Con la muerte de Harold Bloom (Nueva York, 11 de julio de 1930-New Haven, 14 de octubre de 2019), desaparece uno de los críticos literarios más reconocidos mundialmente de las últimas décadas. Si bien parece que su fama se cimentó por los disensos antes que por los consensos que provocó. No obstante esos disensos nos incitaron a debatir cuestiones como el canon occidental, cómo leer y por qué, o dónde se encuentra la sabiduría… Y no debemos perder de vista que la calidad de una democracia depende en cierto modo de la calidad de su conversación pública. Se jactaba de ser un outsider. Y lo era por esa forma tan particular de amar e interpretar la literatura como un fenómeno que no se puede disociar de (la forma de percibir y comprender) la vida humana.
Nacido en una familia judía del Bronx, hijo de un trabajador textil ludópata y un ama de casa rodeada de rabinos, su lengua materna fue el yidis y, en menor medida, el hebreo que aprendió en la escuela. El idioma inglés le llegó a los seis años. Poseía una memoria portentosa capaz de recitar una sorprendente cantidad de poemas y fragmentos. Editó centenares de antologías de escritores y filósofos. Escribió más de cuarenta libros, la mayoría de ellos de crítica literaria, algunos de los cuales se han traducido a numerosos idiomas.
Su primer reconocimiento lo obtuvo con The anxiety of influence (1973), estudio en el que sostiene que todos los creadores están en lucha con sus antecesores y que durante el proceso de creación interpretan sus obras, apropiándoselas y transfigurándolas en una suerte de diálogo intertextual. Podríamos decir para ilustrarlo que Walt Whitman extendió su polen seminal gracias, al menos en parte, a la ansiedad de la influencia suscitada a algunos de los más brillantes poetas del siglo xx, como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Octavio Paz, Ezra Pound, T. S. Eliot, William Carlos Williams, Wallace Stevens, Fernando Pessoa o Federico García Lorca.
Con ligeras e inevitables variaciones, la idea, si no me equivoco, procede del crítico Northrop Frye, autor de Anatomy of Criticism (1957), que mantenía que «todo poema procede de otro poema». Por otro lado, Bloom tiene presente la idea griega de agón, es decir, la lucha por ocupar el espacio de poder. Se trata de una visión naturalista que comparte con dos de los pensadores modernos que más frecuentó: Nietzsche y Freud, para quienes la metáfora «la vida es una guerra incesante» se corresponde con eso que llamamos realidad.
Este concepto suyo, «ansiedad de la influencia», se ha traducido erróneamente a veces por «angustia», un concepto que asociamos a Kierkegaard y a la corriente existencialista y, por lo tanto, más continental que anglosajón. Más recientemente, Bloom consideraba que debido a los equívocos y desorientaciones que había provocado este concepto hubiera sido preferible el término «ambivalencias»: «Las ambivalencias de la influencia».[1]
No obstante, su polémica más controvertida, la que ha sido más debatida y criticada, es probablemente la que provocó The Western Canon (1994). A estas alturas del siglo xx, con el relativismo cultural abriendo fronteras, ¿cómo se atreve a establecer un canon? Teniendo en cuenta la brevedad de nuestras vidas, las distintas generaciones y la historia, a mí la idea de «canon» no me parece descabellada. Dado que no podemos actualizar todo el pasado, considero conveniente seleccionar una serie de obras literarias —como musicales, pictóricas, etcétera— dotadas de valores artísticos contrastados por las sucesivas generaciones de creadores y críticos con valores éticos universales, como la libertad, la igualdad, la justicia, la reciprocidad, la generosidad, la responsabilidad, la tolerancia…
¿Que no alcanzaremos un consenso definitivo acerca de qué obras reúnen tales valores artísticos y éticos? Seguramente, pues en mayor o menor medida esto depende de las naciones, las culturas y los individuos. Pero no olvidemos que una de las funciones de la crítica es establecer un canon, siquiera como horizonte que regule el acto de leer, decisivo para el desarrollo cultural y el progreso. ¿Cómo podemos progresar si no sabemos elegir y mantener los productos más valiosos de las culturas y de la civilización?
El problema del canon es la rigidez con la que se plantea. Bloom tuvo la valentía, por no decir la osadía o temeridad, de establecer un canon ocupado en su centro por el omnipresente Shakespeare, pero también con Dante, Chaucer, Cervantes, Montaigne, Molière, Milton, Samuel Johnson, Goethe, Wordsworth, Jane Austen, Walt Whitman, Emily Dickinson, Dickens, George Eliot, Tolstói, Ibsen, Freud, Proust, Joyce, Virginia Woolf, Kafka, Borges, Neruda, Pessoa, Beckett… ¿Desproporcionado predominio de blancos, hombres y anglosajones? ¿Acaso los que están no merecen estar?
Harold Bloom era un outsider que no se guiaba por modas, tendencias o corrientes, lejos del estructuralismo, el post-estructuralismo, la deconstrucción, las teorías colonialistas o feministas. Estaba en contra de la llamada «muerte del autor», formulada por Roland Barthes; «del aserto de que tener personalidad propia es una ficción»; de que «la opinión de los personajes literarios y dramáticos son meros signos de una hoja» o «de que el lenguaje piensa por nosotros».[2] Aceptar estas tesis implica que la literatura no mantiene cierta correspondencia con la realidad y, por consiguiente, es inofensiva o, lo que es lo mismo, carece de poder transformador. Bloom defendía por encima de todo «el esplendor estético, la fuerza intelectual, la sabiduría»[3] y la universalidad,[4] criterio este último que compartía con el crítico español Antonio García Berrio, el único español citado en esta obra.
¿No es la calidad artística y estética, más allá de las ideologías hegemónicas durante un tiempo, lo que se abre paso por encima de la historia y acaba haciendo que una obra perdure? ¿Podemos disociar esta calidad artística y estética del conocimiento que nos proporcionan de la condición humana?[5] A su vez, la universalidad de una obra, algo que paradójicamente no se alcanza por completo y siempre está en proceso (por lo que «universalizable» quizá sea un término más exacto), depende del paulatino reconocimiento de la obra, que no se produce sin al mismo tiempo revelar un conocimiento profundo de la condición humana.
Por ello pienso que la idea de canon es necesaria y, en sentido estricto, imposible. Sin embargo, considero conveniente un canon flexible y personal dentro del canon general, por supuesto, revisable y modificable a lo largo del tiempo, como las ciencias naturales y sociales. Las obras del canon no son infalibles, pero a diferencia de otras han pasado el severo juicio del paso del tiempo a través de otros creadores y críticos. De manera que es más probable que podamos conocernos mejor a través de ellas, aportarnos más valores y, en definitiva, enriquecernos.
Después de todo, tal vez sea esta la razón por la que Shakespeare, omnipresente en Bloom, ocupa el centro del canon. Sin duda el título de su más ambicioso estudio sobre el poeta y dramaturgo inglés, Shakespeare. La invención de lo humano,[6] es una hipérbole: lo humano ya estaba ahí antes del autor de Hamlet, y sigue estando presente más allá de su muerte. ¿Qué quiere decir, pues, con ello? Acaso que las obras de Shakespeare, por el conocimiento que el autor demuestra de la naturaleza humana, nos ayudan a descubrirnos y esclarecernos, de tal modo que «nos lee mejor de lo que podemos leerlo».[7]
En otros términos, Shakespeare es hermenéuticamente inagotable, sus obras siempre nos revelan aspectos que desconocemos de nosotros y, a medida que más sabemos de la vida y de los seres humanos, reparamos en otros fragmentos de sus obras donde reconocemos nuestros sentimientos y nuestra conciencia, hasta tal punto que es «como si en todo tiempo siguiera sabiendo más de nosotros que nosotros mismos».[8]
¿No es esto en el fondo lo que consiguen los clásicos de un canon, siempre y cuando seamos lectores sensibles y cómplices? Descubrir la naturaleza humana o, si se prefiere, por temor a una esencia inmutable, revelar la condición humana, equivale a conocer las constantes que se repiten, quizá con variaciones circunstanciales, a lo largo del tiempo. Este conocimiento, que nos proporciona la literatura universal, nos conduce a la pregunta que se formulaba a modo de título de uno de sus libros: ¿Dónde se encuentra la sabiduría?
Al final de este ensayo, dedicado al filósofo pragmatista Richard Rorty, escribe: «Leemos y reflexionamos porque tenemos sed de sabiduría. La verdad, según el poeta William Butler Yeats, no puede conocerse, pero puede encarnarse. De la sabiduría yo, personalmente, afirmo lo contrario: No podemos encarnarla, aunque podemos enseñar cómo conocer la sabiduría, la identifiquemos o no con la Verdad que podría hacernos libres».[9]
Influido quizá por Nietzsche, la verdad y la sabiduría no siempre confluyen. Una obra en la que se manifiesta esta bifurcación de caminos es Hamlet, que Bloom conocía minuciosamente, y que la interpretaba a la luz de la filosofía del autor de Más allá del bien y del mal: «La malaise de Hamlet, como reconoció Nietzsche, no es que piensa demasiado, sino que piensa demasiado bien. La verdad lo matará, a menos que se dedique al arte».[10] Pensar «demasiado bien» no significa aquí pensar lógicamente, sino más bien pensar bajo una «lucidez mortífera», para decirlo en expresión de Paul Valéry, lo que a veces es perjudicial contra la propia vida, con la que puede acabar.
Con todo, hay momentos de sabiduría en Hamlet que Bloom explicitó con suprema inteligencia y elegancia: «De Shakespeare uno aprende que la función primaria del soliloquio es “oírse a sí mismo como de pasada”. En sus siete soliloquios, Hamlet nos enseña qué es lo que puede enseñar la invención literaria: no cómo hablar con los demás, sino cómo hablar consigo».[11] La literatura no sólo refleja la condición humana, tal como se deduce de la metáfora lexicalizada del espejo, también es una irrenunciable técnica para interpelarnos a nosotros mismos. Pero deslumbrado por la «lucidez mortífera» que le atraviesa, Hamlet ya no puede conducir su vida con prudencia.
Cómo leer y por qué fue el primer libro de Bloom que leí, el que más veces he releído y quizá el que prefiero de los suyos. Su prefacio se abre con esta tesis: «No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial para que leamos. […] Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos según mi experiencia, es el más saludable desde el punto de vista intelectual. Hace que uno se relacione con la alteridad, ya sea la propia, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La invención literaria es alteridad y por eso alivia la soledad».[12] Asimismo, conviene aclarar que no hay identidad sin alteridad, que uno llega a sí mismo, pero nunca de manera definitiva, a través de los otros.
A continuación sigue un luminoso prólogo lleno de brillantes tesis: «Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por sí mismos».[13] En el fondo está en la línea de la Ilustración tal como la entendía Kant en su célebre opúsculo: «Pensar por sí mismo», requisito indispensable para que progresemos individual y socialmente, ya que si no pensamos por nosotros mismos no hay autonomía ni libertad, y sin ello el resto de valores que como satélites oscilan en torno a esta; si bien confiesa que «para mí, la lectura es una praxis personal, más que una empresa educativa».[14]
Más adelante ofrece otros convincentes argumentos acerca de por qué leer: «Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural».[15] Parafraseando a Wittgenstein, podríamos decir que clásicos de la literatura como los anteriores amplían los límites de nuestro lenguaje y nuestro mundo.
Por si este argumento no fuera suficiente, añade que leemos «porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas».[16] Son argumentos esenciales que ya apuntó de otro modo Aristóteles en la Metafísica y la Poética. Sin embargo, Bloom reconoce con algo de tristeza y realismo, como si hubiera una parte de nosotros que no pudiera escapar de cierto grado de solipsismo, que «sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más».[17]
Su concepción de la crítica proviene del que consideraba el mayor crítico de todos los tiempos,[18] Samuel Johnson: «la función de la crítica literaria es transformar la opinión en conocimiento».[19] ¿A qué se refiere con ello? Acaso a algo no muy distinto a lo que Kant llamaba juicio de gusto estético, propio de las artes y las ciencias humanas, en contraposición al juicio determinante, propio de las ciencias naturales. Dicho en otros términos, el juicio de gusto estético, que según Kant debe ser desinteresado, racional y universal, aspira, por medio del libre juego de la imaginación y el entendimiento, a elevar el juicio particular de un crítico a la intersubjetividad.
Comparado con algunos de los críticos literarios más destacados de su época, como, por ejemplo, George Steiner, este último me parece más políglota y cosmopolita, interdisciplinar y profundo. Mas en cualquier caso siempre le agradeceremos a Harold Bloom su inagotable pasión por la literatura universal perdurable, su infatigable búsqueda de esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría, que persiste en muchas de sus páginas y que nos ha contagiado a no pocos letra-heridos: «Para mí la literatura no es sólo lo mejor de la vida sino una forma de vida que no tiene otra forma de vida».[20]
[1] Entrevista a Harold Bloom publicada en El Cultural, 27/1/2012, p. 11.
[2] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26.
[3] Bloom, Harold, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Trad. Damián Alou, Madrid, Taurus, 2005, p. 13.
[4] Bloom, Harold, El Canon Occidental. La escuela y los libros de todas las épocas, trad. Damián Alou, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 86.
[5] En la línea de los ensayos de Milan Kundera, Antoine de Compagnon ha argumentado acerca del poder cognitivo de la literatura, ¿Para qué sirve la literatura? Trad. Manuel Arranz, Barcelona, Acantilado, 2008. Asimismo, lo ha hecho Tzvetan Todorov, La literatura en peligro. Trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2009; y Jacques Bouveresse, El conocimiento del escritor. Sobre la literatura, la verdad y la vida. Trad. Laura Claravall, Barcelona, Subsuelo, 2013. He argumentado acerca del poder cognitivo de la literatura en La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto, Universidad de Málaga, 2015.
[6] Bloom, Harold, Shakespeare. La invención de lo humano, trad. Tomás Segovia, Barcelona, Anagrama, 2002.
[7] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26.
[8] Gámez Millán, Sebastián, «Hamlet o la lucidez mortífera», recogido en La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto, Universidad de Málaga, 2015, p. 243.
[9] Bloom, Harold, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Trad. Damián Alou, Madrid, Taurus, 2005, p. 259.
[10] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 235.
[11] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, pp. 221 y 222.
[12] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 13.
[13] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 17.
[14] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 17.
[15] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26.
[16] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26.
[17] Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 27.
[18] Bloom, Harold, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Trad. Damián Alou, Madrid, Taurus, 2005, p. 149.
[19] Entrevista a Harold Bloom publicada en El País, Babelia, 26/11/2011, p. 5.
[20] Entrevista a Harol Bloom publicada en El Cultural, 27/1/2012, p. 11.