Las bibliotecas lo impresionaban. Se zambullía en ellas durante horas aunque el día siguiente padeciera, encerrado en su habitación, fuertes dolores de cabeza e irritación en los ojos. Cargó por todos lados con su archivo, sus libros y su flauta: nunca sabía cuándo los necesitaría. Su equipaje fue incrementándose durante las cuatro décadas en las que deambuló por el mundo: un periplo en el que conoció lugares como Atenas, Troya y Moscú; Estambul, Venecia y San Petersburgo. El «venezolano más universal» no dejó lugar sin comentar, idea sin redondear, personaje famoso sin conocer, amante sin probar.
Francisco de Miranda (1750-1816) es conocido como el precursor de la independencia venezolana e hispanoamericana. El bicentenario de su fallecimiento se conmemoró el 14 de julio, fecha escogida casi a propósito para morir, pues es la misma que señala la del inicio de su querida Revolución francesa (él es el único latinoamericano cuyo nombre figura en el Arco de Triunfo de París). Masón de alto grado, Miranda acabó en la infecta cárcel gaditana de La Carraca encerrado pero no derrotado, acallado pero no silenciado, viejo pero no envejecido. Entregado al enemigo por sus propios compañeros de lucha, aún ese episodio cainita no está del todo claro: ¿fue traicionado con vileza por el joven Bolívar y los demás mantuanos, o sólo se trató, como él mismo vaticinara, de otro bochinche más de ese bochinche incierto que fueron las guerras de independencia? Una imagen sí tenemos que dar por verdadera: ni en La Guaira, ni en Puerto Rico, ni en Cádiz, ni en ningún lugar, Miranda abandonaría su vicio confesable, el vicio de la lectura.
Sólo por eso hay que volver a su vida, a su archivo, la Colombeia, un Himalaya de papeles –al decir de José Luis Salcedo Bastardo–, patrimonio documental de la humanidad para la unesco. Fue un hombre que merece ser celebrado no como el militar de guerras incansables, sino como el civil inteligente, diplomático agudo y lector voraz que fue. Francisco de Miranda: un ilustrado que se codeó con personajes insignes como Washington, la zarina Catalina ii, Haydn, Napoleón y Bolívar porque él también lo fue, y de primer orden. Que siga siendo un héroe al que imitar para los venezolanos del futuro depende también de nosotros y de nuestra memoria, siempre tan corta.
EL PRIMER LECTOR
Probablemente en el futuro seguirán apareciendo numerosos ensayos, biografías y novelas en torno a la figura, la vida y la obra de Francisco de Miranda, conocido como «el Precursor», aunque sería una especie singular de precursor: un precursor que antecede pero que se queda. Y, seguramente, cada vez que se cumpla una nueva efeméride mirandina, alguien se sentará a leer el monumental archivo, la Colombeia, y terminará escribiendo sobre los fabulosos hallazgos que le deparará el tiempo que dedique a hurgar en esas páginas.
Nunca sabremos quién será el último lector de Miranda, pero quizá se pueda identificar al primero: él mismo, que, con 21 años, a bordo de la fragata sueca Príncipe Federico, se sentó a convertir en palabras todo cuanto veía y todo aquello que computaba. El propio Miranda fue el primer lector de las cosas que vio y que sin duda impresionaron su imaginación: «Vimos unos monstruosísimos peces que llaman ballenatos y muchos pájaros blancos con la cola muy larga… Se vieron muchos pejecitos que volaban y así los llaman, voladores».[i] Contempló en el cielo caribeño el campo de estrellas que se extendía sobre su cabeza; oyó el chapoteo constante y adormecedor del agua contra la proa; sintió los labios salados por el aire y las salpicaduras; perdió la vista con el brillo inconmensurable del sol caribeño; experimentó la sensación de moverse de un lugar a otro flotando indefenso en la inmensidad azul del océano. Sus sentidos todos se abrieron a un mundo nuevo para él, que nunca había salido de su ciudad; el mundo se le ofrecía entero y no tardaría en tomar conciencia de ello. Y, con el deseo de dejar por escrito el inicio de su nueva vida cuando salió de Venezuela hacia España, empezó a levantar el Archivo, que sigue siendo fuente inagotable para conocerlo y para conocer el tiempo que le tocó vivir. La lectura y la escritura son dos actividades, no hay que olvidarlo, indispensables para llegar al verdadero hombre que fue Francisco de Miranda. No en balde escribió una vez en su diario: «Me he quedado en casa leyendo con gusto y provecho. Oh, libros de mi vida, qué recursos inagotables para alivio de la vida humana».[ii] De allí, de los libros, y de la reflexión acerca de lo que los libros enseñan tomaba Miranda los «recursos inagotables» para seguir adelante. Por eso la formación de su preciada biblioteca también es otro aspecto que se debe tener en cuenta. Ramón Andrés señala en un texto al respecto que «las bibliotecas privadas, con mayor acento a partir del siglo xviii, adquirieron la significación de unos espacios destinados a la generación de sentido, instrumentos de irremplazable valor que facilitaban el acceso a las claves del conocimiento. […] Sus muros cerraban un recinto invulnerable donde la perspectiva de los estantes conformaba una metáfora: la acumulación de la sapiencia, dispuesta en hileras, desvelaba desde sus pasadizos el secreto último de las cosas. […] La biblioteca permitía mirar al exterior, muy a lo lejos, desde un sitio oculto».[iii] Ese espacio de silencio universal que rodea la biblioteca personal, como bien lo supo Montaigne, es el lugar más sagrado para cualquiera que quiera desarrollar un pensamiento propio. Y Miranda lo quiso, y fue consciente de ello, prácticamente desde el principio de su vida adulta. Al hablar de la desaparición de la biblioteca de Miranda –producida cuando la madre de sus hijos, Sarah Andrews, quedó viuda y muy necesitada–, Pedro Grases señala su gran valor: «La biblioteca fue luego subastada por la casa Evans de Londres en 1828 y 1833 con asistencia de un nutrido público de compradores que adquirieron la totalidad de las piezas puestas en venta. […] Nos cabe únicamente hoy en día la posibilidad de reconstruir la exacta fisonomía de esta biblioteca, de gran valor por “el exquisito surtimiento de obras raras, clásicas y selectas ediciones”, como la definía en el oficio de ofrecimiento el ministro Antonio José de Irisarri».[iv] Y, al final de su vida, Miranda dejaría instrucciones precisas para que sus libros clásicos griegos fueran donados a la Universidad Central de Venezuela, como muestra de agradecimiento y de amor a su país.
MIRANDA, EL FICTICIO
Con la vida que tuvo, es muy fácil imaginarse todo tipo de novelas, relatos, obras de teatro, poemas y demás basados en sus visicitudes, pero sorprendentemente, en el terreno de la ficción, en estos doscientos años que han transcurrido desde su fallecimiento, es más bien poco lo que se ha escrito. Por lo menos, a la hora de compararlo con la cantidad de textos de no ficción: claramente hay muchas menos ficciones. Pero hagamos un pequeño recorrido por las ficciones.
Quizá una de las primeras personas en Venezuela que escribiera sobre la existencia de Miranda fue un autor que yo quiero llamar el «Miranda Inmóvil», un personaje de una vasta cultura, semejante a la de Miranda, con su mismo apetito por los libros y obsesivo polígrafo que todo lo consigna. Me estoy refiriendo al fraile Juan Antonio Navarrete, que vivió prácticamente toda su vida en Caracas, encerrado en su convento, ocupando varias celdas donde coleccionó centenares de libros y donde escribió varios títulos y donde durante más de treinta años fue creando el único libro que conservamos de él: el Arca de letras y teatro universal, una enciclopedia que, semejante a las Etimologías de Isidoro de Sevilla, quiere contener todo el saber en orden alfabético. En dicha obra, Navarrete da cuenta, en 1806, de la fracasada expedición mirandina a las costas de Coro y Ocumare: «Por los meses de febrero y marzo se han puesto en armas todas las tropas por todas las bocas y puertos de las costas de Caracas, por las invasiones y amenazas del enemigo inglés. Se han hecho rogaciones públicas en la ciudad, hasta con sermones. Un tal don Francisco Miranda, patricio de Caracas, anda fomentando la sublevación y tiene inquieta la provincia, anda por el mar y se hacen diligencias por apresarlo. […] Por el mes de julio día 11 se hizo en Puerto Cabello la justicia de diez reos, entre otros varios, que se cogieron en una goleta que acompañaban al citado Miranda, y venían a hacerse dueños con él del gobierno y pueblos. Se les cogieron entre el barco las banderas, armas, papeles, patentes de nombramiento en oficios y empleos de la provincia, que ya daba Miranda supuesto por suyo todo. Pero todo se quemó por mano del verdugo en público cadalso en la plaza de la ciudad de Caracas el día 4 de agosto».
Una aparición «estelar» la hace Miranda durante las luchas en defensa de la primera república venezolana, la conocida como «la Patria Boba», en un Corrido defensor de la legitimidad de la corona española, con estructura estrófica de glosa, donde no le desean nada bueno:
«Miranda debe morir / Roscio ser decapitado / Arévalo consumido / Espejo descuartizado. // A Venezuela intimó / Miranda con imprudencia / que contra España juró; / a muchos también mandó / al cadalso a conducir; / hizo la muerte sufrir / a dos sacerdotes santos. / Cometiendo excesos tantos / Miranda debe morir».