Este punto, sorprendente para los lectores tradicionales (que viven al margen de la interactividad electrónica y se informan de las novedades poéticas por la prensa nacional y las librerías), ha sido alcanzado paulatinamente gracias al apoyo de las redes sociales (con la apabullante primacía de Facebook, YouTube e Instagram) y al inicial esfuerzo de unas cuantas editoriales artesanas o emergentes (El Gaviero Ediciones, La Bella Varsovia, El Cangrejo Pistolero, Ya lo Dijo Casimiro Parker, Canalla Ediciones, Origami, Harpo, La Isla de Siltolá, entre otras), hoy, en cierto sentido, desplazadas por el éxito corporativo de la poesía pop tardoadolescente.
En efecto, desde hace ya más de una década, los poetas nativos digitales (en sus diversas manifestaciones, que van desde el experimentalismo y la militancia política hasta el feminismo y la poesía realista figurativa) han encontrado un contacto directo y exitoso con el público, superando las expectativas editoriales vertidas hacia otros autores, más consolidados y convencionalmente prestigiosos. Uno de los primeros puntos para comprender este fenómeno requiere aceptar que, para los poetas prosumidores, la actividad poética desde comienzos de siglo tiene aspectos importantes que complementan la escritura en papel (como lo visual, lo auditivo, lo gestual y lo relacional) y que, por lo tanto, desde el momento en que se consolida la hegemonía de lo digital, las horas de navegación (virtual e interactiva) equivalen a una alfabetización y una formación que antes brindaba la lectura tradicional (solitaria y silenciosa).
Los poetas nativos digitales son, por consiguiente, aquellos jóvenes autores nacidos a partir de 1980, usuarios desde la infancia de las nuevas tecnologías (como videojuegos, teléfonos móviles y ordenadores) que, a pesar de ser prácticamente inéditos o tener circulación minoritaria en papel, publican de manera habitual en formato electrónico, sea en blogs, en redes sociales como Facebook y Twitter o dentro de comunidades virtuales de su propia creación.
Aunque pueda sonar extraño, el libro como unidad estética no parece fundamental para ellos inicialmente, ni tampoco la aprobación crítica en medios tradicionales. Este tipo de valoración es sustituido por la receptividad interconectada: resultan imprescindibles la inmediatez, la popularidad, la interactividad y lo efímero.
A diferencia de otros momentos, en los que el poeta era ante todo un escritor, los poetas nativos digitales son prosumidores: productores y consumidores de textos (e imágenes) que mezclan, sin ningún tipo de prejuicios, afanes publicitarios y artísticos, el discurso público y lo íntimo, la actualidad política y lo lúdico, la individualidad y la máscara. Por lo tanto, resulta imprescindible tener en cuenta que la producción simbólica en la red, de la que la poesía es apenas un indicio, no está concebida para la contemplación o la reflexión, sino como algo para experimentar y compartir.
Pero debe evitarse interpretar estos importantes cambios como una pérdida: gracias a la interactividad de internet, la pasividad asociada al consumidor es transformada en una actividad no sólo lúdica, sino también creativa. La red es, entonces, el espacio que mejor acoge la producción simbólica de aquellos individuos que, fruto de la transición demográfica, de otro modo no alcanzarían a manifestarse: la masificación mundial de la lectoescritura es un hecho irrefutable (como se comprueba en la actualidad con los cincuenta millones de teléfonos móviles que circulan sólo en España). Esta inédita experiencia, vital y estética, de emisión y consumo simultáneos, es la que otorga a los nativos digitales, internacionalmente, un profundo sentido de pertenencia a un colectivo.
En consecuencia, las obras de los poetas nativos digitales suponen mucho más que un relevo generacional o una variación de estilo. Constituyen un indicio irrefutable del paso de la sociedad industrial a la sociedad de la información y, por lo tanto, implican cambios de infraestructura, del marco hermenéutico-epistemológico y de sensibilidad que, necesariamente, traen consigo una alteración del gusto literario. Esto es producto de un escenario inédito como el que plantea el mundo digital, contrapuesto a los entornos que generaron la civilización y la cultura como tradicionalmente las concebimos.
En resumen, la dimensión social, el número de contactos virtuales, «amigos» o «seguidores» que posibilita la red, constata el poder de la interactividad para el desarrollo de potenciales lectores. De este modo, el consumo de información virtual y la reacción frente al mismo llegan a constituirse en un medio de expresión (personal o artístico) insuperable por su alcance e inmediatez. Un fenómeno que, en su conjunto, cada vez es más valorado por las editoriales y los medios masivos, pues supone un claro indicio de aceptación en el mercado.
Por consiguiente, la inesperada aceptación de los poetas nativos digitales en España no se puede comprender sin tener en cuenta el predominio de la autogestión para la producción simbólica posindustrial. Así, en la actualidad el más hábil gestor de comunidades puede llegar a ser reconocido como el mejor poeta (en el razonamiento que equipara «mejor» con «más vendido»). Algo que a su vez, para la mayoría de los autores emergentes, a un nivel colectivo, supone un consciente anhelo grupal de proyección y posicionamiento como generación dentro del circuito cultural.
Esta radical mutación necesariamente conlleva, asimismo, un cambio de prácticas y paradigmas. En la actualidad, desde esta perspectiva, una figura clave del proceso como la poeta, editora, periodista, modelo y gestora de comunidades Luna Miguel (Madrid, 1990) representa, de forma simultánea, algo parecido a lo que en su momento fueron Pere Gimferrer (como emblema de renovación juvenil) y Rubén Darío (como cabecilla y aglutinador internacional de autores). Una opinión que, aunque pudiese parecer exagerada o polémica, es contrastable, considerando la plena aceptación de la escritora en el sistema cultural (el medio editorial, el periodístico y el institucional), pese a que su obra, en un sentido estrictamente literario, no deje de ser incipiente.
Fuera de nombres propios, todo este fenómeno, como no podría ser de otra manera, está lleno de paradojas. Mas estas múltiples contradicciones son también indicios de un periodo transicional. Así, entre los poetas nativos digitales, a la predominancia de la imagen virtual se opone el persistente anhelo de la publicación en papel; a la superficialidad y el apresuramiento, la ambición por consolidarse institucionalmente; a la precocidad y su elogio, la producción prolífica, efímera y desechable; a la autonomía de proyectos y la diversidad, el establecimiento de jerarquías mediáticas; al liderazgo femenino, la discriminación positiva y la instrumentalización patriarcal del cuerpo como objeto de deseo. Y, por último, en los rasgos que, probablemente, definan mejor cierto clima generacional común a estos autores, el ensimismamiento emocional, la frivolidad y la grandilocuencia contrastan con vivencias extendidas como la precariedad económica, el exilio y la angustia existencial (factores vinculados a la condición millennial).
Los poetas nativos digitales no siguen estricta o mayoritariamente los retos formales de la modernidad (y su pretensión de originalidad y ruptura), sino, más bien, tácticas asociativas y de promoción de índole publicitaria (buscando un posicionamiento mercantil, sin descartar el escándalo). La simplificación y la banalidad, en ciertos casos, de las propuestas se deben, recordémoslo, a que están hechas para una sociedad definida por esas mismas características. En consecuencia, la brecha que la irrupción de los nativos digitales crea con respecto a la cultura tradicional supone una ruptura sin confrontación, una disrupción tecnológica, favorable al asedio viral y el pragmatismo de la ética hacker.
Como se aprecia, los poetas nativos digitales dominan y son la vanguardia en la interacción con las nuevas tecnologías, que será imprescindible para la producción simbólica en la era posindustrial (al punto de ser pioneros y fundadores de una transtextualidad digital).
No obstante, para comprender en su dimensión este importante corte epistemológico, se debe asimilar también que los nativos digitales poseen, frente a otras generaciones, la ventaja de ser capaces de leer con gran eficacia los mensajes y los entramados del entorno virtual. Dicha óptima alfabetización digital es la que les permite superar la pasividad del mero consumo y crear con solvencia sus propios contenidos. En otros términos, los prosumidores son autodidactas con conocimientos avanzados de una retórica digital, multidisciplinar, cada vez más compleja y en constante desarrollo.