Creo que el festival no sólo ha movilizado a gente de Los Llanos, sino a toda la isla. Lugares públicos, auditorios, llenos. Y la venta de libros en plaza de España, un éxito. Para nosotros los invitados la clave está en la colaboración total de empresas, hoteles y organismos oficiales, pero, sin duda, cada detalle de horarios, programas, traslados y exactitud de los actos depende del poeta y narrador Nicolás Melini y su equipo. Todo lo cual tiene un epicentro: la personalidad inagotable, aguda y sensible de Juan Jesús Armas Marcelo (Gran Canaria, 1946). Su cultura, su humor, su versatilidad poseen el sólido sostén de una obra novelística inmensa y de una envidiable agilidad para transformar los hechos en novedosa, grata prosa periodística.
Durante el festival encuentro a escritores amigos muy admirados, de diversas partes del mundo. De las islas Canarias, otros que he leído también desde hace años, como Ernesto Suárez; pero muchos a quienes trato por primera vez. Poetas, narradores, ensayistas. Entre ellos, Elsa López, Santiago Gil, Cecilia Domínguez, Anelio Rodríguez, Ricardo Hernández Bravo, Teresa Iturriaga, Roberto Cabrera. Asisto a las conferencias de Rafael Rebolo López, cosmólogo y director del Instituto de Astrofísica de Canarias; de Jorge Casares Velázquez, descubridor del primer agujero negro estelar desde La Palma.
He recibido El día eterno, del poeta alemán Georg Heym (1887-1912), traído por su traductora Montserrat Armas, en la fina edición de Trotta. Y un privilegio más: esta seductora libreta donde escribo ahora, que me fue entregada por Carmen del Puerto, perfecta jefa de la Unidad de Comunicación del Instituto, periodista, divulgadora científica, narradora y dramaturga, que ha rescatado para el teatro la vida fascinante de Henrietta Leavitt.
(Cumplo con las actividades del programa: son una forma plena de existir; pero por las noches me desdoblo, no sólo al dormir, sabiendo que muy pronto subiremos al observatorio estelar).
5
Para el jueves 20 de septiembre, me corresponde participar en el foro «Géneros y poéticas: poesía, novela, cuento, crónica. El género propio, el género personal», que se realiza en el Museo Arqueológico Benahoarita. Protegido ahora por la célebre frase de Valèry «La syntaxe est une faculté de l’âme», confieso todo lo siguiente:
a. Me ha fascinado y asustado el título de esta sesión.
Comienzo por una conclusión, que deriva de la frase expuesta por Valéry, creo, en sus Cuadernos; conclusión que podría sintetizar así: no he sido fiel a ningún género y tampoco a alguna posible poética. Dicho de otro modo: el género propio, el género personal, para mí, son transitorios.
La prueba más simple es que con los años, con las décadas, no me reconozco en muchos de mis textos. Por eso, al reeditarlos, decidí casi no intervenir.
b. Y, tratando de explorar esas resonancias, acudo a observaciones como las siguientes.
Al parecer, la palabra «persona», venida del etrusco phersu y derivada del griego y el latín para llegar a nosotros, aparece en el español entre 1220 y 1250 d. C. Por milenios se ha considerado que conlleva su condición de máscara (Joan Corominas, Diccionario etimológico).
Entre las acepciones que la Real Academia de la Lengua destaca para ella, estarían la de «Pasión o movimiento del ánimo», «Cada uno de los tres signos, el sostenido, el bemol y el becuadro, con que se altera la tonalidad de un sonido», y señala también: «En la gramática tradicional: modificación flexiva que experimentan las palabras variables para expresar valores de alguna categoría gramatical, como el género, el número, la persona o el tiempo».
Dicho esto, ya estamos en el pleno territorio de esta reunión.
La palabra «persona» es un flexor que me permite girar con soltura hacia poéticas, género propio, género personal.
c. En septiembre de 2009, el escritor Juan Malpartida publicó en la Revista de Occidente un ensayo sobre Charles Darwin, para el cual debió investigar sobre el científico durante ese año y el anterior, por lo menos. En 2011, finaliza su hermosa novela Camino de casa, que aparece cuatro años más tarde. Su protagonista, ya de sesenta años e interesado desde la adolescencia en Darwin, termina convirtiendo el pensamiento de éste en un elemento central de la narración.
Humorístico, sobrio y versátil, ese vendedor de cosas antiguas, buen esposo, está marcado por el pasados biológico de los seres, incluido él mismo, desde luego, y, al ser asaltado por tales inquietudes, llega a decirse: «No encontraba mi mente». Vida cotidiana y lucidez son sus polos de percepción, de allí que termine por admitir, ante el gusto de su mujer por la ficciones, que «La novela es el adn de la vida, a lo que Sara responde que no, que la vida es el adn de la novela y que nosotros, los lectores, somos el arn traductor: leer es hacer proteínas».
Acudo a esta novela y a su personaje para, desde la literatura, dar un piso casi químico a mis incertidumbres sobre los géneros y las poéticas. Ya que bastaría un salto para que ese personaje me conduzca de Darwin a Severo Ochoa y a los descubrimientos y aplicaciones actuales de una ciencia asombrosa. Cosa que no soy capaz de hacer y que tampoco es necesaria aquí.
Pero ahora puedo indicar que, si una persona escribe, pinta o hace música es porque casi inexorablemente estuvo predispuesta de manera biológica para ello y que, por fortuna, su familia, su medio, sus amigos, etcétera, influyeron (de manera negativa o positiva) para que así fuera. Un accidente deliberado. Hay allí, entonces, una línea, millonaria en años o siglos, que guardaba tal aptitud en ella. Creo que hasta aquí domina una certeza en ese destino: la posibilidad de hacer.
Y en ésta cabe mucho de lo que, en el lenguaje usual, trae la palabra persona: el impulso, la pasión, el ánimo con que nos mueve la necesidad de escribir o pintar. Porque la desobediencia (o el cumplimiento libre) para tal energía despierta, simultánea o inmediatamente, el signo de la alteración, como ocurre con la tonalidad; o de la variación en la acción, el número y el tiempo verbales: soy (fui) yo, eres (serás) tú, son (habrían sido) ellos. Tal como nuestra remota o actual personalidad ocupa el centro de lo que somos. Y allí surge la posibilidad de lo enmascarado, de la sustitución, de lo otro.
adn y lenguaje sostienen un estilo, una forma para que el autor logre expresarse; conciencia de su tiempo o del transcurrir, de un momento o del futuro: he allí cuanto podría cercar, detener por horas o años, sus concepciones; su fidelidad transitoria a tópicos, temas, filosofías. O su singular exploración de la originalidad (que, en verdad, esconde todo cuanto hemos aludido hasta aquí). Dicho de otro modo: así se habría producido aquello que, en la teoría, la crítica o la historia de la literatura podría concebirse como la poética de un autor.
Y la intuición acerca de estos mecanismos mentales es lo que quise confesarles hoy. Mi identificación transitoria con los géneros, mi extrañeza ante ellos. En síntesis, la confesión de una infidelidad o angustia o temor ante géneros y poéticas, sobre todo, cuando son propios, personales.
6
«Los mundos son como con lúcido y resplandeciente rostro se muestran, diferentes y separados los unos de los otros por ciertos intervalos […]».
Giordano Bruno, Sobre el infinito universo
y los mundos, «Diálogo quinto»
En un autobús confortable y elegante, abordado a una cuadra del hotel, emprendemos la visita al Observatorio del Roque de los Muchachos. Nueve de la mañana, viernes, 21 de septiembre de 2018.
Atravesamos los Llanos de Aridane (veo calles y restaurantes donde hemos comido con gusto) y casi enseguida comienza el ascenso. Desaparece la calculada vegetación urbana. Pasamos sobre puentes estrechos y afrontamos inmensas superficies grises, rocosas: montañas que serán abismos dentro de poco al verlas desde lo alto. El sol brilla. Al borde de la carretera, en muy buen estado y no tan amplia, surge ocasionalmente el esmeralda mate, muy recortado en rectángulos, de los platanales.
Ascendemos con cuidada rapidez, el experto chófer es cauteloso. Casi una hora después, el ámbito rocoso desaparece y ahora un verdor de diamante nos envuelve: hierba clara y grandes árboles —pueden ser tilos—.
El bus se detiene en una cafetería; la claridad comienza a ser intervenida por leves motas de neblina. Atravesamos un bosque, el aire trae niebla. No lo sabemos, pero estamos dentro de las nubes. Quizá veinte minutos más tarde (la ruta es estrecha, muy empinada, el chófer despliega su pericia, el bus ruge en algunos ángulos) todo cambia: ahora estamos sobre planicies de rocas color vino, mesetas interrumpidas y tapizadas por hierba tierna —o así lo parece—. El cielo es una esfera transparente y noto que las nubes están debajo, en una distancia impensable, como si se hubieran adherido al océano.
Tengo conciencia de que voy pegando la cara a la ventanilla del bus, pero un conocimiento ignorado me invade: sobre las mesetas, a lo lejos, han surgido formas claras, brillantes, cúpulas o artefactos ideales, distribuidos armónicamente. Invoco a uno de mis dioses juveniles, Ray Bradbury; a mi mente vienen diagramas de Kip Thorne. Estamos llegando al Gran Telescopio Canarias. Pronto sabré que son cinco mil metros con construcciones especiales, a dos mil cuatrocientos metros sobre el océano. Me disuelvo en «el mar de nubes» lejano, en la transparencia que corta la piel. Voy saludando a aquellos proféticos e invocando la percusión de Giordano Bruno.
Nos reciben los sabios astrofísicos: Romano Corradi y Juan Carlos Pérez Arencibia, con explicaciones vivaces, de gran complejidad, aunque simplificadas para nosotros. Vemos moverse los grandes espejos ajustables del telescopio y su bella estructura artística. Imagino su lente hurgando la noche, el tiempo infinito, lo inacabable y sin principio. Por momentos, creo que no solamente he sido disparado hacia el espacio, sino que mi cuerpo ha perdido sustancia.