Carlos Manuel Álvarez
Los intrusos
Anagrama
272 páginas
I.
En un lugar de La Habana, de cuyo nombre no podía olvidarse, se estaba armando una revolución. El cronista estaba en Nueva York, medio exiliado, y sintió la necesidad de sentirse vivo. De no pertenecer al reino de los muertos. De los que callan y temen. De quienes permanecen quietos. Así fue como Carlos Manuel Álvarez cogió la mochila, la cargó con tres libros inspiradores –el Quijote, sonetos de Quevedo y los diarios de juventud de Lezama Lima– y aterrizó en Cuba. Aterrizó él, el pequeño pionero comunista que con diez años conoció al hombre de las metamorfosis: «el guerrillero romántico, el nacionalista revolucionario, el campeón del pueblo, el líder carismático y mesiánico, el estadista audaz, el marxista convencido, el caudillo latinoamericano de fusta y espuela, el estalinista feroz, el dictador megalómano» y, finalmente, «el anciano consumido y encorvado, con los ojos hundidos, la mirada vidriosa y el peso insoportable de sus cadáveres encima». El hombre que no necesitaba apellido: Fidel. El hombre cuyo apellido había modelado un país, una sociedad, un mito extranjero: el castrismo. Ahora, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento ideológico en que había derivado aquel régimen encanecido, apolillado y anacrónico, Carlos Manuel Álvarez asumía un papel distinto. Otro rol en la función. Ya no era el niño soriente abrazado por Fidel, el orgullo de su familia comunista, de padre médico y madre médica, que veía aquella caricia paternal del Líder a su hijo por la televisión cubana. Ahora el niño –ya cronista, ya mayor– se unía a la resistencia anticastrista en Damas 955, un barrio pobre de negros, estibadores y obreros, de putas, fritanga y pregón. Lo que quedaba de aquel niño se unía al Movimiento San Isidro: un grupo de doscientos artistas, intelectuales y activistas cubanos que en el otoño de 2020 se encerraron en una disidencia pacífica y revolucionaria entre huelgas de sed, vómitos por no comer, sábanas sobre cemento, paredes reventadas, tuberías herrumbrosas. Y mucho idealismo. Como el del Quijote. Solo que los molinos de viento eran gigantes. Y había que luchar. Había que contar. Lanza y adarga, y de fondo el Malecón.
II.
Nunca antes había leído a Carlos Manuel Álvarez. Ya tengo ganas de volverlo a hacer. Los intrusos lo sitúa, sin duda, en el dream team de los cronistas actuales. Nacido en Cuba en 1989, es periodista y ha publicado dos novelas (Los caídos, 2018; y Falsa guerra, 2021) y una colección de crónicas periodísticas (La tribu. Retratos de Cuba, 2021). Ahora ha ganado el Premio Anagrama de Crónica con Los intrusos, un libro que prestigia este joven galardón creado en 2019 y cuyo jurado cuenta con Juan Villoro, Silvia Sesé, Leila Guerriero o Martín Caparrós. Precisamente es Caparrós quien subraya en la contraportada la doble virtud del libro de Álvarez, su carácter híbrido. «Si la crónica es contar la realidad con las armas de la literatura, esto es crónica pura y dura, de la mejor. Y si el ensayo es tratar de entender por qué pasan las cosas, esto es un ensayo en toda regla». Y así es. Este libro honra y prestigia a la crónica, un género total, la novela del siglo XXI. Estas páginas encierran un gran trabajo. Álvarez emerge aquí como un gran escuchador, un perspicaz observador, un cronista que afila el estilo, un intelectual comprometido y honesto sin miedo a tomar partido. Un cronista que piensa, que narra, que escucha. Un cronista que explica, desvela, se expone. Un innovador que abre zanjas nuevas en el periodismo. Que lo quiere vivo e inteligente, con la rebeldía necesaria para adentrarse por los márgenes para llegar al corazón –no los datos, sí la verdad— de esta historia de rebeldes cubanos cuyo activismo evidencia el fin de un régimen zombi: en pie pero ya muerto. Eso es lo que cuenta el libro: el fin de un régimen. Eso es lo que también cuenta: una Cuba de negros, pobres, desplazados del sistema, la Cuba real rodeada de lujosos hoteles para turistas blancos que van, ven y vencen con su mojito amaleconado y una caja de cohibas comprada en el aeropuerto entre quincalla revolucionaria hasta la victoria siempre. Y en medio ellos: los intrusos.
III.
¿Quiénes son los intrusos? Ese es uno de los atractivos de esta obra: perfila las teselas mínimas de un mosaico humano. Una legión de disconformes que recuerdan a Albert Camus y su conocida primera frase: «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento». Eso hacen los intrusos de Álvarez. Decir no, decir sí. Luis Manuel Otero, con su iniciativa del Museo de la Disidencia, sus noches en el calabozo y sus frases como tiros: «Para mí es más compleja la vida que la muerte». Abu Duyanah, el musulmán que vigila la puerta donde se ha encerrado el grupo del Movimiento San Isidro para cuestionar al régimen por la última gota de un vaso ya mil veces derramado: el encarcelamiento del rapero Denis Solís. Los intrusos son Yasser Castellanos, con sus grafitis críticos en los muros. O Esteban Rodríguez, que convierte su vida en un reality de denuncia sobre el día a día de la isla mientras la policía política le pisa los talones. Los intrusos son Omara Ruiz, Adrián Rubio, Anyell Valdés. A todos ellos –a sus vidas en los márgenes del sistema, a sus voces firmes pero ensordinadas, a sus proyectos excluidos y ahora intrusos– se acerca y escucha la mirada del cronista. El intruso, sin embargo, también es él: Carlos Manuel Álvarez. Porque el libro alterna dos carriles. Hay capítulos para los intrusos, esas «vidas breves» como de santos laicos y rebeldes que desafían la dictadura. Que dicen no a Castro, que dicen sí a la libertad. Emparedados por esos capítulos que miran afuera, que miran a otros, hay otros capítulos. Entradas más intimistas, reflexivas, personales. Piezas cortas, de unas diez páginas, que narran las memorias y las vivencias de Carlos Manuel en varios planos. Su vida pasada en Cuba, su mirada actual sobre Cuba, sus vivencias desde que aterriza en Cuba. Su experiencia en esa comuna quijotesca que desafía, desde una vivienda destartalada, a un régimen zombi pero con una policía política bien viva. Esa mirada es fértil. Y es ahí donde crece el vuelo ensayístico de la crónica, su apéndice más intelectual, con referencias a Walter Benjamin, Ulises, Antígona, Orwell, Calasso, Tucídides, Brecht, Fanon, Achille Mbembe, Faulkner, Lyotard o Flaubert. Es en esos capítulos, también, donde crece una mirada comprometida, militante; desencorsetada. La que cuestiona el sopor de la obediencia, la máquina de tedio del Estado totalitario. La que retrata a reos que se creen vigilantes. La que analiza, como entomólogo social, al individuo que va adquiriendo anticuerpos frente al Gran Hermano para, al fin, desligarse de esa especie humana creada en un herrumbroso laboratorio caribeño: el Homo Cubanicus. «Un Hombre Nuevo, en esencia un hombre mudo». Hay, de hecho, algo que recuerdo al gran libro de la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich y su disección del Homo Sovieticus. Cuando Carlos Manuel Álvarez desenmascara la neolengua orwelliana: lo revolucionario, lo contrarrevolucionario, todas esas narrativas desgastadas. Cuando aborda el poder de la solidaridad que aterra al sistema. Cuando refleja la normalización, como algo connatural a la vida, de un terror cotidiano de baja intensidad, un miedo político que paraliza, que se mete bien adentro, que se olvida dentro de uno hasta acabar sin saber qué se teme ni por qué. Cuando resume el espíritu de la disidencia en tres palabras: «Proceso de desaprender». Esa es la crónica que piensa. Que hace pensar.
IV.
Y luego está la escritura. El estilo. La literatura. Esas frases que obligan a ensuciar las páginas con el subrayador. Mejor mostrarlas en crudo.
–«Esa zona en penumbra, al sur de La Habana Vieja, buscando la cara interior de la bahía, tenía la consistencia del vacío. Las paredes desconchadas, el polvo en las columnas y los quicios mugrientos, los anchos portales melancólicos y desiertos con olor a heces y a orina, las manchas desfiguradas por otras manchas, las ventanas entreabiertas, la procesión de techos dormidos en permanente avance hacia un horizonte difuso o ausente y las emisoras de radio que transmitían telegramas para audiencias que habían emigrado o que ya, de plano, no existían. El balance de la escena sugería, sin pudor, que todo había sido siempre así y que siempre lo sería, además».
–«Cuando decía algo, las palabras, como babeadas, se le amontonaban en el bozal de tela. Morían indistinguibles, un montón de sonidos apachurrados que ni yo ni su jefe lográbamos desamarrar. Extraer alguna idea de su balbuceo era como ponerse a escoger Arroz».
–«El país estaba lleno de personajes así, sujetos tristes de sesenta, setenta, que se prepararon para una guerra o una invasión que nunca tuvo lugar y que ahora se encontraban distribuidos por todas partes, custodiando plazas que ya nadie iba a destruir ni a tomar por las armas, pues era como apuñalar a un muerto».
V.
Página 122 de Los intrusos. «Ningún sueño utópico vale más que un cuerpo preso». Capítulo LVIII del Quijote: «El cautiverio es el mayor mal que puede venir a los Hombres». La libertad, querido Sancho.