al lector no solo ir rellenando los huecos que faltan en la historia sino detectar ciertas falsedades (así como sus motivaciones) incorporadas por Julián al relato de ficción. Al final, por desgracia, todas las cartas quedarán puestas boca arriba sobre la mesa, en una extraña decisión estética que quizás sea lo único verdaderamente cuestionable dentro de una novela tan precisa, pues tras haber planteado el conflicto con tanta delicadeza narrativa, el desvelamiento sin paños calientes de los sucesos que dieron origen al drama comunal, demasiado truculentos para la historia en clave menor que Hasbún elegantemente proponía, termina por explicitar de forma un tanto artificiosa los procesos de transformación que sufrirán a posteriori algunos de los personajes.

Los años invisibles se presenta en cualquier caso como una novela sólida en tanto que solidifica una propuesta literaria singular como es la de Rodrigo Hasbún, que aquí desde luego transmite la sensación de entregarse a cada página con talento, profesionalidad y fruición.